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Lasánides condujo a todas las personas que lo seguían a través de los túneles que conocía tan bien después de tantos años viviendo en aquel lugar. En sus ratos libres, le había gustado explorar los túneles para saber dónde estaba y conocer a quienes estuvieran en los alrededores: la vida le había enseñado que nunca se sabía cuándo y cómo se iban a necesitar unos a otros. Hasta ese momento, nunca había pedido nada a los hombrecillos que vivían en aquel vergel que había encontrado en los túneles: es más, les había ayudado a mejorar su pequeño poblado y les había hablado de sus inquietudes. Sabían que no hablaba en vano, así que le habían creído y habían tomado determinadas medidas, por si aquello que el hombre grandullón temía, algún día se producía. Sabían que le gustaba ayudarles y había ido más allá de los estereotipos que consideraban a los duendes unos alborotadores sin sentido. Sí, es cierto que les gustaba armar bulla pero sabían ser serios, al menos los que vivían en este pequeño poblado, cuando debían serlo.
Pero después de lo sucedido, Lasánides consideraba que iban a necesitarse para salir de allí, si es que al final se decidían a ir con ellos, y también para protegerse entonces y en el futuro. Estaba seguro de que también habría duendes aliados del ser de la voz plateada.
El príncipe Erevin le sacó de su ensimismamiento cuando dijo:
- Llevamos dos días andando y no hemos vuelto a ver ninguno de esos huevos ni crías.
- Es cierto -dijo Frey Kaistos-, es posible que no hayan bajado tanto si lo que querían atacar consideraban que estaba en el monasterio - pero no pareció muy convencido tampoco.
El silencio volvió a la comitiva: durante esos dos días habían comido parte de lo que Lasánides había cogido de su despensa y habían dormido como habían podido, dejando siempre a dos personas de guardia, por si acaso. No habían tenido más incidentes aunque Lasánides había estado muy atento a lo que pasaba entre sus compañeros, pero dos cuestiones le habían sorprendido más que el resto. La primera era que el príncipe Erevin procuraba estar en todo momento cerca del embozado, como si este necesitara protección, algo que ya habían visto era harto improbable. Sin embargo, también había visto que mantenía una distancia siempre, como si la mera proximidad fuera algo peligroso para ambos.
Pero lo que más le preocupaba era que Frey Kaistos iba ensimismado, como quien está resolviendo un acertijo y no acaba de saber cómo hacerlo, aunque siente que hay algo muy importante que se le escapa. Eso sí, cuando más se piensa en lo que se debe resolver, más se tiene la sensación de que es algo que se ha visto u oído y que se tiene en la punta de la lengua pero que no se acaba de asir. Incansablemente, se sigue dando vueltas a lo que se había visto y oído, consciente de no acabar de resolverlo a pesar de tenerlo justo delante. Había decidido, por tanto, no molestarle mucho y, aunque iba al lado, casi no habían hablado, a pesar de que alguna vez sí le había hecho alguna que otra pregunta que a él le había parecido muy inquisitiva. De vez en cuando, parecía hablar solo, algo que llamó la atención de los dos novicios y del hermano bibliotecario, que se hicieron gestos como si el monje hubiera perdido la cabeza.
Sin embargo, el grandullón sabía que el monje nunca hacía nada a la ligera y que su mente, ágil y afilada, seguía igual que siempre. Entendió entonces que hablaba con alguien que el resto, por alguna causa, no podían ver. Aquello además explicaba otros sucesos: a veces sabía cosas que era imposible que hubiera sabido porque habían pasado muy lejos de su laboratorio y él había estado allí todo el día sin hablar con nadie. Muchos pensaban que era por su labor científica pero Lasánides estaba seguro que precisamente por esa, había acabado viendo y sabiendo cosas que el resto de los mortales no conocían.
Durante esos dos días, había intentado hablar con él pero el monje había estado muy evasivo, cosa rara en él porque normalmente era bastante más comunicativo: por eso, la sensación de que estaba intentando resolver algún problema de interés había aumentado. Después consideró la posibilidad de que estuviera muy afectado por lo que había visto o por tener que dejar su monasterio y su laboratorio o, incluso, que no quisiera hablar de ciertas cosas delante de oídos extraños, ya fueran de los que iban con ellos o de otros oídos. De hecho, el monje sí le había dicho que sabía que les estaban espiando y le había obligado a escuchar cómo alguien, muy precavido, iba siguiéndoles por los túneles. Cuántas personas eran, no habían podido saberlo, pero era muy probable que estuvieran lejos y fueran varias.
Después de esos dos días, llegaron, prácticamente sin hacer ruido, a un lugar maravilloso: muchos no se podían creer que aquel vergel existiera bajo tierra. En el centro de aquella sala natural casi totalmente circular, había un gran lago de aguas cristalinas y por toda la cueva una vegetación exuberante crecía alrededor de ella. En algunas zonas, era imposible ver la pared. En uno de los lados de aquel bellísimo mundo subterráneo, se veían un conjunto de casas anchas pero muy bajitas y otras más altas. Parados allí, sólo oían el lento discurrir de un riachuelo hacia el lago que conformaba lo que debía ser un río interior y el ruido de una cascada rugiendo a lo lejos en una parte de otra cueva vecina.
Lasánides ordenó a todo el mundo que se quedaran quietos y llamó a los habitantes de aquel pueblo extraño.
- Hola, duendes de la cueva.
Y entonces se desató un pandemonium. Más de 100 pequeños seres vestidos de verde, marrón y en algún caso gris (sólo alguno muy raro iba de rojo o azul), salieron de donde estaban escondidos, ahora que sabían que sólo era su amigazo el grandullón, haciendo un ruido terrible y riéndose a carcajadas. Uno de ellos, barrigón y seguramente de bastante edad, le dijo:
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-Jajaja, Lasánides, ya sabes que somos muy ruidosos, jajaja.
Lasánides, sonriendo, le tendió la mano. El jefe de aquel sitio, pues estaba claro que lo era (llevaba un gorro rojo y una casaca azul), mandó a todos que se callaran y el poco ruido que quedaba, cesó. Después, dijo:
- ¿Qué pasa allá arriba?
- Un mal se extiende por la superficie. Hemos escapado pero no dudo de que nos vienen persiguiendo.
Entonces los mastines Uzo y Uzi, que habían permanecido detrás de los fugitivos, se adelantaron y se acercaron a los duentes para olisquearlos y un grito de miedo empezó a surgir de aquellas diminutas gargantas que aumentó cuando vieron al búho mensajero volando por encima de sus cabezas.
- No, no, jajaja, -rió Lasánides-, estos animales son nuestros. Sólo quieren conoceros.
Entonces, mucho más tranquilos, empezaron a reírse de nuevo. El jefe le guiñó un ojo a Lasánides y dijo:
- Nos has preparado bien y te tenemos una sorpresa.
El jefe gordinflón sonrió y todos aquellos pequeños hombrecitos se movieron como un solo hacia el lado opuesto del lago donde estaban sus casas. Allí, escondida tras unas piedras y dos ��rboles muy nudosos y retorcidos, se abría una puerta a otra cueva un poco más pequeña pero igual de exuberante. En el centro había un pozo con un brocal muy grande y al lado se abría un pilón que estaba lleno de agua fresca. La estancia seguía siendo maravillosa y, aunque era difícil que aquello pudiera despistar a quienes venían detrás, al menos, podrían hacer los preparativos allí.
- Daringar, dijo Lasánides refiriéndose al jefe, di a tus duendes que se escondan aquí de inmediato. No deje quedar ninguno en la otra estancia. ¿Es posible salir al exterior desde aquí o alejarse por otros túneles? Esto no lo he explorado...
El orondo duende se tocó la panza con ambas manos y dijo con tanta satisfacción como un gato mientras come una sardina fresca:
- Estábamos avisados. Aquí estamos ya todos. Y, por supuesto que hay salidas desde aquí al exterior. - Con una mirada reflexiva, añadió-. Eso sí, lo hemos estado hablando y hemos quedado en que nosotros preferimos irnos por los túneles hacia el Este, hacia lo que vosotros conocéis como las grutas de Naras.
Una voz de una de las mujeres duendes, se oyó entre la multitud:
- ¿De verdad hay un ser tan malévolo ahí arriba? - el miedo se notaba en su voz.
Fue Frey Kaistos quien habló:
- Sí, señora, lo hay y tiene sirvientes muy peligrosos. Una serpiente del desierto de Anahay ha entrado al monasterio hace algunos días y, aparte de cambiarse de piel en el templo, ha dejado varios huevos casi tan altos como yo. Dos de las crías nos han atacado. Y no es lo peor, porque sabemos que su señor es muchísimo peor que ella.
La voz de un duendecillo se oyó entonces:
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- Esa serpiente, ¿es normalmente de tonos pardos y de repente puede volverse de colores vivos?
Frey Kaistos se arrodilló para estar al nivel del duendecillo y le preguntó dónde la había visto. Él contestó:
- Varios de nosotros la vimos deambulando por los túneles hace dos días. No nos vio pero no sabemos si nos detectó - dijo riéndose mientras se tapaba la boca como si fuera todo un secreto que no pudiera contarse-. Tanto Grendar como yo le oímos decir que saliéramos de nuestro escondite con una voz muy rara. Garón, que todos sabemos que es un poco tonto, estaba medio en trance pero conseguimos sujetarle y que no saliera. Así que no nos vio. Al cabo de un rato, un gato maulló y la serpiente intentó perseguirlo pero sólo se dio un porrazo al intentar alcanzarlo.
- Muy bien contado -dijo el monje-. Y eso ¿dónde decís que pasó?
El duendecillo bajó la mirada entre avergonzado y compungido, pero su madre, que era la duendesa que había hablado antes, le abrazó y le dijo:
- Dile lo que sabes, Gurtan, puede que sea importante.
- Buenoooo, -empezó el duendecillo, mirando de reojo a su madre, como si no se creyera lo que estaba oyendo y en voz casi inaudible-, subimos por la antigua escalera de caracol, esa por la que siempre nos reñís si subimos.
- Y ¿fuisteis hasta muy arriba?
- Subimos hasta donde el túnel se bifurca y hay una especie de sala antigua con columnas muy raras -el monje asintió, la habían visto en su huida. Mientras, el duendecillo temía el castigo que le iban a poner por haber dicho lo que habían hecho. Aquello había sido mucho más que una mera travesura de duendes.
Pero al oír aquello, Lasánides miró a Frey Kaistos y le dijo:
- Hay que prepararse, ¿dónde están el Príncipe y el embozado?
El hermano ayudante del bibliotecario, mientras se ajustaba por enésima vez los quevedos, dijo:
- Están haciendo guardia al lado de los árboles de la entrada.
- Muy bien, llévales un poco de agua. Vamos a llenar todo lo que podamos con este agua porque es posible que tengamos que abandonar este sitio en poco tiempo.
Entonces, la figura armada del príncipe se recortó en la penumbra de la cueva, sin que prácticamente le hubieran oído moverse, y dijo, en voz clara pero baja:
- Tenemos compañía, la serpiente acaba de entrar en vuestro paraje -miró al Jefe duende y luego a Frey Kaistos-. Estamos esperando para atacar.
- No, no y no - dijo Lasánides, mientras más hicieron gesto afirmativo-, no vamos a mostrar nuestra posición. Vamos a dejar esto libre en cuanto menos tiempo mejor.
Fuera, la serpiente se había parado al lado del lago y había esperado al ser de la voz plateada:
- No puedo detectarlos mássss, ssseñor.
- Entiendo, te quedarás aquí e inspeccionarás esta caverna. Seguro que hay algo que nos sirve para seguirlos. Tenemos que saber si los habitantes de este sitio los han ayudado. Si es así, destruiré este lugar. -Luego miró a la serpiente y con aquel timbre de metal, frío, sin alma, le dijo- Esto no lo habías detectado ¿verdad?
- No, sssseñor, no había venido por aquí - dijo la serpiente con voz temblorosa.
A lo lejos, en los túneles por los que habían venido, se oyó un aullido tremendo, como de bestia sufriente. Una sonrisa gélida se dibujó en la cara del ser de la voz metalizada. Estaba claro que aquel aullido le había gustado, como reflejaba lo único que se le veía al llevar la capucha totalmente echada hacia adelante:
- Bien, su transformación está casi completa. Nos serviremos de esa nueva bestia y de su olfato para perseguir a los fugitivos.
Awlin, escondido entre las ramas de los árboles, lo había visto todo. Al ver aquella sonrisa, volvió a sentir que lo había visto justo antes de morir. En cuanto pudiera, debería contárselo al Frey. Con cuidado, se deslizó hacia la caverna interior y aceleró para reunirse de nuevo con los demás. Oficialmente, eran todos fugitivos.
Después de unos días sin leerla vuelvo a retomar la historia, Mercedes.
ResponderEliminarEl interés de tu publicación no decae en absoluto.
Un fuerte abrazo :-)
Me alegro que te siga interesando, Miguelángel.
EliminarOtro abrazo.