Quizá sean los momentos de mayor inestabilidad y convulsión social aquellos en los que el teatro sea más diverso y enriquecedor. Por supuesto que, sin duda alguna, también más necesario que nunca. En situaciones como las actuales, en los que muchas compañías asentadas en los años de riqueza pasan penurias por el dinero que les adeudan las administraciones locales y regionales, la desaparición de las subvenciones y la falta de una debida planificación en red de la cultura española (que nunca interesó de verdad a los políticos responsables y, a veces, ni siquiera a los profesionales que conseguían acaparar los puestos de relumbrón), surgen otras con fuerza cuyos componentes tienen una sólida formación, experiencia probada y una voluntad que les hace resisitir a cualquier desánimo. No son los grandes medios los que hacen el teatro sino las buenas propuestas y la honestidad en su resolución.
Si hiciéramos una estadística, nos sorprendería cómo en España se han formado en estos últimos tiempos compañías teatrales en todas las provincias con un nivel más que digno y en un número considerable. Sus componentes no son nuevos en esto: desde hace tiempo luchan por un espacio que les estaba siendo difícil de obtener porque era demasiado el peso de las compañías consolidadas en esas provincias y que solían acaparar -casi en monopolio- la atención de las instituciones y de los medios de comunicación, dificultando no solo la programación sino la mera existencia de otras propuestas. Cuando el sistema se cae, resulta que hay más hueco porque hay menos dinero. Parece una contradicción, pero siempre ha sido así. Sucedió, en España, tras la muerte de Franco. En todas las ciudades con cierta importancia se contaban varias compañías teatrales de aficionados o semiprofesionales y alguna empresa dedicada a la gestión de espectáculos. Todo ello se fue reduciendo en las épocas de abundancia y libertad si no en el número, sí en la presencia de estas compañías de la forma en la que merecían. Curiosamente, desde hace un par de años, en muchas ciudades españolas las salas vuelven a programar compañías locales. Y no esporádicamente, sino agrupadas, dándoles una visibilidad que, de pronto, llama la atención.
Junto al número de compañías y su calidad media, otro interesante fenómeno: lo que programan es mucho más variado y las propuestas suelen contener, junto a títulos inevitables, propuestas más arriesgadas que antes.
Estos días, en Valladolid, se programa en la entrañable Sala Borja -entrañable no es un elogio a sus condiciones técnicas, por supuesto, sino a lo que supone para la memoria de la ciudad y la capacidad de ofrecer una conexión cercana con el espectador- una oferta teatral de este tipo que me ha hecho pensar en lo que yo viví en esa ciudad en los años ochenta: una ebullición de propuestas escénicas que suponían un germen, una actitud, una forma de entender el teatro que reflejaba una sociedad comprometida con la cultura. Gracias a la crisis, este tipo de compañías vuelven a tener una visibilidad que nunca deberían haber perdido.
Teatro de la Crisis nos propuso el pasado viernes 31 de agosto, en este contexto, una revisión -estrenada el 16 de junio en el teatro municipal de Geria- de Alguien voló sobre el nido del cuco, la excelente novela de Ken Kesey escrita en 1962, adaptada ahora para la escena por Gerardo Moreno, en un montaje dirigido por Pablo Rodríguez.
La novela del norteamericano, todo un clásico ya de la etapa inicial del postmodernismo, fue llevada al cine con éxito por Milos Forman en 1975. La película de Forman cambiaba algunos aspectos esenciales del texto narrativo -como el punto de vista desde el que se contaba la historia- y se centraba demasiado en la actuación de Jack Nicholson que vio en el papel la oportunidad para desplegar todos sus excesos actorales sin que el director quisiera o pudiera impedirlo. Por eso es acertada esta propuesta de Teatro de la Crisis, que se olvida de la película para volver a la novela. No es la primera vez que se adapta la narración. Ya lo hizo con acierto Dale Wasserman en 1963 (texto traducido y montado en España hace unos años por la compañía Réplika teatro). Gerardo Moreno y Pablo Rodríguez nos ofrecen un texto aun más escueto, con menos personajes y menos anécdotas, en el que todo se centra en lo esencial: la lucha entre el individuo y la sociedad, las diferentes formas de afrontar la imposición de unas normas que nos obligan a transitar por lo políticamente correcto aunque esto vaya en contra de uno mismo y suponga la alienación completa.
Al recuperar acertadamente el punto de vista inicial del texto, no se convierte al personaje de Mc. Murphy en el centro de la acción verdadero -como sí ocurría en la película de Forman-. Recordemos que Mc. Murphy no deja de ser un criminal que ha querido ingresar en el psiquiátrico para evitar la cárcel, con lo que, a pesar de su arrolladora personalidad y de ser el aparente centro argumental, plantea problemas éticos para comprenderlo como un héroe en lucha contra un sistema opresor. En efecto, tanto en la novela como en la adaptación de Gerardo Moreno, el conflicto es la recuperación de la consciencia del Jefe Bromden, de su identidad y de su conciencia de libertad. Mc. Murphy -liberado de Jack Nicholson- es solo el reactivo necesario. Solo así comprenderemos el texto de Kesey quien, inserto en el origen de la postmodernidad, celebraba la reconstrucción del individuo en lucha contra una sociedad que lo simplificaba y calificaba en función de su obediencia a las normas sin cuestionarlas. Nada más actual, por otra parte. Es significativo que en un momento como el actual en el que la ideología neoliberal no tiene ninguna otra que pueda frenarla debamos recurrir a revisitar textos esenciales del inicio de la postmodernidad.
Los actores que participan en el montaje componen un conjunto equilibrado y, sobre todo, se alejan de fáciles comportamientos en los que se suele caer cuando se trata de personajes encerrados en un psiquiátrico. Aunque el conjunto es muy coherente, quiero destacar aquí la actuación de Gerardo Moreno como Mc. Murphy, la de Charo Charro en el difícil papel de la rígida Enfermera Ratched -que representa al poder absoluto y alejado de toda duda- y la de Pedro García, que compone un extrarodinario Harding.
La escenografía es funcional y adecuada, nos sugiere lo agobiante de las salas del psiquiátrico pero permite también sugerir la felicidad de una excursión fuera de los muros de la institución.