(Autora: ©Marifelita)
Durante años regenté una consulta de adivinación, como hizo en su día mi madre y a su vez también la suya y así por generaciones. Mis habilidades fueron siempre valoradas por mis vecinos y también por gentes de tierras lejanas, por lo visto hasta allí llegó mi buena fama, por lo certero de mis predicciones. Nadie tiene queja de mis augurios. Tanto sin son favorables, ya que saben con certeza que se cumplirán tarde o temprano, como cuando no lo son. Entonces mis pobres visitantes bajan la cabeza al escuchar mis palabras, alargan su mano para pagar y agradecer mis servicios y salen de mi consulta cabizbajos y arrastrando los pies, asumiendo como cierta e inexorable mi predicción.
Siempre he estado orgullosa del bien que hago a mi comunidad. Les doy buenas razones para vivir, tanto si les auguro felicidad para que la disfruten mientras puedan, como si les adelanto una triste y próxima desgracia, para que valoren el tiempo que les queda de la forma que se merecen.
Hace unos días hice mi última predicción y mi vida cambió por completo. Sentada en mi butaca, leyendo como acostumbro cuando no estoy ocupada, oí la campanilla que anunciaba la entrada de una visita a la consulta. Me situé tras mi fiel bola de cristal, y cuando levanté la vista para saludar al nuevo visitante me quedé petrificada. Mi respiración se entrecortó por unos segundos al comprobar que era yo misma la que me visitaba y no se trataba de ningún sueño.
Mi “yo” visitante se sentó al otro lado de la mesa y para mi sorpresa me preguntó por su futuro más próximo. Sin poder articular palabra y sin creer todavía lo que mis ojos me mostraban, observé cada uno de los rincones y líneas de su cara y bajé la mirada algo atemorizada hacia mi bola de cristal, sin comprender lo que estaba ocurriendo y al mismo tiempo temiendo que me devolviera alguna imagen no deseada.
La gran máxima en nuestra profesión es no consultar nunca nuestra propia fortuna bajo peligro de muerte. Y como no podía ser de otra manera, mi vieja bola de cristal me regaló una imagen que sin duda merecía por haber desobedecido nuestra ley sagrada. Mi otro “yo” cansada de esperar una respuesta que no llegaba y de verme congelada como una estatua, se levantó de su silla y sin mediar palabra me mostró una sonrisa entre macabra y desdeñosa, antes de desaparecer por aquella puerta, anunciando la maldita campanilla su partida.
Esa misma tarde cerré mi consulta para siempre y la puse en venta junto con todos mis instrumentos de adivinación. Compré una vieja cabaña en la montaña, con un pequeño terreno donde cultivar un huerto y colocar un pequeño corral con algunos animales para asegurar mi sustento.
Aunque lejos ya de todo peligro que me pueda acechar al otro lado de la puerta, siento que desde entonces no vivo. Porque vivir con miedo no es vivir. Pero hoy he sabido que mi tiempo se acaba. Esta mañana picaban a la puerta y he salido a ver quién era. Al abrir la puerta, tras ella ha entrado rodando en la cabaña mi vieja bola de cristal acompañada de una serpiente siseante que, con su zigzagueo hipnótico, me había mordido en el tobillo sin que yo me diera cuenta.
Ahora mientras escribo estas últimas líneas, quiero dejar constancia que esta misma imagen es la que mi vieja bola de cristal me mostró aquel día que me visité en mi consulta, y que querer saber mi futuro fue, sin duda alguna, mi gran perdición.
(Relato perteneciente
a la propuesta de Variétés: “Surrealismo”)
No se puede huir del destino, allá donde vayamos, él vendría siempre con nosotros, es nuestra sombra fiel escudero. Un besote.
ResponderEliminarMe encantó!
ResponderEliminarBuen reto!
Un abrazo.