Relato presentado a T.ERRORES: METAMORFOSIs
(DENTRO DEL MONOLITO)
Lo que primero me llamó la atención de Celia fueron sus clavÃculas. PodÃa mirar sus bellos ojos mientras me hablaba y detenerme en sus jugosos labios cuando me decÃa cosas pero irremediablemente seguÃa bajando, encontrándome absorto con mis pensamientos apoyados en sus huesos cual elegante percha.
Celia era bella, inteligente y pulcra, y se hizo mi amiga el primer dÃa. Tampoco es que aquello fuera algo extraordinario, pues nada más vivÃan cinco familias en aquella aldea a la que mi madre y yo nos acabábamos de trasladar. PodÃamos hablar de series, música o libros durante toda la tarde pero, de lo que más le gustaba hablar era sobre la comida. Siempre tenÃa hambre, pensando en la merienda junto después de comer, y en la cena tras merendar, y aún asÃ, Celia era como un maniquÃ. Como una bailarina en puntas, delgada y fibrosa, en el borde de un peso inferior a lo médicamente aconsejable.
Al mes de nuestra llegada a aquellas tierras, Celia me dijo que su familia nos invitaba a su casa a mi madre y a mÃ, para celebrar el final de las vacaciones de verano con una gran cena. Entusiasmado por lo bien que nos iba por fin en la vida, fui corriendo a contárselo a mi madre.
—¡Mamá! Celia y su familia nos han invitado este viernes a cenar a su casa.
—¿S� Vaya… Qué majos son. Les llevaré nuestra miel para que la prueben y quizás puedan ayudarnos a que se corra la voz. Si puedo venderla por la zona al tiempo que sigo con la venta online, pues mejor.
—Es demasiado bueno todo lo que nos está pasando, mamá. Nunca antes nos habÃan recibido tan bien, la gente de ciudad suele ser más estirada. Es más, todo el mundo nos mira con ojos brillantes y enormes sonrisas.
—SÃ. Ahora que lo dices… Seamos cautos, hijo. Normalmente siempre hemos sido los raros e incluso perseguidos por nuestra forma de vida, tan ligados a la naturaleza y sobre todo, al influjo de la luna y a los animales.
—Ojalá papá estuviera aquà y no tuviéramos que estar huyendo de los cazadores.
—Lo sé cariño. Pero piensa que gracias a él, nosotros estamos aquà y tú tienes toda la vida por delante.
El viernes estábamos puntuales en casa de Celia. Nos abrió la puerta MartÃn, su padre, que nos dio un fuerte abrazo. Mateo, el hermano pequeño, estaba viendo la tele justo cuando Claudia, la madre, aparecÃa en el salón limpiándose las manos en el delantal.
—¡Bienvenidos! ya podéis sentaros todos a la mesa que ahora mismo sirvo la cena.
—Muchas gracias por la invitación. Os he traÃdo un poco de la miel que hago yo misma para que la probéis.
—¡Ay, qué lástima! Jacobo, ¿no le dijiste a tu madre que somos veganos? Lo siento, Manuela. No comemos nada de origen animal.
—¡Ay! Siento enormemente este malentendido.
—No pasa nada, mujer. Y ahora, vamos a comer.
Mi madre me echó una extraña mirada. Yo sabÃa que no estaba enfadada conmigo por no haberle dicho nada sobre el veganismo de la familia. De hecho, era la primera vez que escuchaba que eran veganos y aunque la cena transcurriera apaciblemente, mi madre y yo sentÃamos que algo no cuadraba en el ambiente.
El primer plato consistió en crema de puerros, que comà con desgana, pero de segundo, me sorprendieron de buena manera unas sabrosas hamburguesas a base de lentejas cocidas y tofu. De postre hubo sorbete de limón y grosellas. Al final, mi madre y yo tenÃamos el estómago tan lleno que podÃamos salir rodando.
Celia estaba bellÃsima aquella noche, sus labios me sonreÃan, sus ojos me miraban con una chispa que no lograba descifrar, sus clavÃculas se le notaban más que nunca y sus platos acabaron casi intactos… los suyos y los de su familia.
—Oye, Claudia —dijo de pronto mi madre—.
—¿S� —contestó la mujer arqueando su ceja derecha.
—La cena ha sido apta para veganos y dices que los sois pero, ¿vosotros no tenéis chorizos y jamones en la despensa? Aparte que en la cocina he visto una máquina para hacer carne picada.
—Pero qué observadora eres, Manuela. No se te escapan los detalles.
De pronto, Celia y su padre se pusieron detrás de nosotros que nos amordazaron y ataron con cuerdas a nuestras sillas.
—Nosotros no comemos animales, pero eso no quiere decir que no probemos la carne —habló el padre—. Normalmente nos alimentamos de viajeros descarriados, ya que muchos se pierden haciendo el Camino de Santiago. Pero vosotros habéis decidido vivir aquà en medio de la nada. Y si no hemos probado la cena de hoy es porque lo bueno, para nosotros al menos, viene ahora. Vosotros seréis nuestro alimento.
Mi madre y yo nos lo decÃamos todo a través de los ojos, tenÃamos que estar seguros de los pasos a seguir, pues si elegÃamos mal, todo podÃa irse al traste. Claudia cogió un enorme cuchillo. Su padre habÃa decidido que ella se encargarÃa de hacerme el corte en el cuello de tal manera que me desangrara. Pero en el instante en el que la punta pinchó mi carne, el destello en los ojos de mi madre dio el pistoletazo de salida a nuestro plan. Desde la punta de la cabeza hasta las plantas de mis pies, me fui desvaneciendo ante la incredulidad de la familia canÃbal, transformándose mi cuerpo en cientos de gusanos. Esos gusanos blancos que se comen la carne corrompida de los cadáveres. Mi madre procedió a sufrir la misma metamorfosis que yo. Las cuerdas y nuestras ropas cayeron al suelo. Celia y su hermano empezaron a gritar. La madre se llevó la mano a la boca asqueada ante la visión de las lombrices y el padre sacó a la familia de allÃ. Los gusanos se juntaron de nuevo y nosotros cogimos la forma de dos murciélagos logrando salir por una ventana hasta llegar a nuestra casa, donde volvimos a asumir nuestras formas humanas. Cerramos puertas y ventanas, asegurándonos de estar a salvo. Nos dimos cuenta de que habÃamos subestimado a aquella gente. Estábamos agotados y sin tiempo para procesar lo que acababa de suceder pero sabiendo que debÃamos huir.
Con urgencia apremiante, me transformé en caballo y mi madre empezó a empacar algo de ropa y comida en mi negro lomo. SabÃamos que nuestra forma humana nos hacÃa vulnerables, y necesitábamos recurrir a nuestra capacidad para transformarnos, asà que ella asumió también la forma de una majestuosa yegua. Nuestros relinchos resonaron en mitad de la noche y emprendimos la huida al galope. La velocidad y el viento nos hacÃa sentir libres mientras escapábamos y la luna iluminaba nuestro camino sin saber por qué dos buenas personas con el don de la metamorfosis animal no podÃan vivir en paz. Pero ahora estoy aquÃ, quince años después, donde encontramos la felicidad. Fuimos dando algunos tumbos más hasta llegar a esta isla en donde todos tienen el mismo poder sobrenatural que nosotros.
Ahora estoy absorto con las clavÃculas, los ojos, los labios y la personalidad de Irene, mi mujer, y miro a nuestra niña mientras duerme y sonrÃo al recordar que cuando estornuda, se transforma en colibrÃ, luciérnaga o mariposa, y que es una cosa que debemos trabajar con ella.