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lunes, 24 de octubre de 2016

No es la Historia es el tanque


Releo a Manuel Vázquez Montalbán. Sin razón aparente tomé Praga de mi biblioteca -es curioso, qué pocos saben hoy que Vázquez Montalbán fue un excelente poeta y a qué pocos les importan estas cosas en esta España que no lee, que no lee de verdad, que ni siquiera quiere leer de verdad y se limita al trampantojo de la lectura, de escritores que tampoco leen y descubren la literatura al cuarto o al quinto libro que escriben o nunca- y abrí al azar el poemario:

Nacer en Praga en 1883
significaba ser súbdito
del imperio austro-húngaro
Francisco José despilfarrador de la Historia
Sissí madre de hijos asesinables
finalmente dinamitada
                                por un anarquista consecuente

Habla el poeta de Kafka, nacido en ese año de 1883:

Kafka por parte de padre
Amschel por parte de madre
comerciantes que jamás leyeron a Kafka
niño con ganglios y terrores precoces

Es un poema que indaga en la biografía y personalidad de Kafka en medio de una historia convulsa, un poema que duda de la interpretación que va construyendo el mismo poema hasta ese excelente final:

                                       aunque todo es posible
en un hombre que pidió la destrucción de sus obras
al único judío que no iba a hacerlo.

La biografía se hace con la vida pero no se explica sino en la historia. ¿Qué significará nacer hoy en esta Europa tan temerosa de las consecuencias de sus propios miedos, tan hostil contra las consecuencias que su forma de vida causa en los otros, que llaman a todas las puertas? ¿Cuál será la historia de una biografía de un niño nacido hoy, 24 de octubre de 2016, en una ciudad pequeña de España -Soria, por ejemplo, Plasencia, por ejemplo, Medina de Rioseco-, cuál será su final y si tendrá alguien que destruya sus obras o no le haga caso? ¿De quién será súbdito o recuperará la condición de ciudadano? Sigo leyendo todas las certezas en las dudas de Praga:

no hay lenguaje sin metáfora
muerte es la metáfora de la nada
no es la vida es la rosa
no es la Historia es el tanque
ni siquiera Praga es Praga
ni siquiera
                propiamente
                                   una sinfonía que sobraba

No devuelvo el libro al estante. Lo pongo en la mesilla de noche para que me acompañe estas noches que se agrandan -no hay lenguaje sin metáfora- y que achican esta luz hora a hora, como el caminar persistente de un pelotón de soldados a los que ya no les hacen falta ni las armas.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Kafka tenía razón


Kafka tenía razón: nos levantamos como escarabajos. Sólo algunos logran acostarse como seres humanos.

jueves, 21 de febrero de 2008

Miedo a desconocerse en disolución de verde licuado

La Acequia, en gran medida, nació como reflexión sobre la destrucción de la identidad individual y colectiva que se dio en el siglo XX y aun continúa. Ayer hablaba del miedo a perder el sentido de pertenencia al mundo que nos rodea, con el suelo que pisamos. Pero hay un miedo que a algunos les atenaza más. El miedo a desconocerse a sí mismos. A levantarnos un día de la cama y no recordar nuestro nombre, no reconocer las cosas que nos rodean o a no reconocer ni siquiera nuestro cuerpo, como en Kafka. Tras la afirmación rotunda y exhibicionista del yo que se dio en el siglo XIX, el siglo XX nos trajo la destrucción de esa identidad que parecía firme. En la psicología, Freud nos descubrió las capas que nos constituyen y nos tuvimos que asumir en multiplicidad y contradicciones hasta comprender que somos en gran medida lo que no parecemos. Lo mismo sucede con las naciones, que vieron destruidos principios que parecían fijados en bronce eterno.

El arte, desde entonces, ha indagado en ese misterio de la identidad destruida y perdida. Por eso el predominio de los géneros del yo (diarios, autobiografías) en los que nos reinventamos desde un punto determinado para darnos un sentido que no tenemos pero deseamos. La descomposición de la figura en las artes plásticas va también por ahí. Buena parte de los grandes textos literarios que todos reconocemos como las claves de nuestra cultura no son más que eso: indagaciones en lo que constituye una persona. Y no sólo en el surrealismo, vanguardia que casi en exclusiva se dedicó a ello. En fin, que desde hace un siglo hemos perdido la señas de identidad y los documentos en los que aparece nuestra foto, nuestro domicilio, mienten por ser insuficientes. Como en una profundización en este desconocimiento, hasta hemos descubierto una terrible enfermedad que lo consagra: el Alzheimer.
Así vamos, entre los que quieren olvidarse de sí mismos para vivir sin conciencia de sus actos y los que sufren la desmemoria. La identidad ha naufragado y sólo nos queda establecer pequeños pactos con nosotros, nuestros semejantes y nuestro entorno para hacerlo más humano, más asequible, más equilibrado con la naturaleza que hemos destruido y comenzar desde ahí la reconquista de una nueva forma de entendernos que se revele mejor que la que nos ha traído hasta aquí. Si es que estamos a tiempo.

Mis disoluciones son parte de esa búsqueda porque no sé quién soy y me busco en lo que me rodea, que hoy toma el aspecto de un verde licuado: creo que la búsqueda, en estos tiempos, nos hace más humanos que las certezas. En verdad, nadie sabe quién es. Como mucho, hemos construido una ficción para no caer en la depresión, en la locura. Para seguir tirando sin pensarlo demasiado y rellenar nuestras tarjetas de visita. Lo que pasa es que, a veces, ese relato inventado está lleno de incoherencias semánticas, trucos sintácticos evidentes y faltas de ortografía. Pero disimulamos. O no. Algunos se niegan las dudas para no caer en la angustia y el miedo y se creen ellos mismos cuando se levantan cada día por la mañana.