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viernes, 31 de julio de 2015

MALDITOS AIRES de Renate MÖRDER

 Foto :Aldo SESSA
ANOCHECÍA.

AMANDA se llenaba de temores a esa hora. La oscuridad como un manto tapaba la ciudad y la gente buena que le daba unas monedas se esfumaba. Miró con desconfianza a su alrededor, en cualquier momento empezaban a salir las alimañas. Arrastrando su atado de ropa mugrienta se sentó en un lugar que juzgó seguro y sacó de una bolsa un pan que mordió como pudo con sus escasos dientes.“Felipe ¿Dónde estás? –dijo en voz alta- ¿Cuándo me vas a venir a buscar?”. 

GERARDO circulaba por Avenida Corrientes. Estaba a dos horas de finalizar su turno en el taxi y no había recaudado nada. Un mensaje de su mujer en su teléfono celular le recordó que debía comprar comida. “Eso si rasco un mango” pensó. En la esquina de Corrientes y Malabia una mujer le hizo señas. Frenó el taxi y recibió con una sonrisa a la pasajera. “¿Adónde?”.“A Diagonal y Florida” 

CORREA le entregó a su jefe Sandoval las fotocopias del relevamiento de personas en situación de calle, que había realizado un ejército de asistentes sociales contratados por la alcaldía de la ciudad. Estaba muy excitado con aquella nueva misión y con su trabajo actual que le permitía nada más y nada menos que codearse con el alcalde. Emocionado recordó las palabras del gobernante: “Muchachos, hay que limpiar esta ciudad. Lanzaré a la calle corderos de día y lobos de noche. Ustedes son mis lobos”. Correa sonrió, le encantaba pensarse a sí mismo como un lobo. 

SANDOVAL, oficial retirado de la Policía y actual jefe de seguridad de la alcaldía, tomó los papeles con aire ausente, acababa de hablar con su amante que le había dado el ultimátum “O venís esta noche o te despedís de mí”. Miró a Correa que sonreía como un idiota “Yo no voy a ser de la partida -le dijo sin más preámbulos- ¿Vas a poder hacerte cargo?”, “Sí jefe, por supuesto. Quédese tranquilo”. Sandoval inexpresivo le devolvió las fotocopias.“No la cagues” le advirtió y luego salió apresurado rumbo a la casa de su amante. 

GERARDO dejó a su pasajera en Diagonal Norte y Florida y siguió hasta la Plaza de Mayo en donde levantó a un viejo de peinado engominado que le pidió que lo llevara a “Falcón y Pumacahua”. El taxista condujo en silencio como era su estilo. No le prestó atención a su pasajero hasta que lo escuchó balbucear y lo vio desmayarse tras sufrir algunas convulsiones. Gerardo sin saber que hacer frenó y bajó la bandera. Miró al viejo que permanecía inconsciente o quizás muerto en el asiento trasero. Le metió la mano en el bolsillo interno del saco para quitarle la billetera y retrocedió al ver que llevaba una pistola. Tras lanzar una maldición, puso su vehículo en marcha y se dirigió a la autopista. Mientras dejaba tirado al hombre en un lugar solitario pensó “Qué Dios me perdone”.

AMANDA vio como arrojaban a alguien de un taxi y se acercó despacio. Con cautela giró el cuerpo y sin poder creer lo que veían sus ojos gritó: “Felipe, viniste Felipe”. Arrastró con torpeza el cuerpo hasta donde estaban sus trastos y besó con pasión al hombre desconocido que apenas si respiraba. 

CORREA descendió del automóvil detrás de sus secuaces y observó como rociaban con gasolina a una mendiga y su pareja. Era la segunda “limpieza” que hacían esa noche. Se acercó morboso para ver bien de cerca la pira. Un segundo antes de que todo ardiera, le pareció reconocer el rostro del mendigo. Incrédulo susurró: “¿Sandoval?”, pero con un “Dale boludo se hace tarde” sus compañeros lo metieron en el automóvil y lo alejaron raudamente del lugar.


jueves, 29 de mayo de 2014

PARADOJA de Renate Mörder

La Plaza de Mayo ya no les parecía ni agradable ni pintoresca. De hecho, el haberse quedado varados en la plaza principal de un lejano país sudamericano era casi lo peor que les podía haber pasado.
Lynette reprimió una lágrima. Se veía espectacular con su cabello rubio al viento y su escultural cuerpo cubierto por un vestido azulino de corte impecable. Mientras observaba sus zapatos a tono con el vestido pensó en su maravillosa vida pasada, en su infancia en Noruega, en su adolescencia en París, en sus amores, en sus excitantes aventuras por el mundo en busca de John Mallory.
 -Si al menos esto le hubiera sucedido unos días después…
Erik observó el rostro de la mujer que, aunque sombrío, lucía perfecto. Era la enésima vez que la escuchaba decir lo mismo y, en definitiva, por más que se quejaran Lars había muerto y ya no había vuelta atrás.
 -Si no hubiera fumado tanto su corazón quizás lo hubiera soportado –siguió lamentándose la mujer- ¿A quién se le ocurre subir seis pisos por la escalera?
Erik la ignoró y desplegó un papel con una dirección escrita que Lars había puesto en sus manos “Corrientes y 25 de mayo. Hotel Jousten”. Maldijo entre dientes. Se encontraban exactamente a cuatro cuadras de donde se hospedaba el canalla de Mallory y nunca iban a atraparlo. Diez años y cuatro libros para nada.
  -Hubiera bastado con una hora –dijo con expresión indignada- si Lars hubiera muerto una hora más tarde, habríamos atrapado a Mallory ¿Te das cuenta?
Lynette no contestó. Con la mirada vacía observó la fecha grabada en la estatua que descansaba sobre una especie de obelisco en el centro de la plaza. “25 de mayo de 1810” musitó y sus bellas facciones se transformaron en una mueca. La señora de túnica, lanza, escudo y gorro parecía llevar casi dos siglos ahí y probablemente ellos correrían la misma suerte.
 -No podríamos haber tenido peor destino –exclamó ella de pronto- estacionados aquí sin llegar a Mallory, sin poder concretar nuestra venganza, sin poder volver a casa …
 -Sin llegar nunca a estar juntos –agregó Erik triste.
Lynette suspiró e ignoró la mirada anhelante de su compañero. Años de insinuación y flirteo también iban a quedar en la nada.
Permanecieron en silencio uno junto al otro, atormentados por la fatalidad que los había puesto en esa paradoja, por todo lo que fue y por todo lo que podría haber sido.
 -Quizás la ambición de la viuda de Lars nos salva –dijo Erik esperanzado- y un día de estos, sedienta de dólares, lleva el manuscrito a la editorial y algún oscuro escritor de segunda nos saca de esta maldita plaza.
 -Ojalá –contestó Lynette sin entusiasmo.
Se mantuvieron un rato más callados, mirando sin ver a un pordiosero que dormía plácidamente sobre una manta mugrosa, hasta que la mujer quebró el silencio y exclamó:
 -¡Maldito Lars! ¿Por qué tuvo que fumar tanto?
Erik hastiado y resignado sin siquiera mirarla contestó:
 -Todos los escritores fuman, Lynette.

domingo, 27 de enero de 2013

CELIA de Renate MÖRDER

Celia abrió el paquete de pasteles, lo apoyo sobre sus rodillas, miró las confituras, se relamió. Una expresión de placer casi perverso se reflejó en su obeso rostro.
Contó los pequeños pasteles, eran quince: cuatro de crema, tres de chocolate, uno de frutilla, dos de almendras y cinco de coco; todos eran distintos entre sí.
-Me los mandaron tal cual los pedí -dijo sonriendo satisfecha mientras repasaba mentalmente el orden en que tenía que comerlos. El primero debía ser de crema, miró los cuatro y eligió el mejor. Sí, el mejor, porque éste representaba a Bernie; y Bernie, con su cabello rubio y su piel blanca, había sido el que le había dado más satisfacciones. Con mirada soñadora evocó su pareja de tantos años. Comió lentamente el pastel, lo saboreó, tragó el último bocado, suspiró.
El segundo pastel representaba a Benjamin, y también debía ser de crema, ya que Benjamin había sido casi albino, pero este debía ser un pastel sin demasiadas pretensiones, lo mismo que el que representaba a Tomás que era el que debía comer en quinto lugar y el que le recordaría a David que era el número diez. Buscó el menos atractivo y lo comió de un solo bocado.
Miró la hora y pensó con tristeza "Se está haciendo tarde".
El tercer y cuarto pastel debían ser de chocolate como Ricky y Jesús, esos dos maravillosos mulatos centroamericanos que habían ido cierto día a hacer unos arreglos en su casa y se habían incorporado a su vida para siempre. "Todos conviven dentro de mí, todos son parte mía y todo valió la pena" pensó.
El quinto era Tomás y lo deglutió rápidamente. El sexto era Robert y era de almendras, tan sabroso y dorado como él, que era dorado de pies a cabeza, "Una maravilla".
El séptimo, octavo y noveno pasaron sin pena ni gloria, tal como pasaron Willy, un pelirrojo intrascendente representado por el único pastel de frutillas y los canosos George y Joe, dos insípidos pasteles de coco.
El décimo era David, el peor de los de crema. El número once, Alfred "Una delicia de chocolate".
Volvió a mirar la hora nerviosa y se sirvió una copa de licor mientras pensaba en las inyecciones que le iban a aplicar en un rato y en lo mucho que odiaba las inyecciones.
Miró la bandeja, aún quedaban cuatro pasteles. El número doce era de almendras, el más delicioso de los de almendras porque era Paulo, un adorable brasileño que le había encargado unas traducciones. Sonrió, "El placer no tiene límites" se dijo.
Miró los tres que quedaban, eran exquisitos, los mejores de coco. Pensó con pena que no iba a poder comerlos enteros. Pero bueno, la vida era así, los vecinos entrometidos eran así. "La gente es mala" dijo en voz alta. Comió despacio tres cuartas partes de dos de los pasteles y la mitad del último.
Se sirvió la última copa de licor, la bebió despacio. Luego se puso de pie, miró hacia la puerta y dijo en perfecto inglés "Ya terminé". La puerta se abrió e ingresó un sacerdote. El religioso avanzó despacio, y se sentó temeroso a casi un metro del lugar en el que estaba ella. Comenzó a hablarle en inglés, pero ella no lo escuchaba. Ella, seguía pensando en sus pasteles y en sus hombres.
"Todos forman parte de mi, todos son parte mía" se decía a si misma mientras sonreía con satisfacción.
- Hija -exclamó de pronto el sacerdote.
El sonido de la palabra en español la sobresaltó.
- Sí padre.
- ¿No te arrepientes de tus pecados? ¿No te arrepientes de tus crímenes?
Ella lo miró y observó la bandeja con los restos de los tres últimos pasteles de coco, y recordó con pena lo que había quedado en el refrigerador del sótano de su casa. El obeso rostro de la mujer se ensombreció.
- Una pena -susurró- una pena.
El sacerdote suspiró aliviado y dijo:
- Entonces ¿Te arrepientes?
Ella lo miró burlona y con expresión satisfecha le contestó:
- No padre. Si pudiera, volvería a comérmelos a todos.
El sacerdote se persignó y ella lanzó una carcajada.
Entraron los guardias tomaron a Celia de un brazo, la sacaron de su celda y la escoltaron por el viejo y frío pasillo de la cárcel.
Celia, avanzando con desgano, dijo en voz alta: "Odio las inyecciones", pero nadie la escuchó, pues el grito del guardia que había quedado en la celda ahogó su última queja:
- Dead woman walking
- Mujer muerta caminando -susurró Celia con su vieja costumbre de traducirlo todo.

domingo, 8 de enero de 2012

SIN PIEDAD de Renate MÖRDER

El parque desierto y la noche lluviosa se confabulan para proteger mi reunión de miradas indiscretas. Amparado por un monumento, observo a los tres hombres que me aguardan, sus siniestras siluetas con paraguas contrastan como una sombra chinesca con el cielo azul violáceo. Permanecen de pie junto a un cesto, casi inmóviles.
Fue fácil juntarlos, bastó con un llamado telefónico: “Habla el secretario de Monseñor von Kunt, esta llamada es extraoficial. Su Eminencia está interesado en reunirse con usted para resolver su inconveniente”. Los tres habían aceptado de inmediato.
Uno de ellos mira la hora mientras otro cambia la posición de sus piernas, parecen ansiosos de borrar con el codo “sus inconvenientes”. No hay contrición en sus corazones, sólo hay maldad y especulación. A través de la lente observo sus rostros lascivos, sus bocas indecentes y creo adivinar sus fantasías: con la misericordia y complicidad del obispo, se trasladarán a nuevas iglesias, con nuevas congregaciones llenas de pequeños feligreses.
Enfoco primero a uno y después al otro, sin decidirme. Los tres me provocan la misma repulsión pero mi sentido práctico me indica que deje al más viejo para el final. Me persigno en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y disparo tres veces. Las balas se incrustan silenciosas en los cuerpos de las ovejas descarriadas. Caen como marionetas; el viento sopla y arrastra los paraguas. Como un cruzado, atravieso el parque y vuelvo a mi automóvil. Me siento en paz, soy como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, pero sin piedad.

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