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martes, 5 de enero de 2016

LATIDOS EN EL SÓTANO de Fede MARONGIU

         El sótano de mi casa es un lugar en el cual puedo estar solo. Y la soledad es importante para no ser interrumpido por mi esposa o por vecinos que tocan el timbre para conversar acerca de banalidades. Siempre necesité privacidad, ya desde la primera vez que llevé a un muchacho a casa. Bebimos mucho y perdí el conocimiento. Cuando desperté, él no respiraba y tenía una cuerda alrededor del cuello. Horrorizado, quise ocultar el cuerpo. Cavé una fosa en el suelo, puse el cuerpo en ella y la cubrí con cemento.

         Un día, cuando mi mujer quiso buscar algo en el sótano, le impedí el acceso. No sé qué mentiras dije. Me puse tan nervioso que sentía mi corazón palpitando violentamente. Una vez tranquilo lo continué escuchando cada vez más fuerte. Insoportable. Desde entonces ha sucedido cuatro veces más. Ahora son cinco hombres, cinco fosas, cinco corazones latiendo. Todos al mismo tiempo. No lo soporto. Debo terminar con esto.


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domingo, 15 de noviembre de 2015

LA APUESTA de Fede MARONGIU

La moneda gira en el aire deteniéndose por unos segundos y contorneándose sobre su eje. Un metro por debajo de la evolución del redondeado trozo de metal dos hombres rezan para sus adentros. El más joven mira fijamente hacia arriba. El más viejo aprieta los puños con fuerza hasta hacerlos vibrar levemente. Un poco más allá, un grupo de hombres y mujeres sigue la escena como espectadores. El humo que se eleva desde los ceniceros no permite ver con claridad los pocos segundos en los cuales la moneda permanece navegando la leve corriente de aire que ingresa desde el exterior del lugar. Algunos contienen la respiración, otros cierran los ojos como temiendo que algo malo suceda. La tragedia flota en el aire y hasta aquellos que recién han llegado saben que algo terrible puede ocurrir.
La moneda desciende tomando velocidad a medida que se aproxima al suelo. En una milésima de segundo todos los murmullos cesan. Es tal el silencio que el impacto del metal contra la baldosa blanca resuena hasta en el último rincón del lugar. María respira profundamente y contiene el aliento. No entiende por qué esos dos hombres han llegado a ese punto. No se siente importante, se siente disputada. Como una cosa, como una posesión. Sus ojos oscuros siguen el trayecto de la moneda. Agarra con fuerza la manga de su vestido negro estrujando y tironeando. Quizás otra persona se sentiría orgullosa pero ella siente tristeza. Tristeza por sentirse un objeto. Sí, es eso, ella es un trofeo, como la cabeza o la piel de un león traída de un safari o como un objeto, valioso o no, para exhibir al resto del mundo.
La moneda rebota y se desliza en el suelo, gira como un remolino describiendo espirales entre las patas de una de las mesas. Enrique la mira con los ojos desorbitados. Su frente está empapada de un sudor frío y sus manos también están transpiradas. Es el momento del miedo, de la duda. ¿Y si él no resulta ser el favorecido por el azar? Se dice que nunca debería haberse metido en esa relación. Que no debería haber aceptado la apuesta. Que de acuerdo a cómo caía la moneda, todo podía terminar trágicamente para él. Después de todo, ¿Quién era esta mujer María? ¿Valía la pena el riesgo? ¿Qué podía darle ella? Sigue con la mirada el recorrido de la moneda y un escalofrío recorre su espalda.
Franco mira la moneda que gira sobre su eje cada vez más despacio. Sigue apretando los puños y pasa la lengua por su labio inferior para luego morderlo levemente con los incisivos. Piensa que en definitiva todo es culpa suya: él se había molestado con ese pendejo que se había acercado a María. Él también había tenido la idea de la apuesta. Y a él se le había ocurrido que el perdedor tenía que tomar el arma que estaba sobre la mesa y pegarse un tiro. Mira el caño del revólver que parece observarlo apoyado sobre la madera cuarteada. Un calibre grande. Con un disparo alcanza para volarle la cabeza a una persona. El otro había titubeado, pero él no. Él no quería dejar a sus espaldas a un tipo carcomido por los celos y para colmo más joven, más fuerte y más rápido. Pero duda, y eso lo pone nervioso, lo cual se nota en el leve tic que contrae su párpado derecho. Quizás fue un error apostar. Quizás se había equivocado al plantear el tema del revólver. Después de todo no estaba locamente enamorado de María. Le gustaba, era cierto, pero también le habían gustado docenas de otras mujeres a lo largo de su vida. Él había elegido cara, pero ¿Y si la moneda caía ceca? Era la muerte segura. “No vale la pena”, se repitió una y otra vez.
La moneda gira perdiendo velocidad e inclinándose cada vez más con cada vuelta. Las miradas se fijan en el suelo y muchos de los espectadores se levantan de sus asientos y se acercan para poder observar con más claridad el desenlace de la apuesta. Algunas sillas son apartadas para permitir que más gente se aproxime. Cara. La moneda finalmente descansa con el rostro del prócer o noble de turno mirando hacia el techo. Los asistentes presienten el desenlace, huelen la sangre por venir. Giran sus cabezas buscando a la víctima. Ya no importa la mujer ni el ganador. Lo relevante ahora es el perdedor y lo que deberá hacer en unos segundos. Los ojos buscan el revólver cargado que yace sobre la mesa, aguardando. Hombres y mujeres miran hacia todos lados con avidez, luego con desesperación, finalmente con desencanto. Los dos hombres que habían apostado por la mujer llamada María, los dos que habían declarado su pasión por esa mujer, ya no están en el lugar.






sábado, 7 de diciembre de 2013

ANALÍA de Fede MARONGIU

veces me pongo a meditar acerca del amor. El amor es un sentimiento hermoso, un oasis en el medio del desierto que es este mundo lleno de violencia, miedo y angustia. Es el motor que puede llevar a una persona a cometer los mayores actos de valentía y arrojo así como las mayores locuras. Puede llevar a un ser humano al éxtasis o puede hundirlo en la peor de las depresiones e incluso puede terminar con su vida.
Pero el amor también tiene un lado oscuro, un lado al cual la mayoría de los poetas no describen, un lado al cual no se le dedican canciones, ni frases pomposas y coloridas. Es ese lado del amor que limita de manera muy indefinida con el odio. Es ese lado del amor que muchas veces se transforma repentinamente en el más aborrecible de los crímenes, en el más abyecto de los sentimientos.
Cuando vi por primera vez a Analía me enamoré perdidamente de ella. Fue un día de primavera, cuando ella salía del colegio. Yo me encontraba observando a los adolescentes que salían del edificio, cuando repentinamente un rayo dorado llamó mi atención. Era su rubia cabellera flameando en la suave brisa del mediodía mientras ella conversaba animadamente con una compañera. Seguramente usted, estimado lector, al leer la palabra "colegio" habrá pensado inmediatamente que soy un pervertido. Sin embargo no creo serlo. En el amor la edad es un factor insignificante e irrelevante. El amor no conoce de edades, ni de juventud, ni de vejez. Es por ello que mis treinta y nueve años recién cumplidos no me impidieron enamorarme locamente de Analía. Ese día me acerqué a ella con la excusa de preguntarle acerca de la ubicación de una dependencia pública a la que supuestamente yo debía ir. Ella me sonrió angelicalmente y me indicó con el dedo el edificio al que yo debía dirigirme. No pude dejar de mirarla: sus ojos eran increíblemente celestes, casi turquesa; su rostro aniñado era la perfección hecha carne, la belleza hecha realidad. Miré su cuerpo de arriba a abajo y sus formas me parecieron perfectas; era como observar a una deidad griega o romana, era como encontrarse ante Venus o Afrodita si alguna vez éstas hubieran existido más allá de la imaginación del ser humano. Balbuceando un agradecimiento me retiré con el firme propósito de pasar por delante del colegio nuevamente al día siguiente. Regresé a mi casa y dediqué toda la tarde a recordar a Analía mientras tomaba los últimos rayos de sol en el jardín y regaba el césped.
Fue así como a las doce del mediodía de un martes de octubre me ubiqué nuevamente frente al colegio. Analía salió radiante como siempre y sin advertir mi presencia, y se encaminó hacia la calle lateral. Yo la seguí sin mucho disimulo y vi como caminaba meneando su cuerpo al compás de alguna melodía arcana que la naturaleza ejecutaba sólo para ella. La seguí hasta que entró en una de las casas del barrio residencial. Memoricé cada uno de los detalles de la casa: los ladrillos, los escalones que llevaban hasta la gran puerta de roble, las rejas de color verde militar. Cada uno de los detalles quedó en mi memoria. Al volver al mundo real me di cuenta que en la casa de al lado, una mujer anciana baldeaba la vereda con vehemencia. Me acerqué y, simulando interés por la casa donde había entrado Analía, le pregunté si conocía a quién podía contactar para comprarla. En unos quince minutos de conversación con la mujer me enteré que el dueño era un prestigioso abogado llamado Carlos Anzorregui, que vivía con su mujer y con sus dos hijas, Analía de trece años y Julieta, de nueve. También averigüé por este medio que Anzorregui tenía su estudio privado en la calle Talcahuano, en la zona de Tribunales.
El día miércoles decidí hacerme de valor y hablarle nuevamente. Esta vez la esperé más cerca de su casa y cuando se acercó le pregunté si ella era la hija del Doctor Anzorregui. Me presenté como un amigo y colega de su padre, le comenté que lo veía seguido cerca de su trabajo, y le pregunté si estudiaba en el colegio "Sagrado Corazón". Obviamente abundé en ciertos detalles de los que me había contado la vecina como para ganarme su confianza. Ella, con su hermosa sonrisa me contestó que sí. Le comenté acerca de la existencia de una hija mía a la que deseaba enviar a ese colegio para que desarrollara en él su educación secundaria. Analía me explicó brevemente todas las actividades que se realizaban en el colegio y, habiendo satisfecho mi curiosidad acerca de la institución educativa, partió velozmente diciendo que tenía que almorzar rápido para así poder regresar al colegio, ya que debía asistir a una clase de educación física. Ella se despidió y yo instintivamente extendí mi mano en señal de saludo. Ella me la estrechó suavemente y se fue.
Regresé a casa absolutamente conmocionado. Todavía no sé cómo pude llegar. El breve contacto físico con Analía había obnubilado mi mente de tal manera que había comenzado a caminar sintiéndome como envuelto en una espesa niebla. Es así que para hacer un recorrido que usualmente me llevaba unos quince minutos terminé utilizando más de una hora y media. Cuando logré calmar mi ansiedad decidí dedicarme a los quehaceres domésticos y salí a podar algunas plantas de mi hermoso jardín cuyas hojas habían comenzado a marchitar debido al intenso calor del día.
El jueves me dirigí directamente al colegio y, contando las mismas mentiras que le había dicho a Analía, inspeccioné el interior de la institución y retiré unos formularios de inscripción con el logotipo y el escudo del colegio. A las doce del mediodía salí del lugar y vi como los alumnos de la secundaria comenzaban a partir hacia sus casas. Entre la multitud pude divisar a Analía, como siempre radiante, con su blonda cabellera al viento. La seguí lentamente en mi automóvil mientras ella caminaba hacia su casa y la alcancé a dos cuadras de ésta. En ese momento pasé a su lado y desde la ventanilla del automóvil la saludé. Detuve el motor unos metros más adelante y descendí sonriendo, con los formularios en la mano, relatándole mi experiencia en el colegio y diciéndole que todavía quería hacerle algunas preguntas. Le pregunté si podía reunirme con alguno de los profesores para que me comentaran acerca de los planes de estudio y si ella conocía a alguno en particular para recomendármelo. Ella me dio el nombre de una profesora a la cual podía contactar. Fingí no entender el apellido de la mujer y me acerqué a mi automóvil en busca de un papel y una lapicera para escribirlo. Ella me siguió con confianza. Cuando me acerqué a ella para tomar nota, el papel se deslizó de mis manos y cayó a los pies de Analía. Ella, como una persona bien educada, se agachó a recogerlo. Fue en ese momento que descargué la barra de hierro que traía oculta entre mis ropas sobre su cabeza. No emitió ni un sonido, simplemente se desplomó en el suelo. Rápidamente la coloqué en el asiento trasero del automóvil y la cubrí con una manta. Me dirigí velozmente a casa y entré en el pequeño estacionamiento. Detuve el motor, bajé y cargué a Analía sobre mi hombro. Noté que había dejado un pequeño charco de sangre en el tapizado del automóvil. La deposité sobre la cama y la miré. Era aún más hermosa así dormida. Me saqué la ropa y la observé embelesado durante largo rato. Fue en ese momento, en que estaba contemplándola cuando despertó. Apenas me vio desnudo a su lado comenzó a gritar. Yo la tomé del cuello pero continuó gritando desesperadamente y agitando los brazos intentando arañarme y golpearme. ¿Por qué no me comprendía? Fue así como apreté y apreté hasta que los gritos cesaron y Analía pareció nuevamente dormida, aunque esta vez sus ojos estaban abiertos. Dejé su cuerpo sobre la cama, me vestí y fui al jardín a buscar la manguera para limpiar los rastros de sangre en el automóvil y en la casa.
Menos de una hora después escuché el timbre de la puerta de entrada. Me asomé y rápidamente me encontré rodeado de varios hombres vestidos de azul que dijeron ser de la policía, me esposaron y comenzaron a registrar la casa. En cuestión de minutos uno de ellos halló a Analía sobre mi cama. Sin más dilaciones me metieron en un vehículo policial y me sacaron del lugar delante de los vecinos que ya empezaban a juntarse en torno a mi vivienda. Yo no había contado con que un ser tan hermoso como Analía podía agradarle a otras personas y que por ello uno de sus compañeros del colegio la había seguido, había visto lo ocurrido y había anotado el número de la patente de mi automóvil. Yo intenté explicarle a todo el que me quisiera escuchar que amaba a Analía, que era el amor de mi vida, que mi amor hacia ella era lo mejor que podía pasarle a un hombre en toda su existencia y que no la había matado. No me creyeron.
Y ahora que me encuentro en este lugar con rejas en las ventanas y paredes blancas, en el cual me tienen aislado las veinticuatro horas del día, tengo mucho tiempo para recordar y pensar.  Pienso en mis plantas, en mis flores, en mi césped, en mi hermoso jardín... y en que espero que nadie sienta curiosidad, cave en él y encuentre a Andrea, a Rosa, a Cecilia, a Lucía y a todas las otras mujeres que amé con pasión a lo largo de mi vida.
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