El villorio Un tren detenido sobre el llano En cada charco duermen estrellas sordas Y el agua tiembla Cortinaje al viento La noche cuelga en la arboleda En el campanario florecido Una gotera viva Desangra las estrellas De cuando en cuando Las horas maduras Caen sobre la vida. |
Mostrando entradas con la etiqueta HUIDOBRO. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta HUIDOBRO. Mostrar todas las entradas
sábado, 21 de mayo de 2016
HORAS de Vicente HUIDOBRO
miércoles, 14 de octubre de 2015
LA HIJA DEL GUARDAAGUJAS de Vicente HUIDOBRO
La casita del guardaagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre.
La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.
Allí vive el guardaagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad a ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todas las semanas, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huesos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino.
La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro. Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.
Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardaagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo... y ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita. Viva, despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.
En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la adoran.
Ellos saben que un día la va a matar un tren.
La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.
Allí vive el guardaagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad a ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todas las semanas, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huesos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino.
La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro. Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.
Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardaagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo... y ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita. Viva, despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.
En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la adoran.
Ellos saben que un día la va a matar un tren.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)