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viernes, 27 de octubre de 2023

EL RETRATO MAL HECHO de Silvina OCAMPO

A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.

Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.

La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.

La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.

Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: “Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro” o bien: “Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto”, o bien: “punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado”. Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: “Las hojas se hacen con seda color de aceituna” o bien: “los enrejados son de color de rosa y azules”, o bien: “la flor grande es de color encarnado”, o bien: “las venas y los tallos color albaricoque”.

Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: “Las venas y los tallos color albaricoque”. Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: “Lo he matado”.

Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.

La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.

Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: “Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín”.

jueves, 19 de agosto de 2021

EL VESTIDO VERDE ACEITUNA de Silvina OCAMPO

Las vidrieras venían a su encuentro. Había salido nada más que para hacer compras esa mañana. Miss Hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. No tenía ninguna edad y uno cr
eía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.
Había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. Conocía América y casi todo el Oriente. Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. Se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. Le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. Entonces volvía a bañarse en las playas tibias de Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. Volvía a viajar por España, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. Volvía a viajar por Italia. En Venecia iba de dama de compañía de una argentina. Había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. Había visitado todos los museos. Le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.
Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. Miss Hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con Miss Edith Cavell.
Los días que iba a posarle al pintor, Miss Hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. El estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de Miss Hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de Bombay.
En las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. Miss Hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. No había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. Delante de su discípula, Miss Hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.
A la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: “No queremos maestras que tengan tan poco pudor”. Miss Hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. Sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.
Al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.

jueves, 15 de diciembre de 2016

LA CABEZA PEGADA AL VIDRIO de Silvina OCAMPO

Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.
En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.
Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.
Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos.
Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.
Mlle. Dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.
Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.
A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.
La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.
Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo.

viernes, 21 de agosto de 2015

LA BODA de Silvina OCAMPO

Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años. 
Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado "Gabriela, tírate por la ventana" o "pon tu mano en las brasas" o "corre a las vías del tren para que el tren te aplaste", lo hubiera hecho en el acto. 
Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se encontraba la peluquería LAS ONDAS BONITAS. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar la vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas, las peores de mi vida, en aquellos días. 
Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río. 
–¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias. 
–No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña. 
–Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda–, mi peinado llamará la atención. 
Roberta reía y protestaba: 
–Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes. 
–Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda–. Verás, si no llamo la atención. Los preparativos para la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la abuela materna adornaba la bata, un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de la casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mandó hacer un rodete muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina, con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre, parecía una peluca.
La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad. Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo, de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé el palo de una escoba para matarla, pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó: 
–Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza. 
–Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije. 
Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una cajita. 
–Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo. 
–¿Y si me pica? 
–Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Si no les haces daño, no te harán a ti. Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que perforé con un alfiler. 
–¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta. –Guardarla.
–No la pierdas –me respondió Roberta. Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador. 
–Pareces un guerrero –le grité. Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía sólo el vacío, mirando fijamente a alguien.
–¿Pongo la araña adentro? –interrogué mostrándole el rodete. El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia. 
–Todo esto será un secreto entre nosotras –dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído hacerlo a las personas mayores. 
–Seré una tumba. Roberta se puso un vestido amarillo con volantes y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como el mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd. Tímidamente, turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su muerte. 
–¿Con qué la mataste, mocosa? –me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin cesar. 
–Con una araña –yo respondía. 
Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo. 

domingo, 2 de septiembre de 2012

EL AUTOMÓVIL de Silvina OCAMPO



Braman los automóviles: se están volviendo humanos, por no decir bestiales. Fui al autódromo donde corría Mirta. Desde que nació quiso participar en carreras de automóviles. Yo traté de disuadirla pero se enardecía más al verme en desacuerdo. Pretendía hacer conmigo la vuelta del mundo en automóvil, porque decía que en un automóvil uno lleva todo lo que uno quiere y tiene, incluido el mismo corazón. Me amaba, no sé si tanto como yo la amaba a ella aunque considerase ridículas casi todas sus ambiciones. Que una mujer pretendiera correr en las grandes carreras de automóviles y en primera categoría me parecía un síntoma de locur Siempre pensé que las mujeres no sabían manejar. Cualquier otra cosa podía esperar de ellas, por ejemplo que manejaran una máquina aspiradora, un tractor, un grabador, un avión, una calculadora, una plancha, una máquina de cortar pasto, una computadora; si alguna vez le comuniqué estos pensamientos, se sintió insultada, pero yo no cambiaba de parecer. Conseguimos después de nuestro casamiento un automóvil espléndido. A mi padre le sobraba el dinero y me lo regaló para que pudiera hacer un viaje de descanso. Yo trabajaba seriamente, en una casa editora que me exigía muchos sacrificios. Este automóvil fue un verdadero don del cielo, pues Mirta, que vivía descontenta con su suerte, empezó a gozar realmente de la vida.
Madrugaba ¿para qué? para subirse directamente al auto y abrazarse al volante;nunca estaba cansada como antes cuando se desmayaba por todo. Había embellecido notablemente. A mi juicio no necesitaba tanta belleza. Su pelo brillaba con furor, sus ojos revoloteaban como los de un niño, su agilidad parecía apta para cualquier prueba de trapecio o de baile acrobático, ganaba premios en concursos de natación y de zapateo. Tenía treinta años pero no los representaba; parecía tener sólo veinte y a veces quince. Algo, o mucho, me inquietaba en ella: su facilidad para enamorarse. Alguien que tuviera una linda voz, hasta por teléfono, alguien que tuviera unas preciosas manos, hasta con guantes, alguien muy atrevido o alguien muy tímido, que apenas conocía, alguien con los ojos casi violeta, hasta bizcos, bastaba para seducirla al máximo de la seducción. Nadie necesitaba violarla, ella misma era capaz de violarse para dar placer a alguien.
Había que poner fin a ese estado de cosas, de otro modo me exponía a matarla en el paroxismo de mis celos. Resolví que nos iríamos de viaje. ¿De dónde sacaría yo tanto dinero?. Tengo dinero, ¿por qué voy a ocultarlo?, pero a veces los que tienen más dinero no saben emplear ese caudal de un modo razonable y se vuelven más pobres que los pobres. Vendí todo lo que tenía; le pedí dinero a mi madre, prometiendo pagar la deuda con mercaderías extranjeras que podría ella vender en su boutique. Conseguí todo porque mi alma en llamas es capaz de cualquier cosa para conseguir algo que me salve de una vida que no soporto.
Conseguí hasta parecer pobre, ya que nada me bastaba.
Zarpamos de Buenos Aires una mañana preciosa de otoño, en un barco que nos llevaba con nuestro automóvil, nuestro amor y nuestra alegría. Rompíamos las amarras: todo lo que era tedio o sufrimiento quedaba en el puerto, entre las personas que agitaban sus pañuelos, algunas con lágrimas, porque éramos queridos por amigos y amantes.
La travesía fue tan feliz que se disolvió en nuestro recuerdo como un merengue en la boca. Pero la llegada al puerto final de la travesía fue el comienzo de nuestros inconvenientes. Retirar el automóvil, primero de la bodega y después de la aduana, resultó molesto. No lo habíamos previsto. Cuántos trámites tuvimos que hacer antes de recuperarlo: aparentemente los papeles no estaban en regla. Mirta no dormía ni reía; se sentía culpable, como si hubiera robado el auto. Después de muchas discusiones en que no entendíamos las malas palabras que nos propinaban, todo se aclaró: los papeles estaban en orden. Cuando Mirta se vio frente al automóvil en tierra firme, casi desnuda se abrazó a la máquina. Es difícil abrazar a un automóvil, pero ella supo hacerlo.
Espero que a ningún hombre se haya abrazado de esa forma. Con violencia la arranqué del capot. "¿Qué significan estas escenas?", le grité, al verla en posturas tan provocativas. "Si te violan después, no te quejes." Un fotógrafo que pasaba por azar la fotografió. Era un periodista, sin duda. Este fue mi primer encono contra Mirta. La zamarreé y la obligué a seguirme. Se puso a llorar. Nos reconciliamos, pero no fue por mucho tiempo. Yo añoraba la vida del barco, donde las horas transcurrían inadvertidas. Mirta quería llegar pronto a París, para anotarse en una carrera de automóviles. Le dije que sus pretensiones eran inauditas, que manejaba mal, que ni a una niña de diez años se le ocurría semejante locura. Ya me había fastidiado bastante con sus incipientes carreras en la provincia de Buenos Aires, como la única mujer "Reina del volante" que salía fotografiada de improviso en todas las revistas. Insistí en no ir directamente a París, en aprovechar el viaje, aunque sólo fuera por veinte días, para conocer las ciudades, la arquitectura, la pintura, la escultura, las iglesias, los jardines, el paisaje de esa región de Francia. Mis argumentos eran serios: estando en la misma tierra donde surgieron, sería una vergüenza no conocer las obras de arte y los edificios más celebres que podían admirarse en las tarjetas postales y en las guías turísticas. Mirta accedió; declaró que de paso, en el trayecto, practicaría mejor el manejo del automóvil, que tanto le criticaba.
Hicimos un viaje maravilloso; yo dormía todo el tiempo, hasta que un día, cansado de tantas cosas interesantes, me encerré en el hotel y ella se fue sola.
Sufrí como un animal herido, creyendo que nunca volvería, pues apasionada como era, podía cometer cualquier locura. Volvió tardísimo, sin disculparse. Me dijo que encontró a un francés maravilloso, periodista sin duda, que en cinco días le enseñaría a hablar francés correctamente, por lo que pensó que deberíamos quedamos en ese hotel tan lujoso y de nombre tan sencillo: se llamaba La Liebre
Feliz. Me mostró el cuaderno con las anotaciones que el francés le puso, convenciéndola de que era más fácil la lengua francesa que la española, tan llena de chistidos. Sin duda creyó que era española. En el cuaderno figuraban las palabras más fáciles de recordar en francés que en español: Cheri era "querido", bleu era "azul", rue era "calle", chien era "perro”, baile era "pelota", auto era "automóvil”, seul era "solo", ciel era "cielo". No se podía negar que las palabras francesas eran más simples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspondía a “sol", y arbre a "árbol", y bleu—ciel a "celeste". Durante cinco días Mirta tomó lecciones con el francés, que era un insolente. Cuando nos traían café, bebía todo el contenido de la cafetera y peinó con mi peine su pelo grasiento. Usaba un mechón de pelo sobre el ojo derecho y sacudía la cabeza, no para quitárselo sino para colocárselo, como hacen las mujeres. Le pregunté un día qué malas palabras hay en francés, las que se usan ahora, porque las palabras van con la moda.
Espéce de con –dijo.
—¿Qué otra?.
—Merde, tonnerre de Dieu.
—¿Por qué la palabra que designa el sexo es una mala palabra?.
—No sé. Averígüelo por otro lado. No soy un diccionario.
En realidad no me interesaban esas nimiedades del idioma, pero no sabía de qué hablarle cuando nos encontrábamos uno frente a otro, mientras Mirta se encerraba en el cuarto de baño para lavarse el pelo.
Pasamos unos días, si no hubiera sido por el francés, agradables. Nunca vi árboles tan lindos ni playas tan acogedoras. Extrañaba el cielo de Buenos Aires, el canto de los pájaros insolentes que tenemos en la lánguida luz de las tardes en que todo se desmaya, hasta el aire, hasta las brisas, hasta el canto de algunos pájaros desvelados, hasta el corazón que los escucha. Mirta insistía en la necesidad de aprender el francés correctamente. En los restaurantes trataba de hablar en francés con el mozo, que parecía un actor de cinematógrafo. Un  papagayo en la entrada del hotel era un pretexto para contribuir a la relación que había entre el joven profesor de francés y el mozo, que andaba siempre con un escarbadientes en la boca, de diente en diente.
¿Estábamos en París o soñábamos?. El corazón de Mirta latía con esa rumor salvaje que se oye en las carreras de automóviles, de noche. No podía dormirme; tenía que mirarla para asegurarme de que no era un automóvil ni un violín, ni un cambio de velocidades, que era un ser humano el que dormía a mi lado, que era un ser humano el que me abrazaba. La abandoné a sus sueños una noche en que el latido de su corazón movía la cama con demasiado ardor.
Aquella noche me confesó que se había inscrito en una carrera, no muy importante, pero carrera al fin. Resolví verla por televisión y no acudir al autódromo. Mirta se vistió aquel día con un traje muy elegante. Ella, que rara vez se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunstancias, ese día se preocupó. Para que la divisara mejor, eligió un tono de color rojizo para el suéter y un pañuelo azul marino para el cuello. Vi la carrera en el televisor del hotel. Me apenó mucho que no ganara, pero me consolé: los desencantos tal vez enfriaran su pasión por las carreras y podríamos llevar una vida normal, sin sobresaltos.
Nada es tan horrible como una pasión no compartida cuando se ama realmente a alguien. Sentía que mi vida se desgastaba oyéndola hablar de automóviles, sin poder compartir ni reconocer las marcas, ni sus potencias ni sus perfecciones. La mujer de un cuadro de Ingres me hubiera satisfecho más que esos autos que extasiaban a Mirta.
Una noche volvió del cine, después de las once. No me dijo qué fue a ver ni con quién, pero sospecho que el francés había llegado. No le reproche su conducta. Nunca me había ignorado hasta tal punto. Creo que le dolió no ser aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera simplemente por haberse inscrito en una carrera sin mi consentimiento o mi cariñosa atención.
Por la noche sentí latir su corazón de automóvil a mi lado y sus ojos debajo de los párpados, cerrados, que se movían como si vieran algo, algo movedizo, huidizo. Me levanté y me acosté en el suelo para poder dormir; dicen que es bueno para la columna vertebral, pero ni se me ocurrió pensar en la columna.
Ella no advirtió mi inquietud ni mi ausencia de la cama. Semidormida, parecía más dormida que totalmente dormida. No fue sino después del alba cuando pude recobrar mi lugar en la cama.
Vivir es difícil para cualquiera que ama demasiado. No podía alejarme de Mirta sin morir, ni acercarme, sin también morir. Elegí alejarme. Un día salí temprano, para ver museos, palacios y jardines, las orillas del Sena, las catedrales, las más diminutas iglesias; cuando volví a la noche, como después de un largo viaje, Mirta no estaba en el hotel. Salí de nuevo. En vano la busqué por todas partes. Al volver a la madrugada, me pareció que oía su respiración. Era un automóvil, con el motor en marcha, estacionado frente a la puerta del hotel.
Me acerqué: en el interior no había nadie. Lo toque, sentí vibrar sus vidrios. Tan enloquecido estaba que me pregunté si sería Mirta. Entré en el hotel. En la conserjería no había ningún mensaje para mí. El portero no sabía quién había dejado ese automóvil. De pronto pasó algo inexplicable. Suavemente el automóvil empezó a alejarse. Traté de alcanzarlo, pero no pude.
Desde ese día, busco el automóvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, me puse en su camino, sin lograr nunca descubrir quién lo manejaba, ni morir bajo sus ruedas. Vivo en París, porque sólo en París puedo alcanzar mi esperanza, cumplir mi deseo.
Hay gente que me aplaude. "Qué lindo vivir aquí." Otra gente se pregunta:
"¿Por qué diablos se fue a vivir a París?".

Anoche, después de salir en busca del automóvil, que no encontré, escribí una carta a Mirta, que le dejaré en la conserjería del hotel. Acá viviré mientras tenga plata para seguir gastando. Cuando se acabe, buscaré trabajo.
Querida Mirta,
A qué me servirá vivir si no estás a mi lado. Amar en exceso destruye lo que amamos: a vos te destruyó el automóvil. Vos me destruiste (no lo digo con ironía). En esta ciudad te busco porque te has transformado en esa horrible máquina que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos. Ahora te busco sin cesar, pero tu velocidad no me permite arrojarme bajo tus ruedas.
Además, nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acostarme en medio de las calles por donde pienso que pasarás. Eran tantas las calles que te gustaban que no puedo saber cuál vas a elegir. No comprendo cómo llegué a tan absoluta renuncia de mí mismo: ya no tomo en cuenta lo que puedas sentir por mí. Soy un verdadero fantasma: el mundo que me rodea es un recuerdo, sólo un recuerdo. Lo actual no me importa. Débilmente vuelven a mí versos que me gustaron y que retuve en la memoria, fortalecida por la nostalgia; versos que fluyen como ríos, rodeando imágenes de árboles genealógicos o reales, árboles del mundo entero que no olvido: "Es lo que llaman en el mundo ausencia, fuego en el alma y en la vida infierno".
Lo demás no existe, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la ciudad, los libros, las cuentas, las estafas, las guerras, las revoluciones, el prestigio, el deshonor, el sexo, la codicia, el terror: nada importa, podés estar segura, cuando el dolor ha carcomido los huesos y la sangre que la vida reanima por un instante frente al automóvil que te lleva.




viernes, 14 de octubre de 2011

LA SOGA de Silvina OCAMPO

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: "Toñito, no juegues con la soga". La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.Si alguien le pedía:-Toñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente contestaba:-No.
A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas. Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
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