Chet Baker |
El sonido que tanto amaba se había
transformado en una bola de plumas que lo ahogaba con cada nota. Chet vivía
relleno de plumas. A veces sentía que el vientre se le estiraba tanto al
respirar, que las plumas corrían formando círculos en su garganta y ascendían
hasta tocar el aire exterior, pero sólo unas pocas rozaban el descampado, y
eran esas las notas que ásperas se desollaban hasta la pared, la traspasaban y
sus vecinos golpeaban con fuerza del otro lado. Él, prefería responder con
plumas. Y así se sucedían los días. Entre una pared y otra la cama deshecha en
bolsas de papel, libros abiertos, ropas desiertas apiladas sobre un cimiento
escupido, salivado y desangrado. Su boca, torcida, cuajada, desencajada
le recordaba el vidrio de los vasos al chocar y romper en salpicados
tragos. Largos tragos ardientes, necesarios tragos para sus plumas. Chet alzaba
su trompeta al cielo y desprendía aires azules que frotaban las nubes y las
congelaban, dejando helado el tiempo en el que tuvo un dulce y exquisito
sonido.
Desde su ángulo no podía perder el
aire, pero si la compostura. Se decía que su popularidad se había servido en
ese largo vaso y ahora se desahogaba descartando posiciones que devolvieran
aquel sonido perdido. Desde esa noche su vida como músico había llegado a un
fin. Completamente embriagado en subterráneos túneles, desarmaba el aire con
ofensas y golpes. Las luces lo llevaban a los destellos en el frío de la
artillería descargada sobre sus compañeros. El desastre de un colapso en
el viaje, pensaba, como un combate podría traerlo a los bares y dejarlo vagando
por los rostros de enemigos a cada paso. No era fortuito pasar tantos años
sosteniendo el fusil. Al pasear entre los peinados frescos del bar, mientras la
banda tocaba, sentía sus pies húmedos y fríos con el desplomado volar de la
tierra por las bombas. Entonces entraba la batería y el platillo, ágil,
galopaba con la escobilla. El pedía con el brazo una vuelta más. Entraba
su parte, y empezaba con sutileza a desplegar el arte de los sueños. Su voz se
suspendía dulcemente, acariciando el aire. Luego entraba el piano en Alone
Together, y suavemente acercaba la boquilla a sus labios y las manos sentían el
acero blando con cada nota. Era sublime escucharlo, y ver sus plumas
desplegadas al volar dándole a cada nota la belleza justa de un paso lento y
absolutamente justo. Pero no tardó en volver al momento de la muerte de
su música. Una dura discusión con su voz interior lo alentaba a pararse y dejar
la trompeta para tomar el arma. Tal vez ese fue el momento en el que no pudo
dejar de tocar, el sonido de las voces era una orquesta que flotaba sobre su conciencia.
Gritos sobre cuerpos chocando, mesas destrozadas con vidrios y madera blanda en
su carne. Los golpes se descargaron sobre su rostro y sus plumas se crisparon
como púas ardientes. Así, el punto de apoyo y eje de su preciado sonido se
disolvieron. Silencio, Chet tirado en el suelo, ya no se levanta.
El amargo sabor de la sangre le
recuerda a su boca deshecha y la imposibilidad de volver a recuperarla.
Destrozado para siempre, su labio se dormía al sentarse en cualquier espacio
público. De esta manera, los recuerdos de aquellos tiempos lo dominaban en un
profundo continuo de días atados. Se despertaba en pose de seguir buscando
aquella embocadura y vagaba por los desiertos sentado en el capot de su chevy,
preguntando como devolverle a las formas pasadas su misterio. La jarilla lo
envenenaba con su perfume penetrante, le desataba los cordones para salirse y
engancharse con la tierra desprendida al viento. Chet no dejaba de sentirse un
cuerpo. Muerto el cuerpo luego de la noche, su vida desaparecía. Tal vez el
tono pálido de su piel lo llevara a querer llegar a aquel peldaño, esa
inexplicable cadencia escondida detrás de la negrura, un ritmo sin presión, el
swing absolutamente natural que camina tan fácil como el aire del viento.
Él no podía llegar a eso. Nunca pudo. Noches enteras escuchando y
codiciando el volar de las plumas negras. Lo sentía correr por los brazos, la
imposibilidad yacía al sostener y erguir su trompeta. Incorporaba su blanca
piel desajustada y ya el sentido desalineado los arrastraba por notas largas
que costaban y se rompían antes de terminar dulcemente. Una vez por semana
venía a visitarlo Charlie. Chet en ese momento transpiraba, el timbre sonaba.
Su corazón se salía del sistema y él dejaba de hacer lo que diablos estuviera
haciendo para correr y atravesar la habitación. Colocaba una silla, y sentaba a
Bird. Ambos se miraban fijamente. Bird le sonreía y su intensa tez negra se
hundía levemente. Desabotonaba su camisa y sus dientes blancos brillaban al
inclinarse y abrir el estuche. Antes de llegar a marcar las posiciones en las
llaves del saxo, la mano de Bird se inclinaba señalando el vaso. Entonces Chet
le servía ron hasta el borde. Bird, conforme, desplegaba su arte. Dejaba correr
los sonidos uno pisando el talón del otro en sucesiones de espectros
encadenados que flotaban e iluminaban la mirada de Chet. Sentía que se perdía.
Sus plumas se retorcían al escucharlo y se enredaban en nubes de espinas que lo
dejaban sin aliento ni saliva. Mojando sus labios, recordaba los tiempos pasados
en que había tocado junto a Bird. Entonces comenzaba a maldecir, la imagen de
Bird desaparecía y los retumbos de su voz se entumecían entre las paredes, todo
volaba, las plumas escupidas flotaban por la habitación. Los vecinos cuentan
que los ruidos eran insoportables y que al intentar llamar a su puerta los
vasos seguían estallando. Una mezcla entre golpes metálicos y soplidos se
sucedían sobre voces, tal vez a sí mismo, tal vez a aquel otro que nunca
volvió. Y luego la calma.