(Autor: ©Gabiliante)
El juez De la Torre tenía un tic. Ocasionalmente levantaba una de las comisuras de la boca; a veces la derecha, otras veces la izquierda. Esto, supuestamente, representaría un problema, porque podía delatar el sentido de sus sentencias; como los antiguos jugadores amateur de poker, cuando se echaban un farol. Pero no en el caso del juez De la Torre. Entre abogados y fiscales ―que continuaban siendo humanos― aún se practicaba aquello de poner motes, y el apellido del juez “De la Torre” se le apostillaba con “colgará el acusado”. Era una exageración porque ya no hay pena de muerte, pero deja claro de qué lado suelen ir sus sentencias. Obviamente era un androide, como todo el resto de jueces.
Cuando las IAs estuvieron lo suficientemente desarrolladas cambió la legislación y la judicatura humana quedó extinta. Primero era un ordenador cuántico conectado por miles de cables el que ocupaba el asiento del juez, pero la gente comenzó a negarse a ser juzgada por un mamotreto, y finalmente, cuando la robótica lo permitió, fueron los androides, indistinguibles físicamente de los humanos, los que tomaron el asiento. Que las máquinas no pueden fallar seguía siendo tan cierto como con los mamotretos, pero la gente ahora sí que lo aceptó.
En el caso que nos ocupa, el acusado era un vendedor. Bueno en realidad era un comerciante porque igual hacia compra-venta que alquiler, leasing o renting de niños. Era un todoterreno. Uno pagaba una cantidad importante, en el caso de la compraventa y se lo quedaba para siempre. Si no tenía bastante dinero, hacía un contrato de leasing: pagaba mensualmente un alquiler y cuando había pagado todos los plazos se quedaba la mercancía en propiedad, para hacer con ella lo que quisiera. O podía hacer un renting: pagaba mensualmente una cuota y cuando la mercancía estaba destrozada por el uso, la devolvía y se la cambiaban por un niño sin estrenar. Esta era la modalidad más popular porque evitaba el aburrimiento del cliente.
Los compraba, ―no quedó claro que los secuestrara―, los almacenaba en una jaula, todos juntos y luego, lo que el mercado dispusiera. Eran siempre niños masculinos. Haber mezclado hubiera sido poco decente según manifestó el acusado en el propio juicio, coincidiendo curiosamente con uno de los referidos tics del juez De la Torre; en este caso de la comisura izquierda. Llegada la hora de la sentencia la sala estaba atiborrada, porque se había convertido en un juicio mediático. El problema que se le presentaba al juez es que el secuestro no quedó demostrado, y mucho menos que el acusado abusara sexualmente de los niños. En este caso no hubiera habido problema en condenar a cadena perpetua. Y la sentencia por tráfico de personas, en aquel momento era de tres a diez años.
―El acusado queda en libertad, por falta de pruebas. Pueden abandonar la sala. Usted también ―apostilló dirigiéndose al acusado.
Todo el mundo quedó petrificado en la sala. Ni siquiera hubo abucheos hasta cinco minutos después, solo murmullos. Todo el mundo intentaba digerir lo que acababa de escuchar, pero sin éxito.
El acusado salió por su propio pie. La calle estaba vacía. Ningún periodista, ni cámaras ni nada. Todos estaban dentro. Nadie podía esperar que saliera en libertad. Se plantó en mitad de la Gran Vía alzando los brazos, casi podría decirse que a modo de provocación. La rueda de un 747 cayó del cielo obsesionada por ocupar el mismo lugar que el ex-acusado, aunque fuera por la fuerza. Esto coincidió con otro tic del juez De la Torre; en este caso de la comisura derecha.
El informe pericial del accidente del desprendimiento de la rueda no tuvo una conclusión clara. Todo el sistema de aterrizaje del avión está completamente automatizado y controlado por un sistema informático. No quedaron registrados errores que justificaran el desprendimiento de la rueda. No hay intervención humana en ninguna de las fases de aterrizaje y nadie discute que las máquinas no se equivocan.
También hubo estudios sobre las posibilidades de que la rueda cayera exactamente donde cayó. Estos fueron no oficiales, y concluyeron, como no podía ser de otra forma, que las posibilidades eran infinitesimales. La rueda no es en sí misma una máquina, pero puede considerarse parte de una, y todos sabemos que las máquinas, aunque sea en caída libre, no fallan. Excepto en el caso del juez De la Torre, que tiene ese fallo, ese tic, que cuando lo hace con la comisura derecha se parece extrañamente a una medio sonrisa humana.
(Relato perteneciente
a la propuesta de Variétés: “IA”)