A veces pienso que Resistencia también es
un pueblo feo, chato, gris y sucio. Como Formosa, digamos, aunque un poco
más pretencioso. Pienso eso cuando siento la rabia que me produce acordarme de
la historia de Jeannie Miller.
Fue hace exactamente
diecisiete años. Ella tenía, entonces, diecisiete años, y estuvo once meses con
nosotros, de febrero a enero. Llegó becada por un programa de intercambio de
jóvenes, y en abril se enamoró del Pelusa Andreotti, que era uno de los chicos
ricos de la ciudad, el mayor de los varones de una familia de pioneros de la
inmigración. Un muchacho bello, de cuerpo atléticamente trabajado y ojos
celestes, muy claros, del color de esa porción de cielo que se ve, a las seis
de la tarde, sobre el horizonte verde de la selva y debajo de una oscura
tormenta de verano.
Jeannie era una chica
negra y llegó contenta a esta tierra donde todos se jactaron siempre de no ser
racistas. Y eso pareció cierto cuando el Pelusa la empezó a presentar como su
novia, y los viejos y los amigos del viejo, en el Club Social y en el Golf, la
aceptaron porque después de todo era algo exótico ese asunto, y encima era una
muchacha lindísima, de formas casi perfectas, una sonrisa de dientes que
parecían copitos de algodón y una alegría que iluminaba cualquier sitio en que
estuviese. Y además, era sabido, se quedaría poco tiempo en Resistencia.
A mí no me gustaba cómo
la trataban los Andreotti, y alguna vez lo hablé con ella. Nos habíamos hecho
muy compinches desde el día mismo de su arribo, porque yo era uno de los pocos
chicos que hablaba un inglés medianamente bueno. Y aunque el mío era de
Cultural Inglesa, y ella hablaba el del Mid West, de hecho le serví
de traductor durante las primeras semanas, mientras ella practicaba su
delicioso español.
Ella se entregó a la
amistad de los chicos del Nacional, y todos la queríamos porque era una flor de
mina: compañera, divertida, derecha. La pasó rebien en Resistencia, y fue
feliz, y fue mi amiga. A mí ella me encantaba, la verdad, y debo admitir que
quizá me enamoré pero nunca se lo dije porque nos habíamos hecho muy amigos y
en aquella época yo pensaba que el amor podía ser una traición a la amistad.
Pero fundamentalmente creo que no se lo dije porque yo era un chico muy tímido
e inseguro. Por supuesto, cuando ella empezó a salir con Pelusa a mí se me
revolvieron las tripas.
Se enamoró como se
enamoran los adolescentes: de modo definitivo y con una entrega absoluta,
porque para los adolescentes —hoy lo sé— todo es definitivo y absoluto y aún no
saben, ni quieren saber, que es la vida la que se encarga, después, de enseñar
matices, requiebros e hipocresías. Digamos que se enamoró con una inocencia
como la de esas violetitas que crecen sin que la gente de la casa se dé cuenta.
Y aunque no me gustaban ni el Pelusa ni los Andreotti, cuando Jeannie me pidió
que no los juzgara mal, puesto que ella era feliz con ellos, también tuve que
admitir que debían ser mis prejuicios porque pertenecían a esa despreciable
clase de los nuevos ricos, llenos de ínfulas y mala memoria.
Al cabo de ese año
Jeannie volvió a su tierra, que para nosotros era la inconcebible otra parte
del mundo: Idaho, Wisconsin, o alguno de esos
estados que nos resultaban improbables. En los últimos tiempos nos habíamos
visto mucho menos: ella ya hablaba muy bien el castellano, andaba todo el día
con el Pelusa y otros amigos, le hicieron un par de despedidas a las que yo no
quise ir y bueno, creo que por despecho yo había empezado a noviar con otra
chica, la verdad es que no me acuerdo. Supongo que estaba celoso. Antes de irse
me llamó y nos pasamos toda una tarde andando en bicicleta y charlando. Fuimos
al río y recordamos sus primeros días entre nosotros, nos prometimos
escribirnos, y nos juramos que pasara lo que pasase nunca íbamos a dejar de ser
amigos y yo alguna vez iba a ir a visitarla en su pueblo. En algún momento
estuve a punto de decirle que la amaba, que estaba loco por ella, pero no me
animé. Esa cosa terrible de los tímidos que hace que uno sepa que si no dice lo
que siente en el momento en que debe decirlo se va a arrepentir toda la vida,
pero igual no lo dice. Yo creo que ella se dio cuenta, porque en cierto momento
me miró de un modo diferente, más intenso. O fueron ideas mías, nomás. La
mirada de los negros, cuando está cargada de afecto, tiene muchísimos siglos de
ternura. Y yo era chico, cómo no me iba a confundir.
El caso es que Jeannie
se fue de Resistencia dejando una parva de amigos, recuerdos que todos creíamos
imborrables y para siempre, y un corazón vacío que era el mío. También se llevó
un montón de regalos. Entre ellos una cadenita de oro con una medallita de la Virgen de Itatí, que mi
mamá compró para que yo se la regalara, y una estatuilla de algarrobo —un
hachero de cabeza filosa— que el Pelusa le obsequió mintiéndole que era una
artesanía típica de los indios tobas.
En el aeropuerto le
pidió públicamente, además, que regresara para casarse, y ella le prometió que
volvería al cabo de unos meses.
Pero al día siguiente
de su partida, nomás, ya el Pelusa le contaba a todo el mundo cómo se la había
montado a la negrita, y las tetas que tenía, y tras cada risotada apostaba a
que la negra volvería porque estaba loca por él. Y una tarde en la playa, ese
mismo verano, le escuché prometer que se la pasaría a sus amigos para que todos
supieran lo calientes que son las de esa raza.
No recuerdo nada
especial que haya ocurrido aquel invierno, salvo que en nuestro último año de
secundaria salimos subcampeones nacionales con el equipo de basquetbol
colegial.
Para la primavera, yo
ya había decidido estudiar abogacía en Corrientes, y el mismo martes que fui a
iniciar mis trámites de inscripción, en cuanto bajé del vaporcito en
Barranqueras me enteré de que Jeannie había regresado al Chaco.
Esa misma noche la vi,
y estaba deslumbrante, enamorada, encendida como los trigos nuevos. Nos dimos
un beso y le dije que estaba preciosa. Había vuelto para reiterarle al Pelusa
que lo amaba, pero también trayendo una noticia que equivocadamente pensó que
debía ser maravillosa: estaba gestando un hijo.
Inesperadamente para
ella, se encontró con la hostilidad del hijo de don Carlo Andreotti, quien se
encargó de que todo Resistencia supiera que la repudiaba a ella y a esa mierda
de hijo negro que quién podía saber de qué padre sería y que resultaría el
hazmerreír de la ciudad.
Por más esfuerzos que
hicimos algunos amigos, Jeannie no soportó el desprecio y no duró ni dos días
en Resistencia. El jueves por la mañana tomó un avión para Buenos Aires, y el
viernes otro hacia Miami.
Dos semanas después
supimos —cuando nos avisaron que se interrumpía el servicio de intercambio de
jóvenes— que se había matado reventándose la panza con la estatuilla de
algarrobo.
Yo me ligué dos días de
cana y un proceso por lesiones graves por la paliza que le propiné al Pelusa.
Después me fui a
estudiar a Corrientes.
Pelusa se casó al año
siguiente con una chica de Buenos Aires, una rubia de ojos azules tan
inteligente como una corvina.
Debieron pasar
diecisiete años hasta que pude visitar el cementerio donde yace Jeannie Miller. Queda en las afueras de
South Bend,
Indiana.
En su tumba deposité un
ramo de rosas, y allí decidí que Resistencia es también un pueblo feo, chato,
gris y sucio.
©
1999, Mempo Giardinelli. CUENTOS COMPLETOS. SEIX BARRAL
me re encantoo
ResponderEliminarmuy bueno
ResponderEliminarMe gusto mucho muy bueno 😁
ResponderEliminarHola Mempo! Al regresar a la página del Narratorio me encuentro con tu escrito, me atrapó de inmediato. Te felicito, una narración impecable y una historia que a medida que me adentraba en ella imaginaba que algo tremendo ocurriría. Un final que encoge el alma. ¡Saludos!
ResponderEliminarMaravillosa esta historia escrita por Mempo Giardinelli, el escritor y periodista argentino. No lo conocía, he buscado su biografía y su obra que es extensa. Para aprender como contar una historia, algo que me apasiona. Gracias por publicarlo.
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