Hoy me uno a la propuesta de LA TRASTIENDA DEL PECADO . Allí nos han desafiado a escribir un relato que contenga una palabra prohibida, una palabra que tendrán que adivinar los lectores. Me encantó el desafío y me decidí a participar.
La propuesta juevera de La trastienda del pecado |
Sin atreverse a nombrarlo
(por Rosana)
Nunca sintió esa casa como propia. A pesar de que sus padres transcurrieron allí varios años, no era la casa donde había nacido. Era simplemente eso: la casa de sus padres, a donde iba visitarlos, y durante los últimos años, a cuidarlos.
Siempre había sido una niña llena de dudas, de vacilaciones, necesitada de compañía para hacerlo todo, lo que sea. Su madre la había criado con demasiadas cuestiones que le hicieron desconocer la seguridad. Esa casa no era la suya y tenía que volver a entrar sola. Tenía que tomar las pertenencias que siempre veía, que miraba al pasar, sin importancia y tenía que seleccionar qué iría a parar muy lejos, con qué se quedaría y qué le daría a su hermano.
No esperó mucho tiempo después de que ellos ya no estuvieron allí. Cualquiera que la conociese hubiese pensado que con su carácter débil, sus vacilaciones, sus persecuciones, jamás podría llegar, caminar por el parque, tomar el ascensor, colocar las llaves y dar el primer paso. Tal vez todo lo que se dijo era lo más fácil, lo peor era cerrar la puerta y quedar adentro llena de todos esos sentimientos que no se atrevía a bautizar porque se había prohibido decirlos, ponerles nombre. Entrar y decidir. Tomar cada una de las cosas, evocar el momento en que ellos las usaban, saber cuánto las apreciaban y ahora tomar la decisión.
La niña que no podía decidir nada, sin compañía mediante había crecido. La vida la había hecho evolucionar de golpe y todos esas sensaciones que no dejaban que avanzara, solamente le provocaban trabas que no estaba dispuesta a permitir.
La casa estaba vacía de sus padres. No hervía el caldo de verduras casero sobre la cocina, ni había un centenar de ollas lavadas porque su madre había preparado el almuerzo, ni se oía el rítmico ruido de la rueda del pedal de la máquina de coser. La radio ya no cantaba ningún tango, ni el volumen de la televisión aturdía a todos los del edificio: su padre estaba cada día más sordo y el sonido de la tele cada vez se hacía para él, más lejano.
Pensó: ahora son objetos sin sentido, ya no tienen significado para nadie, más que para los que no están. Se sentó, se preparó un mate, meditó en silencio. Se levantó, tomó varias bolsas y con una energía diferente que emanaba del poder tomar decisiones por si misma, comenzó a colocar cada una de las cosas para deshacerse de ellas.
El ahogo y la desesperación que la soledad le provocaban, también fue a parar a las bolsas. Todo se los había dado en vida, los había cuidado hasta sentir dolor y también la paz que da el deber cumplido; las cosas son cosas al fin.
Tomó las llaves abrió la puerta y salió al palier con la vida llena de otros sentimientos, pues aquel que había sentido por tantos años se había ido.
Solos llegamos y solos nos vamos. Lo difícil es aprender a vivir en soledad la transición entre esos dos momentos.