Era un hombre alto, extremadamente solitario y taciturno. Solo, siempre estaba solo. Sus largas piernas se sumergían entre la hierba rendida, a medida que sus enormes zancadas la atravesaban. Vagaba por los campos cubiertos de niebla como las sombras de los espíritus se deslizan arrastrándose al anochecer... empapándose del rocío y toda la humedad del ambiente. Calado hasta el tuétano.
Desde hacía unos meses, caminaba sin descanso de la mañana a la noche. Nadie sabía exactamente si lo hacía hacia algún lugar concreto, o sin rumbo. En su cabeza se arremolinaban todo tipo de pensamientos oscuros y esa oscuridad se reflejaba en el extraño brillo de su mirada y en las pocas palabras que emergían de aquel cuerpo, como desde lo profundo de un pozo. Trasmitían el mismo halo gélido que un bloque glaciar. El dolor se había apoderado de él desde hacía demasiado tiempo. El dolor posándose en la nuca, en los párpados, en sus labios... en la impotencia de no saber rezar... de no creer en nada, ni en nadie... todo él era dolor. Su vida no tenía sentido. Había recreado en su mente todas las formas imaginables de terminar con ella. Llevaba tantísimo tiempo con esos pensamientos en su interior, que le parecía ya había sucedido. Pero no, allí estaba, como cada día, vagando entre la niebla, intentando ahogarse en ella. Agotarse para por fin, poder descansar.
Aquella mañana era mucho más fría de lo habitual. Al abrir la
puerta sintió cómo el aire gélido le golpeaba la cara. La niebla era más espesa
y húmeda que de costumbre y decidió que ese sería su último día. Sus enormes
zancadas le alejaron rápidamente internándolo en un bosque de árboles inmensos
donde únicamente se veían sombras y siluetas espectrales entre sonidos
espeluznantes -la música perfecta para mi fin- pensó él. Caminó con paso firme,
cada vez más rápido. Atravesó el bosque, cruzó campos. Caminó sobre pequeños
riachuelos de los que no notaba su humedad gracias a la protección de sus botas
altas de cuero. Sin saber cómo, llegó a las faldas de un montículo rocoso que
comenzó a ascender. Un sudor frío resbalaba por su frente a medida que el
esfuerzo iba haciendo mella en él. Trepaba con las manos y los pies. Trepaba
con el alma. Un alma que a medida que ascendía, notaba como se le expandía más
y más dentro. La niebla iba quedando atrás y abajo, muy abajo, mientras él
continuaba su extenuante ascensión. Por fin llegó a lo más alto. Allí, en el
risco más elevado de aquel montículo con sus pies casi en equilibrio, levantó
por fin su rostro surcado por el sudor que goteaba de cada uno de sus
ensortijados cabellos y respiró profundamente. Allí arriba estaba él. Como un
emperador ante su reino. Por primera vez se sintió acompañado en la inmensidad
de aquella infinita soledad.
Allí arriba, sobre aquel mar de nubes, sintió cómo, por
primera vez en mucho tiempo, podía respirar sin aquella opresión en el pecho.
Cerró los ojos y se dejó acariciar por el viento que soplaba con fuerza...
Volvió a abrir los ojos, lentamente su boca dibujó una leve
sonrisa y su mirada se perdió en la inmensidad que se extendía frente a él…
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Samhain”)