Andrasio se despertó con un gran dolor en el cuello. No había dormido bien. Sabía que había oído una conversación que le concernía pero se le había olvidado la mayoría de ella. Se dio un masaje con la mano derecha en el cuello, porque, aunque ya no le dolía prácticamente en ningún momento su brazo izquierdo, prefería no usarlo mucho. Su aspecto general también había cambiado: el pelo le había crecido y ahora tenía barba y bigote abundantes. Había pasado más de un mes y, aunque echaba de menos llevar el pelo con el corte reglamentario e ir sin barba ni bigote, tenía que aceptar que así era muchísimo más difícil que alguien de su vida anterior le reconociese.
Lo que le había quedado meridianamente claro es que le habían declarado culpable de un delito que no había cometido, lo que le decía dos cosas: era más que probable que el gobernador de la Gran Fortaleza de Tandras estuviera vivo (¡ese traidor!) y, además, era muy probable que, aunque se presentase a defender su inocencia, fuera condenado porque dudaba que quedase vivo alguien cuyo testimonio le pudiera favorecer. Al fin y al cabo, él había visto que el ataque no había tenido nada normal y que el Gobernador había asesinado al jefe de la Guardia, el Capitán que había osado enfrentarle porque no quería rendir la fortaleza sin luchar y, mucho menos, sin perder la batalla.
Miró por la escotilla de su camarote y vio el mar en calma y un precioso amanecer, aunque estuviera nublado, y respiró hondo. Aquella imagen le volvía a la vida, con aquellas luces penetrando entre las nubes; y le hacía querer olvidar todo lo que había pasado, aunque supiera que era imposible y que aquello lo iba a tener presente, cualquiera que fuese lo que le aguardase en el futuro. Porque ahora sabía que muchos habían traicionado, no sólo a él, que no dejaba de ser un arquero más (quizás mejor que otros, pero otro más), sino que habían traicionado lo más sagrado que tenía cualquier soldado: su juramento al Emperador, al Imperio y a los ciudadanos que habían prometido por lo más sagrado defender.
Decidió que estaba hambriento y se decidió a ir a cubierta a ver si podía tomar algo a aquellas tempranas horas de la mañana. Se puso un capote fino que le había dejado el capitán y salió del camarote. El barco aún estaba en silencio pero arriba en la cubierta empezaba a haber algo de movimiento. Vio al capitán pero no estaba solo. Junto a él había un hombre extraño, pero no por su apariencia que era normal, sino por la profundidad de su mirada. Conforme se fue acercando, ellos se callaron, pero pudo oírle la voz y la reconoció al instante: era el que tuvo la conversación con el capitán que no podía recordar en ese momento.