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25/05/2024

La casita del árbol

Relato presentado a la
I Jornada de literatura de terror
Miedo en casa: La arquitectura del terror

La patrulla había entrado en la parcela a través de la valla derribada por los zombis. Los cuatro soldados habían terminado con los últimos que aún pululaban por la zona. Al encontrarse en aquel jardín, no pudieron evitar llevar la mirada hacia la pequeña edificación del árbol que se erigía ante ellos. Al lado, una silla de ruedas estaba caída y con restos de sangre. 

—Sánchez, ¡mira!

Álvarez y Casado también miraron hacía donde Lastra estaba señalando. Unos enormes ojos verdes bajo un largo y revuelto flequillo castaño, les estaba observando. 

—¡Hola! Somos soldados en busca de supervivientes. Somos de los buenos. ¿Estás sola? 

—No… Estoy con mi hermano pequeño. 


Los militares ayudaron a bajar a los niños que estaban visiblemente deshidratados y muy delgados. Martina le entregó una carpeta con papeles y documentos a Lastra, la única mujer de los soldados, que les había dado su madre.

Siempre vigilando alrededor, cargaron a los niños hacia el camión verde, pues tenían dificultades para andar a causa del hambre y por haber estado durante una semana entera en su casita del árbol. 

Ya dentro del vehículo, Rocío Lastra empezó a leer una suerte de diario o carta. 


"Parecía mentira que en dos semanas todo se hubiera ido al traste de aquella manera. Mi marido se había quedado atrapado, como tantos otros, en el trabajo. Me llamó para decirme que haría todo lo posible por llegar a casa en cuanto pudiera. Aún no ha vuelto y, dudo mucho que lo haga. Todo se ha venido abajo y la comunicación es misión imposible. 

En este tiempo, la comida ha ido menguando ante nuestros ojos y aunque he intentado hacer raciones cada vez más pequeñas para nosotros, ya no sé qué hacer para sacar adelante a mis hijos mientras el hedor de los no muertos se cuela por la valla. 

Antes de que puedan echarla abajo a base de incesantes empujones y golpes, no tengo más que el desesperado remedio de mandar a los niños a su casita del árbol. Mi hija me pregunta que si yo no subo con ellos, y con pesar le digo que no puedo. Le insisto a que suba con su hermano y recoja la escalera para que nadie pueda trepar por ella. Ella intenta resistirse y tengo que ponerme seria mientras mi corazón se hace trizas.

Llevan día y medio subidos en su casita y se me parte el alma por ver a mis hijos en esta situación. Martina y Bruno son mi vida. Así que la daré por ellos si es menester.

Todos estábamos llorando cuando les dije que dejaran el suelo, pero no podía romperme delante de ellos. Ya me sentía lo bastante mal por tener que ir a todos lados en mi silla de ruedas pensando que, demasiado había durado el apocalipsis para mí. 

En las películas nadie cuenta quienes son los primeros en caer. Se olvidan de los bebés, niños y ancianos. También de las personas con algún tipo de problema, como movilidad reducida, ceguera u otro condicionante físico o psíquico. Los vulnerables la palman fijo y nadie quiere ser uno de ellos. Siempre se quiere ser el protagonista. El héroe o la heroína de la historia o por lo menos, alguien que pueda hacer cosas y ser útil. Así que aquí estoy yo, sentada frente al árbol, mirando hacia la casita que mi marido había construido durante el primer verano tras nuestra mudanza a esta vivienda. Una base cuadrada alrededor del tronco, con tu tejado, todo de madera. El pequeño habitáculo que mis hijos transforman dentro de su imaginación en castillo, platillo volante, caverna o lo que sea, según el día. Con una cesta atada a una cuerda les hago llegar la comida y nada más que entro en casa para eso, pues mal duermo aquí, a la intemperie del jardín. 

Sé que no aguantaré demasiado, y temo que sin mí, mis hijos van a morir. Por eso escribo. Para no acabar desquiciada y para que quien lea esto, sepa que pese a mis problemas, he hecho todo lo que ha estado en mi mano para cuidarlos y protegerlos. 

A quien los encuentre, le digo que por favor, cuide de mi Martina y de mi Bruno. Pues son nada más que unas criaturas con diez y seis años de edad.


María Isabel González Bueno."


—¿Qué te pasa, Rocío?

Sánchez le preguntó a su compañera y amiga al ver que las lágrimas habían empañado sus ojos. Ella simplemente le entregó una fotografía en la que aparecía una familia feliz de cuatro miembros. Los niños, Martina y Bruno, junto a sus padres. 

—La madre se llamaba María Isabel —susurró Rocío con infinita tristeza.

Ambos se acordaron que antes de entrar en el jardín donde encontraron a los niños, habían tenido que darle la muerte definitiva a una zombi que sólo conservaba su descompuesto cuerpo hasta la cintura, pues se había aferrado con sus manos al tobillo de Rocío. La soldado se había fijado en la bonita pulsera de su atacante y se la guardó, pues aquello que antes había sido una mujer, ya no la necesitaba. La misma pulsera que la mujer de la fotografía, lucía junto a su marido y sus hijos. 

Entonces, Rocío cogió la pulsera de uno de los bolsillos de su uniforme y la puso alrededor de la muñeca de Martina que se había dormido junto a su hermano, por el traqueteo del camión. Era la pulsera de su madre y por eso le pertenecía.