Relato presentado a
Orgullo Zombi 3
Constanza y su madre Coralina eran perseguidas por una turba de gente, acusadas de brujería. Por alguna extraña razón había tres casualidades en la que todo parecía girar en torno al número tres. La primera era, que tanto el nombre de ambas mujeres como el del lugar, empezaban por la tercera letra del abecedario. La segunda, que sumando todas las cifras de la fecha en la que se encontraban, 27 de noviembre del año 1891, y reduciéndolo a un solo número, éste resultaba ser el tres. Y la tercera, más adelante se verá en el relato de esta historia, que a priori estas dos mujeres, de algún modo pasarán a ser tres.
Coralina, había tenido que cuidar sola de su hija desde que su marido murió en la mina, dejándola a los veintidos años con una criatura de apenas tres. Para poder subsistir, la mujer empezó a hacer sus propios ungüentos y remedios caseros como tisanas y sopas, con lo que mejoraban notablemente algunos síntomas del reúma y otros problemas de huesos y articulaciones, así como ayudaban a bajar las fiebres, y en los procesos de simples resfriados hasta de neumonías más fuertes. También era buena ayudando a las personas con problemas de gota, de estómago... Aquella mujer tenía un don, así que la fama como curandera de Coralina se extendió por aquellas tierras igual que, como algunos hombres destacaban, lo increíble de su belleza.
Pasaron los años, y Constanza había cumplido ya los catorce años. Para entonces, las habladurías en torno a ellas corrían como la pólvora. La niña, ya moza, era igual, o incluso más guapa que la madre, y ayudaba con buen talante a Coralina en sus quehaceres. Las envidias no tardaron en hacer su aparición, sobretodo por parte de las otras mujeres, que sin razón alguna se sentían amenazadas por ellas, creyendo que querían robarles a sus maridos y novios con alguno de sus brebajes. Así que empezaron a llenarles la cabeza a los hombres y a todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar.
Cuando Constanza y Coralina iban al pueblo, podían sentir como las gentes cuchicheaban a sus espaldas y cambiaban sus semblantes, dibujándose en ellos una mueca de reprobación. Dejaron de saludarlas, les cerraban la puerta en sus caras, y no les faltaron ganas de escupirles al pasar. En fin, les hicieron el vacío. Así, que ante tal situación, madre e hija se volvieron más solitarias porque ¿para qué ir a un lugar donde nadie las quería?
Trancurrieron cuatro meses, en los que parecía que la cosa se había calmado, pero nada más lejos de la realidad. Cuado Coralina contrajo unas terribles fiebres y tenía todo su cuerpo lleno de habones con pus maloliente, a causa de unas extrañas ortigas que aparecieron en la zona y que jamás había visto anteriormente. Sea como fuere, la gente de la aldea se enteró, y empezó a decir que todo aquello era de esperar, que por fin había salido a la luz lo que realmente eran, unas brujas, y que debian prenderle fuego a su casa con ellas dentro. Coralina estaba cada vez peor, echada en la cama entre terribles temblores y constante sufrimiento.
—Madre ¿qué puedo hacer? —lloró Constanza.
—Cierra la puerta y déjame sola hija mía. Coge un poco del guiso que queda en el puchero y come —contestó Coralina al tiempo que tosía un esputo sanguinoliento.
Constanza salió del cuarto y frente a la lumbre cenó el cardo con patatas. Estuvo rebuscando en sus libros sobre plantas alguna manera de sanar a su madre o, por lo menos aliviarla, porque nada de lo que intentaba surtía efecto, hasta que unas dos horas más tarde, Coralina se sentó a su lado visiblemente recuperada.
—Madre ¿ya está bien? !Qué alegría! —dijo con júbilo la niña. Pero la madre no contestó a aquello, si no que le dijo:
—Hija mía, escúchame bien.
—Sí madre.
—El pueblo entero se está acercando hasta aquí con intención de quemarnos vivas. Corre y vete lo más rápido que alncances.
—Pero madre ¿qué voy a hacer sin su amparo ni protección? ¡Me matarán!
—No si haces lo que te digo. Escúchame atentamente. Yo ya no estoy aquí. No como antes. ¿No te has dado cuenta?
—¿De qué?
—De cuando podemos hablar con tu padre, tu abuela, u otras pesonas aunque ya no estén entre nosotros.
—Madre, no... por favor. No me diga eso —dijo la chiquilla llorando.
—Sí hija, yo ya no pertenezco al mundo de los vivos. Lo que tú ves es mi espíritu, pero mi cuerpo aún sigue dentro de ese cuarto. No abras la puerta. No sé en qué me he convertido pero no abras la puerta. Vete y corre. Corre lo más rápido que puedas de aquí. Pronto llegarán y esto será peor que el infierno.
Cuando los aldeanos se pararon ante la casa de Coralina y Constanza, antes de prenderla con el fuego que portaban, querían cerciorarse si las brujas se hallaban en su interior. La casa constaba solamente de la instancia principal con el fuego a tierra, una mesa, un banco y dos sillas, también una estanter��a con libros y otra con diversos útiles de cocina. De ahí comunicaba a una habitación con dos camas, una sola mesita, un armario y un baúl. En la sala de la chimenea no había nadie pero, cuando abrieron la puerta del pequeño cuarto, se encontraron a Coralina, a la que creyeron efectivamente una bruja hija del mismísimo Satanás. La mujer, rápida como un rayo, enganchó al primer hombre que osó cruzar la puerta, le arrancó de un mordisco gran parte de su cuello y empezó a masticarlo. A todo aquél a quien Coralina mordía, se convertía en lo mismo que ella, y éstos a su vez a los que ellos mordían, perpetuando la dantesca situación, convirtiendo a toda la gente de la aldea en zombis errantes en pocas horas.
Desde entonces, aquel es un lugar maldito, y según cuenta la leyenda, jamás se encontró a Constanza ni viva ni muerta, pero que desde lo alto de su escoba miraba en lo que todos aquellos despojos se habían covertido, hasta que el último de ellos al fin murió definitivamente, por no tener a nadie más a quien hincarle el diente.
Por eso, si pasáis por allí hoy en día, podréis ver que gran parte de las casas de Cernégula, que más tarde construyeron sus nuevos habitantes, mantienen su legado en forma de veletas con la figura de una bruja montada en su escoba.