ÉRASE UNA VEZ QUE SE ERA...
que la palabra dejó de ser tinta
para ser revoloteo
en la yema de los dedos...

Y las letras fueron hiedras;
frondosas lianas tocando el cielo.
Fueron primavera floreciendo;

... y apareciste tú...
tú,
que ahora nos lees...

Y se enredaron nuestros verbos,
nuestros puntos y comas,
se engarzaron nuestras manos
cincelando sentires y cantos.

Entre líneas surcamos
corazón al mando; timón
de este barco...

©Ginebra Blonde

Participantes y textos de la convocatoria de octubre: "Mosaico"

Campirela/ Nuria de Espinosa/ Auroratris/ Gustab/
Susana/ María/ Marifelita/ Dulce/ Chema/ Lady_P/
Tracy/ Dafne SinedieGinebra Blonde.  

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lunes, 30 de septiembre de 2024

Deus Ex Maxina

(Autor: ©Gabiliante)

NigthCafé- @JavilWoo

      El juez De la Torre tenía un tic. Ocasionalmente levantaba una de las comisuras de la boca; a veces la derecha, otras veces la izquierda. Esto, supuestamente, representaría un problema, porque podía delatar el sentido de sus sentencias; como los antiguos jugadores amateur de poker, cuando se echaban un farol. Pero no en el caso del juez De la Torre. Entre abogados y fiscales ―que continuaban siendo humanos― aún se practicaba aquello de poner motes, y el apellido del juez “De la Torre” se le apostillaba con “colgará el acusado”. Era una exageración porque ya no hay pena de muerte, pero deja claro de qué lado suelen ir sus sentencias. Obviamente era un androide, como todo el resto de jueces.

      Cuando las IAs estuvieron lo suficientemente desarrolladas cambió la legislación y la judicatura humana quedó extinta. Primero era un ordenador cuántico conectado por miles de cables el que ocupaba el asiento del juez, pero la gente comenzó a negarse a ser juzgada por un mamotreto, y finalmente, cuando la robótica lo permitió, fueron los androides, indistinguibles físicamente de los humanos, los que tomaron el asiento. Que las máquinas no pueden fallar seguía siendo tan cierto como con los mamotretos, pero la gente ahora sí que lo aceptó.

      En el caso que nos ocupa, el acusado era un vendedor. Bueno en realidad era un comerciante porque igual hacia compra-venta que alquiler, leasing o renting de niños. Era un todoterreno. Uno pagaba una cantidad importante, en el caso de la compraventa y se lo quedaba para siempre. Si no tenía bastante dinero, hacía un contrato de leasing: pagaba mensualmente un alquiler y cuando había pagado todos los plazos se quedaba la mercancía en propiedad, para hacer con ella lo que quisiera. O podía hacer un renting: pagaba mensualmente una cuota y cuando la mercancía estaba destrozada por el uso, la devolvía y se la cambiaban por un niño sin estrenar. Esta era la modalidad más popular porque evitaba el aburrimiento del cliente.

      Los compraba, ―no quedó claro que los secuestrara―, los almacenaba en una jaula, todos juntos y luego, lo que el mercado dispusiera. Eran siempre niños masculinos. Haber mezclado hubiera sido poco decente según manifestó el acusado en el propio juicio, coincidiendo curiosamente con uno de los referidos tics del juez De la Torre; en este caso de la comisura izquierda. Llegada la hora de la sentencia la sala estaba atiborrada, porque se había convertido en un juicio mediático. El problema que se le presentaba al juez es que el secuestro no quedó demostrado, y mucho menos que el acusado abusara sexualmente de los niños. En este caso no hubiera habido problema en condenar a cadena perpetua. Y la sentencia por tráfico de personas, en aquel momento era de tres a diez años.

      ―El acusado queda en libertad, por falta de pruebas. Pueden abandonar la sala. Usted también ―apostilló dirigiéndose al acusado.

      Todo el mundo quedó petrificado en la sala. Ni siquiera hubo abucheos hasta cinco minutos después, solo murmullos. Todo el mundo intentaba digerir lo que acababa de escuchar, pero sin éxito.

      El acusado salió por su propio pie. La calle estaba vacía. Ningún periodista, ni cámaras ni nada. Todos estaban dentro. Nadie podía esperar que saliera en libertad. Se plantó en mitad de la Gran Vía alzando los brazos, casi podría decirse que a modo de provocación. La rueda de un 747 cayó del cielo obsesionada por ocupar el mismo lugar que el ex-acusado, aunque fuera por la fuerza. Esto coincidió con otro tic del juez De la Torre; en este caso de la comisura derecha.

      El informe pericial del accidente del desprendimiento de la rueda no tuvo una conclusión clara. Todo el sistema de aterrizaje del avión está completamente automatizado y controlado por un sistema informático. No quedaron registrados errores que justificaran el desprendimiento de la rueda. No hay intervención humana en ninguna de las fases de aterrizaje y nadie discute que las máquinas no se equivocan.

      También hubo estudios sobre las posibilidades de que la rueda cayera exactamente donde cayó. Estos fueron no oficiales, y concluyeron, como no podía ser de otra forma, que las posibilidades eran infinitesimales. La rueda no es en sí misma una máquina, pero puede considerarse parte de una, y todos sabemos que las máquinas, aunque sea en caída libre, no fallan. Excepto en el caso del juez De la Torre, que tiene ese fallo, ese tic, que cuando lo hace con la comisura derecha se parece extrañamente a una medio sonrisa humana.

©Gabiliante

(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “IA”)

domingo, 30 de junio de 2024

Polo de mora, polo de menta



(Autor: ©Gabiliante)

(Robin Isely)


      Seguro que hoy es mi última oportunidad. Son elecciones europeas que no son como generales pero sirve igual. Hoy, por fin, voy a votar a los naranjas. No les he votado nunca y no creo que vuelvan a presentarse. Ya he votado en otras ocasiones a todos los demás, menos a los muy nuevos, que ya tendré oportunidad, pero a los naranjas… ya no creo que tenga más oportunidades.

      La sala está vacía. Me toca la mesa 56. Doy un repaso por todas las mesas a ver si conozco a alguien, como siempre, pero nunca conozco a nadie a pesar de que deben ser vecinos míos. Solo hay una mesa central. Vaya, qué raro. No hay pila de sobres. Las papeletas ya están metidas en ellos, y además abiertos, de modo que se ve en su interior el partido de la papeleta. No lo había visto nunca. Miro a mi alrededor extrañado y todos me miran.  Será porque soy el único votante ahora mismo.

      Verdes, Morados, Verdes, Morados, Morados, Verdes… ¿Y dónde están los sobres de los naranjas? Voy por el otro lado de la mesa. Lo mismo: Verdes y Morados. ¡Pero esto no puede ser! Busco un interventor de los naranjas… pero no hay ninguno. Tampoco hay de los azules ni de los rojos. Me dirijo a una mesa, pero antes de llegar cerca, me señalan al grupo de interventores que forman un corro. Son todos de los dos partidos con papeletas. Me dirijo a uno que lleva colgada una tarjeta Verde:

    ―Perdón, veo que no hay papeletas de… bueno, de los naranjas, pero tampoco…

      ―¿Es usted tibio, melifluo, suave, moderado, indeciso…? ―me interroga dando un paso al frente, pegando prácticamente su cara a la mía, como en las películas yankees.

      ―¿No es capaz de tomar una decisión? ¿Es usted de baja determinación? ¿Necesita ayuda para forjar su carácter? ―Esto me lo suelta por detrás, uno que lleva colgada del cuello una tarjeta morada y que se me ha acercado tanto que me toca el codo con su barriga. Me encuentro acorralado. Me separo de ambos, pero enseguida vienen los otros interventores y me cierran el paso en todas direcciones menos en la que llevaba a un pasillo. Forzado, entro por él. Los interventores no me siguen, se dispersan por la sala de votaciones. Estoy en el pasillo de las aulas. Son acristaladas, de modo que se puede ver todo el interior. En la puerta de la primera pone “Forjadores de carácter” en letras moradas; había dos personas dentro, supongo que votantes de poco carácter. En la segunda aula pone lo mismo con letras verdes y hay seis personas. Continuo por el pasillo en busca de una salida pero no hay ninguna, así que vuelvo a la sala de votaciones. Están todos a la suya, ya no me prestan atención.

      Decido que no me iban a amilanar. Me voy a ir a otro colegio electoral, cogeré una papeleta de los naranjas, y volveré aquí, a votar en mi mesa. Pero cuando me dirijo a la única puerta que da al exterior, los dos policías que la flanqueaban, me barran el paso en cuanto me acerco. Todos vuelven a poner su atención en mí. Poco a poco se me acercan, esta vez disimuladamente, como acortando la distancia pero sin venir directamente.

      ¡Muy bien! Pues votaré en blanco. Me acerco a la mesa central y cojo un sobre; saco la papeleta y la tiro disimuladamente a la papelera. Me dirijo raudo a mi mesa, y antes de entregar mi DNI al presidente, me dice:

        ―¿Esta vacío no?

     ―Pero ¿cómo se atreve? ¿Qué se ha creído… ―Entonces el presidente señala el techo. Está lleno de cámaras cenitales; hasta sobre la cabina de votar en secreto.

      ―¿Destruyendo propiedad pública? ―me susurra alguien por detrás. Es un interventor. Todos los demás le respaldan, formando un grupo compacto.

     ―¿Yo? ―Todos empiezan a moverse con pasitos cortos obligándome a seguir al que ha hablado

      ―¿No irá a negar que ha tirado una papeleta a la basura? Una papeleta sin usar. Destrucción de propiedad pública. ―La coge de la basura y la agita delante de mi cara, hasta que la cojo. Es una papeleta de los Morados y el que me está abroncando es de los Verdes.

       ―Pero no está rota.

     ―La ha disociado de su sobre. Así no tiene razón de ser. Enmiende su delito.

    Suena la campana. Todos se giran hacia el pasillo. De él salen los ocho alumnos que se dirigen diligentes a la mesa central; a ejercer su derecho a voto.

      Yo meto la papeleta en el sobre y me encamino a mi mesa. Voto. Me dirijo a la salida y los policías ahora me sonríen y saludan.

     Nadie me ha visto hacer un rayote con el boli en la papeleta. Creo que así se anula, pero no estoy muy seguro. No sé si mi voto vale o no, pero seguro que no he votado a los naranjas.

©Gabiliante

(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Surrealismo”)


viernes, 31 de mayo de 2024

Néfix en Mátrix

 

(Autor: ©Gabiliante)

(Tom Bagshaw)

 

      Néfix no pudo evitarlo. Una bala perdida le reventó el pecho. Cayó a tierra mientras la vida se le escapaba a borbotones por el agujero. Luego la paz imperó. Se incorporó justo para atrapar con cariño el alma que también se escapaba por el agujero. Entonces la Mátrix en que había vivido los veintidós años de su vida comenzó a descomponerse en infinidad de granos de arena que fueron cayendo formando un desierto cubierto de cielo.

      En el horizonte apareció de cintura para arriba el inmenso Hacedor.

      ―Te ofrezco mi alma. Creo haber sido… ―Pero el Hacedor había

dejado de escucharle incluso antes de empezar a hablar.

     ―Aun no te toca. ―Y le indicó con un gesto que dejara el alma sobre la arena. Cualquiera desobedecía…

      Entonces desierto, Néfix y su alma empezaron a descender en remolino. Cuando aparecieron por el otro lado del embudo el humano también se había disgregado. El Hacedor cogió el reloj de arena y le dio la vuelta. El alma se quedó sola en el desierto. Tras un momento apareció dentro de la Matriz de una embarazada de veintidós semanas, y por medio de ciencia infusa infectó el feto. Un instante después, los granos de arena empezaron a conformar una Mátrix exactamente igual que la que Néfix había conocido.

      Algo llamó la atención del Hacedor, que se desplazó a lo largo de la infinita mesa de relojes de arena que tenía a su cuidado.

©Gabiliante

(relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Tómate tu tiempo”)

viernes, 30 de junio de 2023

Pop, pop, pop...

 

(Autor: ©Gabiliante)

(Vladimir Fedotko)

 
          ―Dominas el vocabulario perfectamente y vocalizas muy bien, se te entiende todo a las mil maravillas. Solo te encuentro un defecto.
           ―Ah, ¿Sí? Bueno, ya me imaginaba. Ten en cuenta la barrera cultural. ¿Qué defecto es?
         ―Cuando popeas abres mucho la boca, y además la mantienes mucho rato abierta. Te lo digo por otras alumnas humanas que he tenido. Así en el aire no hay problema, pero cuando te sumerjas te entrará mucha agua. Los pops más cortos.
          ―Ah, bien. Lo practicaré. Tengo que decirte que para ser… bueno... que sabes mucho
         ―Es que como puedes ver mi iluminación está académicamente muy bien fundamentada…
          ―Perdona, es que aquí ha llegado…
          ―Sí. Ya lo veo…
          ―¿Puedo hacer algo? ¿Estás bien ahí? Es que los humanos solemos decir que el pez grande se come al chico… Y este…
          ―No te preocupes. Yo soy chica. Además ya lo conozco. Ahora tengo que cambiar a doctora. Este es un cerdo con una halitosis que atraviesa el vidrio, pero no viene por eso. Viene a que le dé algo para la branquitis que viene enseñando…
          ―Oye, que se va a…
          ―No, no te preocupes. No habla nuestro idioma
          ―Ah, vale. Pues entonces hasta mañana.
          ―Hasta mañana.
 
 
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Tótem”)

viernes, 31 de marzo de 2023

Las gemelas

 

(Autor: ©Gabiliante)
 
Image by- Josephine Cardin


SOLEDAD
 
         Un día, la Adela llegó al taller de escritura y tras pedirse la cerveza de rigor, mientras comentábamos los textos de la semana, soltó como quien no quiere la cosa, que le habían encontrado un bulto en el pulmón pero que estaba controlado.
 
         La Sole, su gemela, vivía en el piso de arriba. El piso de abajo donde vivía la Adela era el que tenía la terraza y donde nos reuníamos todo el grupo a veces en verano. La Sole era más introvertida pero más radical. La Adela era más sociable y más abierta.
 
       La Sole hacía muchos años que tenía EPOC y aunque la Adela hacía menos que tenía el bulto, coincidieron en el hospital cuando a la Adela se le acababa el tiempo. Aunque no era lo correcto porque una estaba en neumología y otra en oncología las pusieron juntas en la misma habitación.
 
        A pesar de que ambas habían tenido diferentes parejas, los últimos años vivieron juntas, aunque cada una en su piso. Una era el ancla de la otra. Las relaciones pasaban pero el ancla siempre era la misma. Parece ser que cuando se te muere un gemelo no es lo mismo que cuando se te muere un hermano.
 
       Cuando murió la Adela, fue la Sole la que se quedó sola. Cuando dos meses después murió la Sole, sin llegar a salir del hospital, fuimos el resto los que nos quedamos solos.
 

(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: "Humana-Mente")

miércoles, 30 de noviembre de 2022

La Ilusa

 

(Autor: ©Gabiliante)

(Ilustración- Francine Van Hove)

        Recuerdo que durante la práctica totalidad de la década en que mi edad empezaba por cero, podía atravesar el espejo. No me costaba apenas nada. A veces lo hacía sin querer, y podía encontrarme dentro sin saberlo. A la edad de seis años recuerdo haberlo traspasado incluso sin espejo. Allí me encontraba con otros niños y niñas que vivían dentro, pero también con otros, que como yo, veníamos de fuera. Me hice muy amiga de un niño de dentro, tanto, que a veces venía conmigo cuando volvía a casa. Los chicos que venían de fuera no podían salir por otro espejo, en cambio los que vivían dentro podían traspasar cualquier espejo que quisieran. Pero mi amigo siempre venía conmigo. En casa no lo veía nadie más que yo. Ni siquiera mi hermano pequeño.
 
          Al principio de la década en que mi edad empezaba por uno, me costaba más atravesar el espejo, y el problema fue “in crescendo”. Con éste que uso para desayunar muy a menudo lo conseguía. Allí me encontraba con mi amigo, pero a él, ya no le gustaba tanto jugar. Quizás a mí tampoco, pero yo siempre intentaba entrar, aunque me distraía enseguida. Me distraían otras cosas del exterior, tenía obligaciones, tengo aún, y cada vez más. Mi amigo ya no traspasaba nunca a este lado. Una vez que lo hizo, cuando apareció mamá, intentó llamar su atención, braceando y gritando. Le pregunté que por qué lo hacía, y me contestó que no lo sabía; “por probar”, dijo.
 
          Mañana mi edad empezará por dos. No me gusta este lado, y hace meses que no puedo entrar, ni con el espejo de la bandeja del desayuno. Cada día tengo más cosas que me aprietan, me agobian, me obligan, y la recompensa es tan poca. Quiero atravesar otra vez.
 
          Creo que es culpa del café. Creo que todo se aceleró cuando empecé a tomarlo. Creo que voy a dejarlo. Creo que no me deja soñar.
 
 
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés: “Descabellado”)

domingo, 21 de agosto de 2022

Por Fin

 

UN RETO: UNA IMAGEN
 
 
(Autor: ©Gabiliante)
 
 
           Por fin me he decidido. Hoy acabaré de una manera u otra. Hay una subida del río y corre desbocado. No me encontrarán en mucho tiempo, quizás nunca. Ya nada me ata. A nadie le importo. Los amigos están para las ocasiones, pero no para todas.
 
           Con vencer el cuerpo un poco hacia delante y mantenerlo rígido, esta barandilla tan baja hará el resto. El agua baja vertiginosamente; da miedo. Si cierro los ojos… Nada; la tromba de agua es atronadora; no me atrevo. La gente pasa a mi lado como si no existiera. Para las mujeres soy un fantasma. Los hombres solo me miran el culo.
 
          Si me pongo de puntillas, cierro los ojos y vuelvo intentarlo. Me inclino un poco, me pongo rígida…
 
          Y entonces noté cómo alguien me pisaba los talones…
 
          ―¿Qué haces, tía? ―Una voz de chico atiplada me regañó al oído. Pegó su cuerpo al mío, y noté sus pechos en mi espalda, al tiempo que su brazo me rodeaba la cintura. Pisó más fuerte hasta que me obligó a bajar los talones. Su abrazo era firme. Entonces su mano libre se apoyó en el dorso de la mía y la apretó con delicadeza.
 
          Por fin… A partir de entonces, todo cambió para siempre.
 
 
(Relato perteneciente a la propuesta trimestral de “Variétés”)


martes, 5 de julio de 2022

Intento De Asesinato

 

UN RETO: UNA IMAGEN
 
(Autor: ©Gabiliante)
 
 
           ―¡Hola! Me llamo Rebecca Anderson y esto es para ti. ―La niña cogió el globo―. Ten cuidado es un globo de esos tan buenos, que quieren ir al cielo antes de morir. ¿Cómo se llama tu hermana, Teresa?
 
          ―Alaaa… ¿Cómo sabes que me llamo Teresa?
 
          ―Lo pone en tu camiseta.
 
        ―Aahh... Mi hermana se llama Sam y tiene diecisiete años. Y yo tengo ocho. Sam es de Samantha. ―La hermana mayor, que la llevaba de la mano, la sacudió del brazo, como recriminándole que diera más información de la estrictamente necesaria.
 
        ―¡Hola Sam! ―Luego volvió a dirigirse a la pequeña―. Dentro de media hora podéis volver, y como habrá pasado tanto rato, haré ver que no os conozco, y os daré otro.
 
        ―¡¡Vale, vale, vale!! ―saltó la niña entusiasmada―. ¡Mira qué globos más chulos, Sam! ¡Se van solos para arriba!
 
      ―No hables tanto con extraños, y mucho menos si no vas conmigo ―recriminó Sam haciendo de hermana mayor.
 
          ―Vale, vale. Pero luego volveremos a por otro, ¿verdad? Veras cuando llegue mamá…
 
          ―De acueeerdo… ―arrastró la concesión de mala gana. Cinco minutos de feria después, era Sam quien llevaba el globo. Cuatro horas más tarde, y siguiendo estrictamente los plazos de entrega, sujetaba ocho.
 
           ―¡Mira, ahí está mamá!
 
          Tal como Teresa se soltó de la mano de Sam, la hermana mayor empezó a ascender jalada hacia arriba por los globos. Se quedó petrificada, aunque no lo bastante como para bajar en vez de subir. Cuando cayó en la cuenta de que si no soltaba aquellos inventos del demonio, se iba a meter en un lio, ya estaba a diez metros de altura. Rebecca, que contemplaba la escena desde lo lejos, no podía parar de reír, satisfecha por el éxito de su ingenioso plan. Una suave brisa empezó a soplar y se llevó a Sam al cielo. Tras diez minutos de viaje en globo, las esperanzas de la hermana mayor de que aquello bajaría por el propio peso, se vieron truncadas. El brazo ya lo tenía en distensión completa. La cuarta vez que cambió de mano, ya no podía más. Pensó en pinchar algún globo con la máquina de tatuar que llevaba en la mochila, pero cuando intentó sacarla se le cayó al vacío todo, continente y contenido. No tenía ningún otro objeto punzante. Y ya no podía más; estaba agotada. Cuando estaba a punto de darse por vencida, tuvo una idea. Haciendo uso de los ímprobos esfuerzos que requiere una situación desesperada, sujetó los globos con ambas manos, flexionó las bíceps con las últimas fuerzas que le quedaban, y consiguió atarlos al cordaje de un corpiño que se había comprado en un puesto sado-maso de la feria, y que afortunadamente, se dejó puesto tras probárselo. Soltó los brazos y se abandonó. A los treinta segundos se había dormido de puro agotamiento. Fue el sueño más plácido de su vida. Quizás un poco blando el colchón.
 
 
(Relato perteneciente a la propuesta trimestral: “Variétés”)


lunes, 6 de junio de 2022

Ligeia Y El Amor

 

UN RETO: UNA IMAGEN
 
(Autor: ©Gabiliante)
 
         
   ―Dejadme salir ―suplicaba Ligeia.
 
  ―¡Idiota! Haberlo pensado antes ―contestó Donatelo―. Además, ¿para qué quieres salir ahora? Ahora te ahogarías. Haberlo pensado antes.
 
   ―Por favor… “Perdóname…” ―Lo que primero comenzó como una súplica, luego se transformó poco a poco, casi imperceptiblemente, en la tonadilla de la canción de Camilo Sesto. Donatelo comenzó a repetirle lo de “haberlo pensado antes”, pero a medida que la música se hacía más perceptible, se fue alejando de la ventana de Ligeia. Repentinamente dio un giro de ciento ochenta grados y se lanzó a gran velocidad contra el vidrio. Unos segundos antes del impacto, Vetusta Morla se precipitó contra Donatelo en trayectoria de intercepción.
 
   ―¿Qué haces, tontolaba? ―le increpó.
 
   ―¿Eehh…? ―contesto sorprendido Donatelo, confirmando el apelativo.
 
   ―Has estado a punto de reventar la ventana.
 
   ―¿Quién? ¿Yo? No, yo no…
 
   ―Calla, tontolaba ―cortó tajante Vetusta Morla. Donatelo tuvo que pagar el roscón de Reyes para los restos― Menudo vigilante... Y tú tranquila que mañana es el juicio  ―terminó dirigiéndose a Ligeia.
 
   
   En la Corte Suprema de los Inframares, tras una larga sesión de declaraciones de testigos, el Juez dictó sentencia:
 
    ―Srta. Ligeia. Tras haber quedado demostrada su traición al mundo submarino, queda condenada a tres años de reclusión en la habitación que le fue asignada. Asimismo se la condena a la privación del uso de la cola, de la que no se le privará, pero que deberá mantener guardada en su baúl. Esta Corte espera que de este modo aprenda que el trato con pescadores humanos está terminantemente prohibido, y mucho más la revelación de la ubicación marítima, tanto de bancos de pesca, como de ponederos de huevos de tortugas, como de especímenes concretos, que por sus particularidades resulten atractivos a los humanos.
  
   El tercer día de reclusión, Donatelo volvió a pasar cerca de la ventana y Ligeia volvió a entonar; pero esta vez no volvió a rondar por allí Vetusta Morla.
 
   Con la ventana hecha añicos, la sirena abrió el baúl, se calzó la cola, y nadó al encuentro de su amor, el capitán Ahab.
 
(Relato perteneciente a la propuesta trimestral de “Variétés”)

martes, 31 de mayo de 2022

El Traspaso


(Autor: ©Gabiliante)
 
   No fue fácil abandonar el negocio, pero la oferta de traspaso llegó. Llegó por una cuarta parte de lo que costó montarlo hace cinco años, pero llegó. Algunos del entorno querían que llegara, otros querían que no, otros la ansiaban, y algunos no sabían lo que querían. El caso es que llegó, no sé si lo he mencionado antes.
 
    Luego llegó la parte aparentemente secundaria que era desalojar la sede del negocio. Un amigo de la dueña le permitió guardar en otro local todo lo que de allí salió, que no fue poco, tanto de cosas materiales como de inmateriales, la mayoría de estas últimas en forma de ilusiones perdidas, inacabadas, inalcanzadas, fútiles y derrotadas por el paso del tiempo.
 
    De las estanterías y de los lugares más recónditos, fueron saliendo los restos arrinconados de aquellas ilusiones, en orden inverso al que habían nacido. Y finalmente también salieron ilusiones traídas como restos de otros negocios, también derrotados, no solo por el tiempo, algunos con ayudas externas, generalmente personas, por llamarlos de alguna manera.
 
    Tó pá ná.
 
    Tras múltiples peripecias administrativas, la ex dueña del negocio se jubiló, pasando así a formar parte de la élite de los que reciben una pensión por hacer lo contrario de lo que había hecho toda su vida hasta entonces.
 
La satisfacción de haberlo luchado es la cicatriz
más férrea de todas nuestras heridas.
 
 
(Relato perteneciente a la propuesta: “No Fue Fácil”)


lunes, 31 de enero de 2022

El Porqué De Todas Las Cosas

 

(Autor: ©Gabiliante)

ALGO QUE HACER

      
     Este es el último de los propósitos; el más duro, por eso lo he dejado hasta el final, por lo que, de bajada de pantalones supone. Pero es que ya he aguantado más de lo que puedo. Uno es autónomo y la bajada de ingresos es la bajada de ingresos. Los amigos, no es que me estén haciendo el vacío, y tampoco es que vaya mal de dinero, pero la incomodidad y la presión es insoportable.
 
     Bueno, insoportable no es. Hasta ahora las he soportado, así que ¡a tomar por culo! ¡Que se jodan!
 
     Si no me quieren, que les den… peor para ellos. Que contraten a los cuatro mindundis que se han bajado los pantalones, aunque no lo reconozcan.  Con mi familia y mis amigos tengo bastante. Y la cola… ¡que la haga su puta madre!
 
 
    ―Pero ¿cómo que te has ido? Ya lo habíamos hablado. Da igual que tengas razón. Ya sé que tu cuerpo es tuyo y haces con él lo que quieras. Que no pueden obligarte a profanarlo, o como lo quieras llamar. Que no perjudicas a nadie… pero todos creen que sí. Y tu libertad ya sabes donde puedes metértela. Ya conozco todas tus razones y estoy de acuerdo con ellas, pero te las puedes meter en el mismo sitio que tu libertad. ¡Les están haciendo el vacío a tus hijos también, no solo a nosotros! O si no, te retiras y te sales de los medios. No quieres, ¿verdad? Pues vuelve a la puta cola. Y no me hagas cabrear ¡¡Hostiaputaya!!
 
 
      Joder, me sale con los críos y me tengo que callar. Es que no es justo. Se trata de la libertad individual de cada uno. Se empieza por esto y luego no sé sabe… ¡Hostiaputa! ¡Hay como doscientas personas más que antes! Pero la gente…
 
     ―¡¡Hola!! ¡Anda! Pero ¿qué hace usted en la cola? ¿Me firma un autógrafo, por favor?
 
    ―No, no. Me confunde usted con otro. ―Hasta con mascarilla me reconocen. Aún me tendré que poner la capucha. Y ¿qué coño de “porque estoy en la cola”? La gente se cree con derecho a decirte donde puedes y donde no puedes estar. Igual que los otros… ¡Que yo no soy antinada! ¿Es que soy antisemita por no ser judío? ¿Es que soy anticiclistas porque no me gusta ir en bici? ¿Soy racista por ser blanco? Es que no sé porque me tengo que bajar los pantalones en esto… No soy nada de todo eso pero tampoco soy libre. Al final ¿sabes qué? Me retiro y le dan por culo a todos… estoy hasta los cojones de esto… Ah, no… ¿qué coño? Si será eso lo que…
 
     ―¡Vaaa, tío! ¡Que te toca…! Tol rato renegando, ahí por lo bajini… ¡Venga, que hay más gente esperando…!
 
       ―Vaaale, ya voy…
 
      ―No, caballero. No hace falta que se baje los pantalones. Esta se clava en el hombro.  
 

(Relato perteneciente a la propuesta: "Propósitos")


miércoles, 31 de marzo de 2021

Los Muertos


(Autor: ©Gabiliante)

Mosaico:

Secuencia: "Los muertos"
John Huston


      Greta se queda petrificada mientras baja por la escalera, al escuchar una antigua canción, bellamente cantada en otra estancia, por un tenor invitado a la cena que acaba de concluir.
 
        Gabriel, su esposo, la espera al pie de la escalera, pero ella no continúa bajando; más bien, palidece consumida por un dolor creciente, cubierto su pelo, con un pañuelo blanco, enmarcada su cara, en la vidriera catedralicia de una puerta que hay tras ella. Todo se ha parado hasta que termina la canción: La chica de Aughrim. Luego, todo se reanuda, pero Greta ya no está. Coge del brazo a su marido y se dirigen al hotel en un carruaje, mientras la nieve cae sobre la noche y sobre todo lo que abarca la vista. Él intenta entablar una conversación pero Greta sigue ida.
 
       En el hotel, finalmente Greta deja ir la congoja que le atenaza el corazón y la garganta. Cuenta una historia de su adolescencia. Conoció a un tal Michael Furey, un niño de delicada salud, que siempre cantaba la canción que hacía un rato, había despertado sus recuerdos. Vivían ambos en un pueblo llamado Conway…
 
            ―¿Estabas enamorada de él?
 
        ―…paseábamos por el pueblo y por los bosques. El pobre Michel estaba ya enfermo. Me tenía mucho cariño y yo disfrutaba mucho de su compañía…
 
           ―¿Estabas enamorada de él? ―seguía preguntándome.
 
          ―…Si hubiera estado más sano, seguro que habría estudiado canto. Empeoró de salud, y ya no podíamos ir a pasear. Más tarde ya no me dejaban ni ir a verlo…
 
          ―¿Por eso querías ir el año pasado a Conway de vacaciones? ¿Por ver si te lo encontrabas? ―me preguntaba, haciendo un alarde innecesario y ridículo de celos, por un episodio ocurrido hace ya más de veinte años. A ver qué dice cuando le cuente que está muerto…
 
          ―…Eso fue ya en invierno. Yo tenía que volver a Dublín y quería despedirme hasta el año que viene, pero no me dejaban. Y decidí enviarle una carta explicándoselo y deseando que mejorara. La noche anterior a mi partida, mientras en mi habitación preparaba las maletas, en medio de la torrencial lluvia, pude escuchar una pedrada en el vidrio de la ventana; tirada suavemente, como era él. Me asomé y allí estaba el pobre de Michael Furey, calado hasta los huesos, sentado en una piedra del jardín. No pude apartarme de la ventana ni dejar de clavarle la mirada con todo el cariño de que era capaz durante al menos un minuto. Cuando reaccioné, bajé para decirle que se fuera a casa, que ya nos veríamos el próximo… pero ya no nos veríamos más; al cabo de cinco días murió, y murió por mí , por mi culpa… ―Y rompió a llorar como nunca le había visto hacer. Repetía lo de la culpa una y otra vez. Se levantó de la silla y se lanzó sobre la cama, boca abajo, mientras seguía llorando desconsolada. Me senté a su lado para intentar calmarla. Creo que nunca había visto llorar Greta. Greta no lloraba nunca. Creo que no hubiera llorado aunque le hubieran cortado la mano con un serrucho. En cambio, ahora… por una canción se desata este torrente de emociones. Lloraba y se hundía en la cama hasta casi desparecer, dentro del colchón, mientras su cabeza y su vestido seguían visibles. No conozco a Greta. Llevo quince años conviviendo con ella, todos los días, y no la conozco. ¿De dónde ha salido esto? ¿De qué profundo y recóndito lugar de su corazón?  No lloraba así por pena, ni mucho menos por remordimiento. No se llora así por eso. Lloraba por amor. Amor por alguien con quien paseaba en la adolescencia.  Si mañana me muriera yo, no creo que llorara por mí así. No creo que sienta por mí así. Ni creo que yo sienta así por ella. No creo que haya sentido así nunca por nadie; ni creo que lo vaya a hacer en el futuro.
 
         Ya no llora. Se ha dormido mientras yo la miraba. Ahora me viene a la cabeza el ridículo discursito que he soltado durante la cena, como hago cada año. Aunque cuando mencioné a los muertos, no me refería a el pobre de Michael Furey. Cuando la tía Julia cantaba en la celebración previa a la cena, y se le inundaban los ojos de lágrimas, pero sin llegar a derramarlas, pensaba sin duda en su difunto marido: “el general”, como todos le llamaban. Decían que fue un héroe; guardaba de él todas sus condecoraciones, adornando todas sus fotografías gloriosas; estaba tan orgullosa de él… No sé si en algún otro momento del año lo rememoraba con tanta intensidad como este día, que celebramos juntos todos los años.
 
       También recuerdo a mi otra tía, Kate, cuando hablaba del tenor “Parkinson”, un tenor de no demasiado renombre, pero al que ella recordaba, mirando al techo con los ojos húmedos, entrelazando las manos apoyadas en la mesa mientras se hacia el silencio durante unos segundos. Una emoción impropia de la admiración artística. Otra historia no contada nunca. A estos muertos me refería.  Pero sin duda había más gente a la mesa de la que yo creía. Cada uno lleva consigo sus propios muertos.
 
         No para de nevar. Nieva sobre todo. Sobre la gente que se apresura a volver a casa, y sobre los que ya están en ella. Todo es blanco en esta noche negra, manchada de algunos amarillos de gente como yo, que mira por la ventana como cae la nieve. Veo desde aquí el cementerio. También nieva allí. Allí están “el general” y “Parkinson” y mis padres y los de Greta. Hoy nevara también, muy especialmente sobre la tumba de “el pobre de Michael Furey”, esté donde esté. ¿Cuánta gente habrá debajo de ese manto de nieve? Cuántos muertos, sean de quien sean. Cuantos recordados… la mayoría olvidados, porque ya están también muertos los que los recordaban. Cuantas historias, contadas y no contadas, que no se contaran jamás, desde que hay historia y antes aun. Y cada uno creyó ser el más importante para otros y para sí mismo. Y ahora apenas queda nada. Y nosotros somos iguales. Qué poco importamos. Qué poco variará la historia del cementerio, cuando allí nos lleven. Qué insignificantes somos ahora que estamos vivos, y qué poco importaremos cuando estemos muertos. La nieve seguirá cayendo sobre todos.  
 

(Relato perteneciente a la propuesta: "Secuencias")


domingo, 28 de febrero de 2021

La Zona Del Hipocampo


(Autor: ©Gabiliante)

Imagen: Christian Schloe

   
Marina se había ahogado. Es lo que pasa si una sobreestima su capacidad de apnea. Cuando despertó estaba tendida en el fondo del mar, agarrando sin fuerza unos corales. Le dio la impresión de que si los soltaba ascendería sin esfuerzo. No respiraba pero tampoco le faltaba el aire. Se sentía como borracha; en ese punto álgido antes de que te entren las náuseas. No había luz debido a la profundidad a la que se encontraba. Dadas las circunstancias, no estaba tan preocupada como pudiera sospecharse, aunque tampoco sabía el porqué. Decidió soltarse para ascender, pero contrariamente a la lógica que en aquellos momentos dominaba su cerebro, siguió tendida en el fondo del mar. Lo que sí notó al abrir la mano fue el aleteo de algo vivo en su palma, y un inmenso dolor en el pecho, comparable a la presión que ejercería un camión pasando sobre ella. Instintivamente volvió a cerrar el puño, con la rapidez de un reflejo, pero con el cuidado con que cogería a un canario. La presión cesó. Ya más tranquila, y viendo que iba a tener que poner de su parte para salir de allí, se incorporó, saltó y comenzó a bucear con una mano abierta y otra cerrada, sin más referencia que ir hacia arriba. Cuando las fuerzas le empezaron a fallar y ya se veía claridad, aquello que llevaba dentro del puño empezó a tirar de ella hacia arriba. Cuando salió a la superficie, notó un tremendo golpe en el pecho, y por un segundo, le vino a la mente la imagen de un quirófano boca abajo. Aquel impacto de volver a respirar dejó en segundo plano, la noción del estremecimiento que sufrió el ser que llevaba en la mano. La abrió y vio un caballito de mar que con dificultad, conseguía sobrevivir fuera del agua. Volvió a cerrar el puño con suavidad lo metió debajo del agua, y ya con menos urgencia, empezó a buscar su barca, sin éxito. Tras unos minutos, Marina empezó a ponerse nerviosa, temerosa de que después de haber hecho lo más difícil, muriera de inanición por no poder llegar a tierra. Entonces, el pececillo que llevaba en la mano empezó a tirar suavemente de ella en una dirección. Luego se paró y tras unos segundos de vacilación, cambió levemente el rumbo, y tiró con más decisión.
 
     Una vez en la arena de la playa, volvió a abrir la mano y  esperó hasta que el pececillo muriera, cosa que no hizo. Únicamente vio como el pez se agitaba, pero no dando los estertores previos a la muerte, sino más bien, como un perrillo agita la cola al ver a su amo. Marina comprendió en ese momento a quien debía la vida. Le rogó a un bañista que le dejara hacer una llamada desde su móvil y pidió a su novio Terrence, que viniera a buscarla. De vuelta a casa pasaron por un tienda de peces tropicales, compró una pecera de tamaño discreto y encargó el acuario más grande que tuvieran. Preguntó por el modo de mantener los caballitos de mar:
 
    ―¿De qué especie? ―preguntó el especialista en peces tropicales que los atendió.
    ―De esta ―contestó Marina abriendo la mano, y haciendo patente su ignorancia y su incapacidad de dar detalles. El caballito de mar seguía moviéndose.
    ―Uy, ¿es salvaje? No le va a durar ni una semana.        
  ―Entonces, el especialista en peces tropicales e hipocampos tomó conciencia de que lo traía en la mano y que esos bichos no duran ni un minuto fuera del agua―. ¿Pero cómo es que está vivo? ¿Me lo deja…
    ―No ―cortó Marina―. Prepáreme lo que necesitaría para mantener uno de los suyos en la pecera pequeña, y póngame en el pedido lo que necesite para el acuario grande.
    ―Pero ¿qué coño es eso que llevas en la mano? ―preguntó Terrence, que no era muy de peces, y al que no había contado durante el viaje nada de lo sucedido― ¿Se te va la castaña? ¿Sabes lo que es dos metros y medio por un metro? ¿Y cómo coño está vivo eso? ¿Dónde vamos a poner semejante monstruo? Y ¿se puede saber…
    ―Que ya está decidido ―contestó Marina con displicencia, dándole la espalda, harta ya de tanta pregunta. Terrence desapareció.
 ―Aquí tiene ―anunció el especialista en peces tropicales e hipocampos―. Perdone mi insistencia pero no entiendo…  ―Marina echó el caballito al interior de la pecera llena― …pero ¿cómo puede ser… ¿Usted también… ―empezó a preguntar buscando a Terrence― ¿Y su compañero?  ―Marina se giró. Terrence no estaba.
    ―No sé ―contestó con cierto asombro, mientras cogía la pecera para tentar el peso.
     ―Me debe trescientos treinta y cinco euros.
    ―Espere un momento ―dijo Marina dándose la vuelta para ir a ver si veía a Terrence. En ese momento, el especialista en peces tropicales e hipocampos desapareció. Marina se acercó a la puerta de la tienda y vio a Terrence sentado en el coche. Volvió a girarse hacia el mostrador, pero estaba sola―. ¡Oiga…! ¡Oiiga…! ―No había nadie en toda la tienda. Salió, metió la pecera en el maletero y se subió al coche.
     ―¿Qué hacemos aquí? ―preguntó Terrence como caído del cielo.
     ―¿Por qué te has ido?
     ―¿Que yo me he ido? ¿De dónde? Lo último que recuerdo es recogerte en la playa.
      ―Vamos para casa
      ―Pero es que no sé dónde estamos…
    ―Tira recto que luego la calle va girando a la derecha y volvemos a salir a la Meridiana.
 
    Estuvo toda la noche mirando en internet y empapándose  de todo lo que conociera el mundo sobre los hipocampos o caballitos de mar. De vez en cuando esbozaba una sonrisa. Por la mañana, metió la mano en la pecera y sacó al bicho. Seguía moviéndose la mar de contento. Terrence seguía durmiendo como una piedra.
 
    Aquel día era su cumpleaños, Marina entró en una tienda de móviles y pidió el más caro de todos:
 
   ―Deme el móvil más caro que tenga. ―Después de las pertinentes explicaciones, y de pedir que se lo envolvieran para regalo, lo cogió con la mano derecha. La izquierda sujetaba al pez, metida en su correspondiente bolsillo. Entonces se  metió el móvil en el otro bolsillo. El especialista en smartphones, alarmado por la rapidez del movimiento y por la mirada escrutadora que Marina no apartaba de sus ojos, se apresuró a anunciar su precio:
 
  ―Me debe mil trescientos treinta y cinco euros. ―Marina sonrió levemente. Había llegado el momento de demostrar la teoría que había elaborado durante la noche. Se dio la vuelta y el especialista en smartphones desapareció. Volvió a girarse hacia el mostrador, confirmó que estaba sola en la tienda y se fue con su regalo de cumpleaños en un bolsillo y el del día anterior en el otro.
 
    Estaba entusiasmada con la simbiosis que había establecido con el caballito de mar. Durante la noche anterior había aprendido en internet, que el hipocampo es la zona del cerebro humano encargada de consolidar la memoria. También había aprendido que los hipocampos, cuando se ven amenazados, se dan la vuelta esperando que el problema desaparezca. Los hipocampos no tienen hipocampo, de modo que cuando se dan la vuelta, ya no se acuerdan de que detrás hay algo que se lo va a comer; se ahorran la angustia y el miedo previos a la muerte. Solo tienen memoria para una cosa: son monógamos; y este, ya había encontrado su pareja. Normalmente, el truco de darse la vuelta no funciona, y son devorados por sus depredadores, pero la simbiosis con Marina había perfeccionado la táctica.
 

(Relato perteneciente a la propuesta: "Una Idea")


Gracias por tu visita y tu compañía... ©Gin

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