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lunes, 21 de agosto de 2023

La Celestina de Fernando de Rojas en versión de Eduardo Galán

 


A finales del siglo XV se compuso la primera versión de la Comedia de Calisto y Melibea, que pasaría por diferentes redacciones que la ampliaron de los dieciséis actos iniciales  a los veintiuno finales de la Tragedia de Calisto y Melibea al que el editor toledano Ramón de Petras añade uno más en 1526. Prácticamente todo sigue en discusión sobre esta obra que, con el tiempo, pasaría a conocerse como La Celestina -autoría, año de escritura, localización, género literario, ediciones, intención-, a pesar de la ya indiscutible atribución a Fernando de Rojas de la tragicomedia. A la obra se la debió conocer como La Celestina casi desde su primera divulgación, aunque no se consagraría así en la portada hasta la edición veneciana de 1519. Este peso del personaje de Celestina en la tradición de la obra, ha construido casi una forma única de acercamiento a la misma, lo que, a mi juicio, empobrece su lectura por mucha que sea la grandeza de la construcción de la alcahueta. Es un reduccionismo absurdo de los muchos que triunfan en la historia de la literatura. Lo que no puede discutirse de ninguna de las maneras es el hecho de que nos encontramos ante uno de los textos fundamentales de la literatura universal, también ante un texto fundacional: desde bien pronto nació una género celestinesco en la literatura -especialmente en la narrativa, pero también influyó en muchos personajes teatrales-. Esta relevancia de la obra ha llevado a sus adaptaciones para la escena. Al menos, desde la dirigida por Cayetano Luca de Tena en 1940, hay más de una veintena de intentos de subirla a las tablas, a pesar de todas las dificultades que contiene la obra -la primera, su extensión-. Yo soy de los que piensan que son pocos y que debería abordarse con mayor asiduidad y con mayor valentía.

Eduardo Galán nos propone ahora una nueva versión para la Compañía Secuencia 3, dirigida por Antonio Castro Guijosa e interpretada por Anabel Alonso, José Saiz, Víctor Sainz, Claudia Taboada, Beatriz Grimaldos y David Huertas, que yo pude ver el sábado 29 de julio pasado en el Festival de Teatro Clásico de Olmedo, con todos las peculiaridades que implican los festivales de verano en España, no siempre favorables para la contemplación de un espectáculo teatral en las mejores condiciones, pero que cumplen una interesante función de turismo cultural que, además, promueve el gusto por la escena y sanea las cuentas de los proyectos teatrales o, incluso, permite la circulación de algunas obras que, de otra forma, no sería posible.

Como suelo tener por costumbre, con posterioridad a la función, leí el programa de la misma, que vino a ratificar mi juicio inicial. O Eduardo Galán no ha entendido la Celestina o ha tirado por el camino fácil incurriendo en una preocupante tendencia creciente en el teatro español, casi un vicio: tener al espectador por incapaz de comprender una obra como esta. De ahí la necesidad de explicarle lo que ve o, por supuesto, lo que el autor de la versión quiere que vea. Esa y no otra es la razón por la que Galán dinamita lo esencial de la Celestina: su realismo. Dado que en la obra se dice que la alcahueta tiene tratos con el diablo y existe un pasaje en el que la protagonista lo invoca, no son pocos los que han visto elementos mágicos en la misma y han confundido la crítica a la superstición con la presencia de lo fantástico, totalmente ausente de la Celestina. Esto es lo que ha permitido a Galán construir una escena inicial, algunas transiciones y una escena final figurando que Celestina muerta le cuenta al padre de Melibea cómo murió su hija. Es decir, que nos cuente a los espectadores lo que ha sucedido y relate las transiciones necesarias para ajustar la duración de la obra a lo convencional. Por una parte, esta decisión de Galán traiciona la obra y reduce su importancia para hacer una función de fantasmas; por otra, profundiza en esa mencionada tendencia a tomar al espectador por un tonto al que hay que explicar lo que sucede en la escena.

El montaje tiene otras carencias; los aciertos de la escenografía, quedan reducidos por su uso, a veces repetitivo; algunos de los actores van por su cuenta y resultan enojosos ciertos recursos vocales o de fraseo... Me gustó y considero que es un acierto -no sé si de la versión o de la dirección-, el planteamiento del suicidio de Melibea, doblando la acción con las actrices. La actriz protagonista, Anabel Alonso, supo ganarse al público, pero no llegar con fortuna a todos los registros requeridos por su personaje.

Al público, que llenaba la Corrala del Palacio del Caballero, le gustó la función.


sábado, 29 de noviembre de 2014

Como el mar en teléfono. Sobre lo no poético en la poesía y Juan Ramón Jiménez, con un suelto para los admiradores de Bukowski


Hoy a nadie sorprende la introducción en un poema de palabras tradicionalmente tenidas por no poéticas. Desde Charles Bukowski (tenido como el máximo poeta maldito del siglo XX y una especie de guía para muchos faltos de inspiración propia) hay una línea de la poesía que lo practica como norma. Hay tantos pequeños Bukowski hoy en día que en algunos círculos poéticos tienen consideración de plaga. Pero claro, Bukowski solo hubo uno y vivió cuando vivió, cuando sí era no convencional lo que él practicaba. Bukowski se estudia ya en todas las escuelas de escritura del mundo y en las Universidades anglosajonas y solo sorprende a aquel que no suele leer poesía contemporánea. A mí, cuando veo otro fiel practicante de su religión, que se fundó hace unas décadas, me produce aburrimiento. El original sigue soprendiendo más que cualquiera de ellos y a mí lo que me admira es la sorpresa de muchos a los que yo tenía por informados ante este tipo de obras. Es lo que suele ocurrir en el arte con tanta frecuencia: como aquellos que quieren vender como nuevo el enésimo cuadro rojo. Siempre habrá un museo de arte contemporáneo de provincias dispuesto a tener uno aunque sea una copia de una copia. Siempre habrá un círculo literario local que descubra a Bukowski como si sus libros se acabaran de editar cuando ya es un clásico. Como dijo Machado, deberíamos aprender a distinguir las voces de los ecos. Pero como nadie se preocupa de saber nada, hay demasiadas víctimas del postureo. Que eso es, al fin y al cabo, escribir un poema de esta manera y endosárnoslo como nuevo. Eso sí, a estas alturas que cada uno haga con su capa un sayo al escribir o al dejarse vender de matute como nuevo lo que ya es viejo.

Hasta el siglo XIX, palabras y conceptos no poéticos se prohibían en la poesía generalmente aceptada: quedaban reducidas a juegos de salón (eso eran, por ejemplo, las serranillas del marqués de Santillana que se recitaban entre amigotes aficionados a las letras en palacios y castillos del siglo XV) o taberna o a modalidades como la de escarnio, burla o sátira o que corrían en secreto como la poesía pornográfica, que siempre se ha practicado. El romanticismo comenzó a construir la figura del poeta maldito, que culminó a finales del siglo XIX. Y una de las condiciones de maldito era la de usar palabras o temas no poéticos en las poesías. No solo en la poesía: Dumas padre da entrada en la novela popular a las drogas, por ejemplo, con lo que un tema mal visto por la sociedad se introducía en las casas de la burguesía acomodada o era leído por cualquiera en el folletín del periódico del día. Está en los genes mismos de su origen: el movimiento tuvo carta de naturaleza con el suicidio de Werther en la obra de Goethe, no condenado moralmente. Hasta aquel momento, los suicidas estaban proscritos no solo de la vida moral sino también de la literatura. En La Celestina, el suicidio se Melibea solo es posible como ejemplo del mal amor. En el Quijote se nos enseña de medio lado el del pastor Grisóstomo en uno de los capítulos más sutilmente escritos por Cervantes.

El romántico trata de no ser convencional, de luchar contra una moralidad oficial heredada que no le gustan. Y lo hace, en la literatura, de este modo. Y esto ya no para.

Para aquellos que admiran a Bukowski precisamente por esto antes que por otras cosas que son más de admirar en él habría que recetar una lectura intensiva de la obra de muchos autores anteriores que hacen lo mismo: románticos, simbolistas, modernistas, vanguardistas, etc. Todavía hoy hay quien se sorprende al leer la modernidad de Lorca cuando introduce el tema de la droga, el de la homosexualidad y la violencia contracultural en Poeta en Nueva York, por ejemplo. Y ya le hubiera gustado a Bukowski firmar el guion de La edad de oro de Buñuel. No quito ni un ápice de su calidad a Bukowski con esto, solo les pido a sus seguidores que lean más antes de consagrarlo como el primero y el único. Bueno, que lean más en general.

La modernidad literaria en la poesía española nace definitivamente en Diario de un poeta reciéncasado (1916) de Juan Ramón Jiménez (tejido de todo lo que se gestaba desde Bécquer). Evidentemente, a JRJ no le atrae lo soez pero sí lo no poético. Es interesante confeccionar un listado de palabras no poéticas hasta ese momento que introduce JRJ en este poemario que todo aquel que quiera ser poeta debe leer para no descubrir América a estas alturas. No en vano se convirtió en el libro de cabecera de todos los jóvenes del futuro Grupo del 27.

Ya en el primer poema:

Madrid, 17 de enero de 1916.

   ¡Qué cerca ya del alma
lo que está tan inmensamente lejos
de las manos aún!

                                               Como una luz de estrella,
como una voz sin nombre
traída por el sueño, como el paso
de algún corcel remoto
que oímos, anhelantes,
el oído en la tierra;
como el mar en teléfono…

   Y se hace la vida
por dentro, con una luz inextinguible
de un día deleitoso
que brilla en otra parte.

   ¡Oh, qué dulce, qué dulce
verdad sin realidad aún, qué dulce!


Hoy no sorprende al lector encontrarse en el centro del poema la palabra teléfono, pero póngase en 1916. El teléfono era una palabra -y un objeto- no poético pero de radical modernidad. Se había inventado décadas antes pero aún no era de uso habitual ni mucho menos. Y Juan Ramón Jiménez la trae como núcleo de su poema. No solo para provocar una reacción en el lector tradicional al que le rechinaría esta palabra como la mezcla de notas no convencionales en la obra de Debussy. Evidentemente todos los lectores, en 1917 -cuando se editó el poemario-, se sorprendieron con esta palabra y la osadía de JRJ. A unos les provocaría rechazo a otros la admiración por un camino que se abría. Pero JRJ quiere hacer algo más con esta palabra no usual y radicalmente moderna. Da tanta importancia a la palabra que en ella hace recaer toda la clave del poema. Con Diario de un poeta reciencasado (1916), JRJ inaugura la modernidad descrita por Ortega y Gasset en La deshumanización del arte. Esta palabra, teléfono, contiene lo que Ortega llamaba el punto vital imprescindible que nos sirve para comprender humanamente el poema. JRJ acaba de hablar con Zenobia Camprubí para concretar los últimos detalles de su boda. Zenobia se encontraba en los Estados Unidos y Juan Ramón iniciaba su viaje para encontrarse con ella. Acababa de hablar por teléfono y un mar los separaba: como el mar en teléfono. De ahí el entusiasmo del poema: todo está próximo pero a la vez lejos, se adivina con certeza ilusionada pero aún no se tiene. Sabemos que JRJ usa este viaje para encontrar su voz poética basada en la depuración, en las tendencias deshumanizadoras y abstractas, en la eliminación de la anécdota, pero hasta él era humano y nos deja ese rastro de la conversación telefónica con la que se inicia el Diario.

Hoy ya no nos sorprende encontrar la palabra teléfono en un poema, como no nos sorprende hallar la palabra taxi desde que Luis García Montero escribiera aquel brillante endecasílabo: Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi. Como ya no es anticonvencional escribir el poema mil a lo Bukowski. No, búsquense nuevas maneras como ellos lo hicieron. Mientras tanto, distingamos las voces de los ecos y no nos dejemos vender materiales viejos como si fueran nuevos. Eso no es revolucionario ni anticonvencional, solo diversión entre amigotes.

miércoles, 21 de marzo de 2012

En el inicio de la relación amorosa y las convenciones sociales


Calisto ha llegado al jardín en el que se encuentra Melibea y se siente tan atraído por ella que la pasión le hace ser imprudente: transgrede una de las normas del amante cortesano, que es la de guardar silencio sobre sus sentimientos para que los hechos, los gestos, las miradas y los suspiros hablen en vez de la palabra. Es grande su osadía y llega a la blasfemia: la grandeza de Dios se concreta en la belleza de Melibea. No puede evitarlo, la pasión le desborda y va de imprudencia en imprudencia. Es lo que tiene el amor de este tipo, que desata la lengua. Calisto ya no puede parar y desarrolla su blasfemia para acabar anticipando el dolor que le causará la ausencia de la amada:

Por cierto los gloriosos santos, que se deleitan en la visión diuina, no gozan mas que yo ahora en el acatamiento tuyo. Más, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo mixto me alegro con recelo del esquivo tormento, que tu ausencia me ha de causar.

El autor juega, intencionadamente, con dos intertextos bien conocidos por los lectores de su época: el amor cortés y el debate teológico, ambos parodiados desde el núcleo de la pasión amorosa que hace perder la cabeza al joven.

Melibea es más cauta. Siente la misma atracción por Calisto, pero tiene más que perder si consiente en esa relación sin más. Todavía tiene el control de la situación y lo ejerce: se siente atraída pero no ha perdido la cabeza. Le da pie para que descubra sus sentimientos, le hace pensar que puede obtener rápidamente lo querido, pero le corta en seco cuando juzga que el joven va muy deprisa:

¡Vete!, ¡vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.

Sabremos pronto que Melibea siente lo mismo que Calisto, pero ella cumple lo que se le exige socialmente. Y lo que se le exige literariamente: el enamorado ha osado hablar y no parar. Y debe ser castigado. Pero tras el castigo, que es la expulsión del jardín -del paraíso de los amantes-, el lector se da cuenta de que está en otro tipo de literatura, muy diferente a aquella en la que regía el amor cortés. La Celestina ha cambiado los tiempos. Nos lleva de la literatura en la que el amor es ritualización convencional de gestos a la realidad: y en la realidad, dos jóvenes que se sienten atraídos deben recomponer, de alguna manera, la relación. Una segunda oportunidad que compense la torpeza de él, producto de la impaciencia, y la rigidez de ella, nacida de las normas rígidas que le impone la sociedad. Pero ellos ya no pueden hacerlo directamente tras ese encuentro en el jardín: sería demasiado trasgresor. Y por eso deben recurrir a la Celestina, una tercerona encargada de este tipo de menesteres. De hecho, la Celestina, entre sus muchos oficios, se gana la vida facilitando estos encuentros que la sociedad y la imprudencia dificultan. El autor saca este personaje de la realidad: la Celestina era un tipo social generalizado en todo el Mediterráneo y, especialmente, en la cultura judía, en la que aun existe.

Es difícil arreglar lo que comienza mal. Es más difícil aun solucionar lo que las imprudencias o las normas sociales o el carácter de cada uno impiden. La Celestina se ganaba la vida con ello. Hoy, en la cultura española, por suerte, la libertad la hace innecesaria, pero la educación sentimental sigue produciendo parecidos desastres a los que provocó el encuentro en el jardín entre Calisto y Melibea. Y ya no hay Celestinas a las que recurrir.

lunes, 5 de mayo de 2008

Un lunes intenso e irregular como la vida



Hoy ha sido un lunes intenso e irregular, como la vida. Por la mañana tuve la visita de Miguel Vivanco, al que por fin pude conocer, estrechar su mano y comprobar el vitalismo que desprende en cada una de sus palabras, gestos y expresiones. He quedado mañana de nuevo con él, para que me sirva de guía en su exposición. Fue un encuentro breve pero de esos que te reafirman en que hay gente que merece la pena, que tiene proyectos apasionantes y que es capaz de recorrer medio mundo para depositar una piedra, que recoge un canto rodado en Alaejos, lo sopesa, encuentra su alma y lo envía a un lugar situado en las antípodas. Con él tomé un café en compañía de mi querido Leo y mi siciliano-burgalesa Valentina, de los que ya he hablado aquí. Después, con Valentina comenté un poema de Pablo Neruda, pleno de emoción concreta de vida y amor, La pobreza, de Los versos del Capitán (1952):

Ay, no quieres,
te asusta
la pobreza,

no quieres
ir con zapatos rotos al mercado
y volver con el viejo vestido.

Amor, no amamos,
como quieren los ricos,
la miseria. Nosotros
la extirparemos como diente maligno
que hasta ahora ha mordido el corazón del hombre.

Pero no quiero
que la temas.
Si llega por mi culpa a tu morada,
si la pobreza expulsa
tus zapatos dorados,
que no expulse tu risa que es el pan de mi vida.
Si no puedes pagar el alquiler
sal al trabajo con paso orgulloso,
y piensa, amor, que yo te estoy mirando
y somos juntos la mayor riqueza
que jamás se reunió sobre la tierra.

Como en Neruda, el amor se hace concreción de vida en esos zapatos rotos del quinto verso. Versos ya de poesía coloquial -conversacional se ha llamado-, de poesía hecha con las cosas que uno tiene a mano y que la literatura había despreciado antes, ciega de soberbia. Yo quisiera poder amar así, con retales, con objetos diarios, con las manos del artesano. Ese amor tiene la fuerza que desencadena las revoluciones.
En clase comenté el primer fragmento de La voz a ti debida (1933) de Pedro Salinas, tan diferente al anterior. Ya hablaré otro día aquí de esta obra, en la que el proceso de creación poética se expresa con lenguaje amoroso. Con otra alumna, Myriam, tuve una tutoría veloz, exigida por las circunstancias, sobre un análisis dramatúrgico del espacio en La Celestina. Vida, jóvenes, literatura. Mi lunes se llenaba de cosas. Incluso de noticias sobre las circunstancias de las próximas elecciones a Rector en mi Universidad.
Sin embargo, la belleza del día comenzó a girarse. En medio de la conversación con Vivanco vinieron los jóvenes del blog Movimiento anfibio, a los que conocí el miércoles pasado, llenos de energía y con ganas de defender ideas oportunas que ellos contemplan desde su futura profesión como Educadores sociales, tan necesaria en nuestra sociedad. Pero no pude atenderles, bien que lo lamento, quedé con ellos para después de clase pero salí tarde e ignoro si me pudieron esperar. Quisiera verlos pronto. Aquí dejo constancia, porque quiero oírlos y que me cuenten sus planes y dónde puedo ayudar.
Y se giró del todo el lunes, hasta hacerse lunes pleno: recibí la noticia de la muerte del marido de una compañera y amiga y acudí, con Leo y Susana, a un tanatorio burgalés que se me está haciendo de una tristeza familiar en los últimos tiempos, a las puertas del cementerio que tan bien describe Óscar Esquivias en La ciudad de plata.
El día iba ya cerniéndose sobre mí y trascurrió real y concreto y decidí salir a la calle a testimoniarlo, para ver cómo en este lunes intenso e irregular la vida se adensaba en todas sus formas posibles.

lunes, 22 de octubre de 2007

Saltar la tapia.

Elena, saltando una tapia en Íscar.

Hay que saltar las tapias. No me refiero a robar el huerto ajeno, aunque a veces el placer de lo prohibido y peligroso se aproxima emocionalmente a lo que quiero decir. En la Celestina, Calisto entró, persiguiendo a su azor, en el jardín de Melibea. No fue la última vez que saltó aquella tapia. Por su torpeza, murió al satarla en una de las ocasiones. Pero se arriesgó y lo hizo.
Hay que saltar las tapias que nos impiden ver más allá, las tapias impuestas para que no hagamos lo que no interesa a otros. Debemos saltar las tapias para saber cuándo merece la pena recluirnos dentro de un terreno cercado para cultivar nuestro propio huerto. Debemos saltar las tapias para mirar el mundo y comprenderlo. Si nadie hubiera saltado una tapia para preguntarse por el horizonte, el ser humano aun estaría sin Historia.
Me gustaría dejar esa enseñanza a mi hija Elena.