Hola cómo dicen que les va?
Nos hemos levantado con ganas de hacer propuestas.
La nuestra es que aquellos y aquellas que quieran, escriban un texto de no más de 400 palabras, que contenga "Me acuerdo" en el comienzo de cada uno de sus párrafos.
Este que van a leer a continuación, es el que escribí yo para esta oportunidad.
Damos comienzo a esta serie de divagues que como tales, si no tiene cómplices no resultarán divertidos. Sabemos que les encanta participar, así que esperamos que nos dejen sus links para que corramos a leerlos y compartirlos.
Tienen tiempo hasta el próximo martes:
VAMOS, ANÍMENSE: "ME ACUERDO..."
Aquí va el mío.
"Quando spunta la luna a marechiare " (Rosana)
Me acuerdo del día en que mi papá le dijo a mi mamá que él también se quería ir a “hacer la América". Mi madre era de armas tomar, pero ese día enmudeció y sólo pudo recoger lágrimas y mocos enjugándolos con pañuelitos de lino blanco con festones de hilo de seda.
Mi hermana y yo espiamos la escena detrás de la escalera. Habíamos ido al altillo a buscar papas y cebollas y nos habíamos quedado mirando por la ventana el mar intensamente verde. No estaba sereno y eso era muy curioso, porque justamente, el Adriático a esa altura es como un manto color esmeralda en el que se traslucen las piedras.
Me acuerdo de que ese día el mar estaba embravecido, tan embravecido como mi madre. Estuvo horas y horas sin emitir sonido alguno, solo lágrimas y dientes muy apretados que crujían de vez en cuando.
Me acuerdo de mi casa de tres plantas, con sótano y altillo; las paredes exteriores pintadas de un tenue amarillo con las aristas blancas. Grandes ventanales que daban al mar, me permitían soñar con que me iba hasta el horizonte embarcada en los pequeños pesqueros que partían de madrugada y volvían llenos de frutos de mar exquisitos. Las redes tendidas sobre las piedras, el salitre carcomiendo todas las partes de hierro y los pescadores separando con paciencia los trofeos, para luego, ponerlos en los carritos que cargaban sus mujeres y así, ir vendiendo por el pueblo pescado fresco.
Me acuerdo que mi padre se salió con la suya y un buen día se embarcó hacia Argentina y quedamos mirando desde la puerta cómo se alejaba hacia la estación del tren que lo dejaría en Génova y embarcarse con otros que como él, dejaban solas a sus mujeres, rotas en pedazos, humedecidas por las lágrimas, vestidas de negro desde antes de que algo sucediera, por las dudas.
Los llantos invadieron mi casa, y el silencio se apoderó de mi hermana, que alcanzó a decir "ciao babbo" y las palabras se le escondieron vaya a saber a dónde, hasta tres años después. Mi paisaje había cambiado, apenas si nos habíamos repuesto de las esquirlas de la guerra, que de golpe se nos hizo de noche nuevamente. Eran demasiadas las lágrimas y demasiados ruidosos los silencios, así, que con furia me subía a la bicicleta y me alejaba hacia las inmediaciones de Ancona. Subía con muchísimos esfuerzo las colinas hasta donde se veía la cúpula de la "Madonna de Loreto" y ahí en la cima, recuperaba la niñez.
Nosotras no iríamos todavía, mi nonna estaba enferma y mi madre había jurado que no partiría hasta tanto cuidar a su madre hasta su último respiro y en mi inconciencia adolescente, mi nonna era inmortal, la heroína que me estaba salvando de la partida hacia no sé que tierras prometidas.
Me acuerdo de que la nonna perdió su capa una madrugada fría en que la nieve tapó la esperanza del mar; aquella mujer que iba a salvarme del desastre, se había encaprichado y había dejado de respirar y a mi la cabeza me daba vueltas y vueltas: quería llorar su partida y a la vez, quería gritarle que por su culpa, seguramente tendría que abandonar cada uno de los objetos que hacían que fuese yo misma.
Las cartas iban y venían en intervalos de casi un mes cada una. Sabíamos que mi padre escribía "estoy muy bien", pero la tía Pepina, que ya estaba instalada en el barrio de La Boca, en sus cartas escribía: "No tarden en venir, el que está acá es tu marido y es hora de que te vengas a hacer cargo"
Mi madre apretaba muy fuerte ambas cartas; seguía apretando los dientes; soltaba lágrimas de extrañamiento por su madre y fuertes alaridos reprimiendo las ganas de salir corriendo y agarrar a mi padre por los pocos pelos que le iban quedando, así que un buen día nos miró a las dos y sin anestesia - bien a la usanza nostra - dijo: a fin de mes nos vamos.
Me acuerdo que ese día no podía razonar lo que hacía; solo recuerdo los pies mojados pateando piedras hacia el mar; el vaivén de las olas, la espuma acariciándome las pantorrillas, el horizonte incendiado por el amanecer y un grito sordo de una voz desesperada que venía desde la rambla. Me quedé muy quieta, sabía lo que seguía, en cuanto la palma de la mano de mi madre tuviese a su alcance mi mejilla, la acercaría en un gesto seco y rápido para estamparme la bofetada que hacía rato no me daba. Como siempre que eso sucedía, lloramos las dos y las lágrimas se fueron fundiendo con la espuma. Nos sentamos en las piedras. Me abrazó fuerte y sin soltarme dijo: llevémonos el mar estampado en los ojos, difícilmente lo volvamos a ver.