27/04/2022

Vidas pasadas

 Reto: Vivir dentro de las páginas

de Libros.com


La oxitocina ya ha hecho su trabajo y el canal de parto está preparado para mi salida. Me abro paso con la ayuda de los pufos de mi madre. Vengo bien, de cabeza y sin vueltas de cordón.

¡Vaya! Todo está más que cambiado desde la última vez que estuve aquí. El que es mi padre tiene algo en la mano sin perder detalle de mi nacimiento, y dice que lo está grabando todo. No recuerdo que eso pudiera hacerse la última vez que nací. Dicen que soy un niño muy grande, ya que he medido 52 centímetros y pesado 4,200 kilogramos.

No puedo hablar, acabo de nacer y soy un bebé, pero me acuerdo de las tres vidas que tuve anteriormente.

La primera vez nací en Antium, en el antiguo Imperio Romano, y morí veintidós años después en la batalla de Teutoburgo, a manos de los germanos.

En la segunda, simplemente fui una mujer visigoda del siglo VI. Unas excavaciones en el Pla de l'Horta, descubrieron las 59 tumbas, y en una de ellas había permanecido enterrada junto a mi hijo durante todo aquel tiempo. Morimos de unas fiebres, teníamos veintisiete y diez años. 

En mi tercera vida nací en Londres, a mediados del siglo XIX y con veinte años me convertí en una de las niñeras de los Hubbard en la mansión Addington Manor, con ocho hijos, la señora de la casa aún necesitaba ayuda con los cinco pequeños. Yo nunca tuve hijos en aquella vida, dedicándome a cuidar de los niños de otros, no tuve tiempo para amores, la tuberculosis consumió mi vida en 1898 con sesenta años.

Ahora, solo sé que he nacido un catorce de febrero de 2022 en la ciudad de  Mariúpol, y que mis padres además de felices, están preocupados.

18/04/2022

Capuchita Roja

Reto: Para escribir hay que leer
de Libros.com
🏆 RELATO GANADOR 🏆


 —¡Atención todo el mundo! Ahora que nadie nos lee ¿podéis decirme qué pasa aquí? 

—Es que... 

—¡Es que NADA! Lobo, me tienes harta. Siempre cuchicheando con Caperucita. Ya os he dicho que no quiero rollos entre compañeros de trabajo. Además, esto es un cuento infantil. 

—Pues señora directora —se atrevió a decir Caperucita, —yo también estoy un poco harta de ser la mema en esta historia. Pero si se ve a la legua que Lobo me quiere llevar al huerto como se dice. 

—Y yo no estoy ya para estos trotes —añadió Abuela. —¿Me trajo lo que le pedí para mi ciática? Mire que me voy a mi casa y tiene que buscarse a otra que haga el papel. 

—Y yo... 

—¿Y tú qué Cazador? ¿No querrás un aumento de sueldo? Porque no das un palo al agua. 

—El palo me lo da a mí —dijo riendo Lobo. 

—¿Hola? ¿Se puede? 

—¿Y vosotros qué hacéis aquí? No sois de este cuento. 

—Verá, es que necesitamos comentar algo con Lobo —dijo uno de los Tres Cerditos. 

—¿Ve como soy la estrella, directora? Estoy aquí, en el cuento de los cerditos y en el de las cabritillas. Pero me estoy cansando de ser siempre el villano y acabar quemado o ahogado en el río con la panza llena de piedras. Necesito vacaciones. 

—¿Puedo decir algo? —dijo Madre de Caperucita. 

—¡Adelante mujer! Ya puestos...

—contestó suspirando la directora de escena. 

—Yo creo que estoy desaprovechada y que aún soy joven y bella. Quiero el papel de Madrastra en el cuento de Blancanieves. Necesito cambiar de registro...


Una puerta se abrió de golpe y unos diminutos pies entraron corriendo en el dormitorio. 

—¡Mamá ya toy! Cóntame Capuchita. 

—Vale mi lengua de trapo, Caperucita pues. 


—¡Atención! ¡Que nos van a leer! ¡Todos a sus puestos!

12/04/2022

Otro maldito lunes: Los Betancourt


CONCURSO DE RELATOS 31ª ED. EL HALCÓN MALTÉS DE Dashiell Hammer
&


Mi nombre es Jacobo Serna, y en los diez años que llevo como detective privado, este ha sido el caso más espeluznante al que me he enfrentado. 
Tres meses atrás, un viernes por la tarde, entró don Leandro Frías en mi despacho, uno de los hombres más influyentes de Madrid.

—Buenas tardes señor Frías. 

—Estoy desesperado —dijo desde su mentro noventa sin perder su porte aunque se le veía físicamente más desmejorado a sus sesenta años. 

—Me hago cargo —logré decir. 

—Como ya sabrá, mi hija Carlota ha desaparecido, y aunque la policía está trabajando en ello, quiero que investigue a Mía Betancourt. Sospecho de ella, y aunque parezca ser una mosquita muerta, sé que no lo es. La contraté hace un año para que ayudara a mi hija, nunca la tragó, y no sé por qué. Hay algo malicioso en sus ojos, y no creo que sea su miopía.

—De acuerdo. Necesito saber algunas cosas sobre ella...

Aquel fin de semana lo pasé apostado frente a la casa de Mía, y estuve a base de ensaladas y bocadillos ya preparados, agua y café. Los gemelos estaban con su padre, por la custodia compartida, así que ella debía estar sola en la casa.

Mía tuvo al parecer un fin de semana de lo más tranquilo, el sábado y el domingo fueron idénticos. Sacaba a su dálmata a las mismas horas, a las nueve de la mañana, a las tres de la tarde y a las nueve de la noche. Destacaban en ella sus ojos azul intenso y su melena pelirroja, larga y rizada. Muy guapa, pero parecía algo demacrada. Cuando yo ya creía dar el fin de semana por perdido, a eso de la una de la madrugada del lunes, la mujer salió de casa y subió a su coche. La seguí a una distancia prudencial con las luces apagadas. No fue muy lejos. Aparcó en frente de la farmacia de sus padres, en el barrio contiguo. Le abrieron la puerta aunque no estaba de guardia. Salí del coche y me acerqué. Sentía que debía entrar allí y averiguar qué pasaba. Me la  jugué abriendo la puerta con una ganzúa, supongo que no conectaron la alarma confiados por el silencio de la noche. Una vez dentro, escuché voces en la rebotica. 

—Mía cariño, hemos tenido que subirte la dosis. No puedes seguir así —dijo la madre preocupada —¿Sabes el poder que tiene esa familia?

—Fue su culpa, nos envenenó. A los niños también, —contestó Mía con rabia  —claro, como ella era estéril, me tenía envidia. Por cierto ¿os habéis podido deshacer de sus restos? 

—Hija, —dijo el padre —no es tan fácil. ¿Por qué la mordiste? ¿Querías comértela?

—Es muy duro, ya no solo por mí, sino por los niños. Yo me inyecto el suero que me dais, todos creen que es insulina y que soy diabética pero a veces, siento ese ansia que me consume por dentro. Cada vez me cuesta más hacer las cosas normales que hace todo el mundo. Son cuarenta y dos años sufriendo ya. Vosotros no tenéis mi enfermedad pero me la habéis transmitido. 

—Pero hija, una cosa es que engañemos a vagabundos a los que nadie echa de menos, para darte un plus de vitalidad y que no te conviertas en un zombi sin pensamiento, y otra muy distinta es que te cargues a la hija de tu jefe. No controlas tus instintos. Y no, las magdalenas no estaban envenenadas, tan solo era que Carlota se había pasado con el azúcar, y no le sienta bien a tu cuerpo —contestó su madre.

—Y los niños están bien. Su padre no tiene el gen zombi que tienes tú y además es vegano, así que, si se quedan con él, su instinto quedará prácticamente anulado —volvió a decir el padre de Mía.

Yo lo había grabado todo, con pruebas suficientes para ser detenidos. Ahora, todas las desapariciones de gente sin hogar tenían sentido. Lo que averigüé me ha dejado muy tocado y por eso decidí tomarme un año sabático y recorrer el mundo. Don Leandro Frías, hundido pero sereno, me ha pagado muy bien por el trabajo. 


Otro maldito lunes: La enfermedad de Mía

Reto: Farmacia de guardia
de Libros.com


1988, Madrid

Guantes, gorra y gafas oscuras. Aquel lunes faltaban cinco minutos para cerrar la farmacia. Nadie en el mostrador. Armando entró directo hacia la caja registradora. Sería rápido en coger el dinero e irse muy lejos de allí. Jamás daba un nuevo golpe cerca del anterior, y hasta la fecha, le había ido bien.

Pero a Armando todo se le volvió negro, despertando media hora después. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad. Estaba encerrado en una habitación con un ventana demasiado pequeña. Se maldijo, seguro que habían llamado a la policía y le habían dejado allí para que no escapase mientras llegaban. La cabeza le dolía horrores, alguien le había golpeado. Aunque lo intentó, no hubo forma de salir. 

Cuando su reloj marcaba las nueve y media, la puerta del cuarto se abrió y entró el matrimonio que regentaba el negocio, una pareja de treinta y tantos años.

—¿Dónde me lleváis? 

—Pronto lo verás. 

Luís y Paloma le llevaron a una habitación infantil rosa, cerraron la puerta de golpe y echaron la llave. Mirando hacia una esquina, había una niña de unos ocho años que al oír la puerta cerrarse, se dio la vuelta. Pálida, blanca como la pared, con unas enormes ojeras negras, su boca empezó a salivar en cuanto vio al hombre. Corrió hacia él y le mordió en un brazo, Armando le dio un golpe con el codo y la tiró al suelo, desestabilizándola por unos segundos.

—¿Qué queréis de mí? ¡Sacadme de aquí!  Si me dejáis ir, no me volveréis a ver el pelo.

—Lo sentimos —dijo Luís —Es Mía, nuestra hija. Padece una rara enfermedad y necesita comer carne... Humana. Estamos trabajando en una cura, ​​​​pero de momento, es lo que hay. Te equivocaste de farmacia. Y ahora tú serás su cena.

Otro maldito lunes: Cupcakes

Reto: Cuando fuimos zombis
de Libros.com

Otro maldito lunes... ¿Desde cuándo suena tan fuerte la alarma del móvil? ¡Me va a taladrar la cabeza! Vamos a ver si con un café bien cargado mejora la cosa porque ahora mismo no soy persona...
¿Niños? Casi olvido que tengo a los gemelos a mi cargo...
—Venga chicos, ¡arriba!
—Pero mamá... —dijeron los críos a la vez —estamos muertos de sueño.
—Y yo, pero tenéis que ir al cole, ¿o creéis que a mí me gusta derjame las cervicales en la oficina? Por cierto, vaya caras. ¿No os habréis quedado hasta tarde jugando a la consola?
—No jolines, no confías en nosotros...
—Venga, a prepararse, y dejad de hablar a la vez que me da mal rollo.
Mía condujo hasta la escuela y dejó a Samuel y a Manuel entrando a su clase de quinto de primaria, y luego se dirigió al trabajo.
Cada vez le costaba más concentrarse en lo que estaba haciendo, con problemas para pensar y coordinar sus partes del cuerpo para hacer cualquier cosa medianamente decente. Los tres se habían levantado con muy mala cara, tenían un feo color grisáceo pese a que todos eran pelirrojos y pecosos y con los mofletes sonrosados. De normal, Mía odiaba su cara tan infantil, pero hoy la echaba de menos. Se veía horrible.
—¡Buenos días Mía! ¡Te ves fatal!
—Buenos días Carlota...
—¿No te gustaron los cupcakes que te di el viernes?
De pronto, a Mía le vinieron las imágenes de ella y los niños comiéndolos el sábado en el desayuno. Todos pensaron que tenían un regusto raro... pero estaban ricos.
Sabiendo lo que Carlota les había hecho, Mía se lanzó a su cuello y le arrancó un trozo. Tanto tiempo escondiendo que eran una familia zombi, aquella maldita les había envenenado para que saliera su verdadero ser.

08/04/2022

Entre los melocotoneros

Reto: La primavera que no llega
de Libros.com
 

Claudia y yo nos despertamos de una siesta después de comer. No eran ni las tres de la tarde, se oían a niños reír y correr yendo de vuelta al colegio.

—Relájate Chloe, solo son niños —dijo Claudia acariciándome con cariño. —Podemos ir  a dar un paseo por los campos ¿sí?

Al escuchar aquello me puse muy contenta. Esperé en la puerta a que ella estuviese lista, y allá que nos fuimos a disfrutar de la primavera. 

Nuestro pueblo, Alcarrás, estaba en boca de todo el mundo. Una película iba triunfando allí por donde pasaba, había ganado el Oso de Oro en La Berlinale. El caso es que, Claudia y yo íbamos por los melocotoneros en flor, un espectáculo tan bello como breve. Ella iba sacando fotos a diestro y siniestro a los árboles, decía que para participar en un reto de fotografía. Yo iba a paso ligero reconociendo el terreno, curiosa y feliz de no dar solo la acostumbrada vuelta a la manzana alrededor de casa. Pero de pronto, un olor inundó mis fosas nasales y me vi obligada a seguir el rastro y salí corriendo. 

—¡Chloe! ¡Chloeeeeeee! ¿Dónde vas? ¡Vuelve aquí!

Pero no hice caso, y a unos cien metros, la encontré. El olor a hierro de la sangre, era lo que me había llevado hasta allí. Claudia, al ver lo que había descubierto, se puso a temblar. Yo ladraba y empujaba con mi morro a aquella chica. Respiraba. Mi dueña, reaccionó y llamó a emergencias. Luego, pasaron muchas cosas. La adolescente está en el hospital y fuera de peligro. Alguien la había golpeado en la cabeza con una piedra y la abandonó, dándola por muerta.

Todo el mundo dice que soy una perrita buena, que si yo no la hubiera encontrado, ella podría haber muerto.

01/04/2022

Las brujas de Cernégula

Relato presentado a

Orgullo Zombi 3


Constanza y su madre Coralina eran perseguidas por una turba de gente, acusadas de brujería. Por alguna extraña razón había tres casualidades en la que todo parecía girar en torno al número tres. La primera era, que tanto el nombre de ambas mujeres como el del lugar, empezaban por la tercera letra del abecedario. La segunda, que sumando todas las cifras de la fecha en la que se encontraban, 27 de noviembre del año 1891, y reduciéndolo a un solo número, éste resultaba ser el tres. Y la tercera, más adelante se verá en el relato de esta historia, que a priori estas dos mujeres, de algún modo pasarán a ser tres.

Coralina, había tenido que cuidar sola de su hija desde que su marido murió en la mina, dejándola a los veintidos años con una criatura de apenas tres. Para poder subsistir, la mujer empezó a hacer sus propios ungüentos y remedios caseros como tisanas y sopas, con lo que mejoraban notablemente algunos síntomas del reúma y otros problemas de huesos y articulaciones, así como ayudaban a bajar las fiebres, y en los procesos de simples resfriados hasta de neumonías más fuertes. También era buena ayudando a las personas con problemas de gota, de estómago... Aquella mujer tenía un don, así que la fama como curandera de Coralina se extendió por aquellas tierras igual que, como algunos hombres destacaban, lo increíble de su belleza.

Pasaron los años, y Constanza había cumplido ya los catorce años. Para entonces, las habladurías en torno a ellas corrían como la pólvora. La niña, ya moza, era igual, o incluso más guapa que la madre, y ayudaba con buen talante a Coralina en sus quehaceres. Las envidias no tardaron en hacer su aparición, sobretodo por parte de las otras mujeres, que sin razón alguna se sentían amenazadas por ellas, creyendo que querían robarles a sus maridos y novios con alguno de sus brebajes. Así que empezaron a llenarles la cabeza a los hombres y a todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar.

Cuando Constanza y Coralina iban al pueblo, podían sentir como las gentes cuchicheaban a sus espaldas y cambiaban sus semblantes, dibujándose en ellos una mueca de reprobación. Dejaron de saludarlas, les cerraban la puerta en sus caras, y no les faltaron ganas de escupirles al pasar. En fin, les hicieron el vacío. Así, que ante tal situación, madre e hija se volvieron más solitarias porque ¿para qué ir a un lugar donde nadie las quería?

Trancurrieron cuatro meses, en los que parecía que la cosa se había calmado, pero nada más lejos de la realidad. Cuado Coralina contrajo unas terribles fiebres y tenía todo su cuerpo lleno de habones con pus maloliente, a causa de unas extrañas ortigas que aparecieron en la zona y que jamás había visto anteriormente. Sea como fuere, la gente de la aldea se enteró, y empezó a decir que todo aquello era de esperar, que por fin había salido a la luz lo que realmente eran, unas brujas, y que debian prenderle fuego a su casa con ellas dentro. Coralina estaba cada vez peor, echada en la cama entre terribles temblores y constante sufrimiento.

—Madre ¿qué puedo hacer? —lloró Constanza.

—Cierra la puerta y déjame sola hija mía. Coge un poco del guiso que queda en el puchero y come —contestó Coralina al tiempo que tosía un esputo sanguinoliento.

Constanza salió del cuarto y frente a la lumbre cenó el cardo con patatas. Estuvo rebuscando en sus libros sobre plantas alguna manera de sanar a su madre o, por lo menos aliviarla, porque nada de lo que intentaba surtía efecto, hasta que unas dos horas más tarde, Coralina se sentó a su lado visiblemente recuperada.

—Madre ¿ya está bien? !Qué alegría! —dijo con júbilo la niña. Pero la madre no contestó a aquello, si no que le dijo:

—Hija mía, escúchame bien.

—Sí madre.

—El pueblo entero se está acercando hasta aquí con intención de quemarnos vivas. Corre y vete lo más rápido que alncances.

—Pero madre ¿qué voy a hacer sin su amparo ni protección? ¡Me matarán!

—No si haces lo que te digo. Escúchame atentamente. Yo ya no estoy aquí. No como antes. ¿No te has dado cuenta?

—¿De qué?

—De cuando podemos hablar con tu padre, tu abuela, u otras pesonas aunque ya no estén entre nosotros.

—Madre, no... por favor. No me diga eso —dijo la chiquilla llorando.

—Sí hija, yo ya no pertenezco al mundo de los vivos. Lo que tú ves es mi espíritu, pero mi cuerpo aún sigue dentro de ese cuarto. No abras la puerta. No sé en qué me he convertido pero no abras la puerta. Vete y corre. Corre lo más rápido que puedas de aquí. Pronto llegarán y esto será peor que el infierno.

Cuando los aldeanos se pararon ante la casa de Coralina y Constanza, antes de prenderla con el fuego que portaban, querían cerciorarse si las brujas se hallaban en su interior. La casa constaba solamente de la instancia principal con el fuego a tierra, una mesa, un banco y dos sillas, también una estanter��a con libros y otra con diversos útiles de cocina. De ahí comunicaba a una habitación con dos camas, una sola mesita, un armario y un baúl. En la sala de la chimenea no había nadie pero, cuando abrieron la puerta del pequeño cuarto, se encontraron a Coralina, a la que creyeron efectivamente una bruja hija del mismísimo Satanás. La mujer, rápida como un rayo, enganchó al primer hombre que osó cruzar la puerta, le arrancó de un mordisco gran parte de su cuello y empezó a masticarlo. A todo aquél a quien Coralina mordía, se convertía en lo mismo que ella, y éstos a su vez a los que ellos mordían, perpetuando la dantesca situación, convirtiendo a toda la gente de la aldea en zombis errantes en pocas horas.

Desde entonces, aquel es un lugar maldito, y según cuenta la leyenda, jamás se encontró a Constanza ni viva ni muerta, pero que desde lo alto de su escoba miraba en lo que todos aquellos despojos se habían covertido, hasta que el último de ellos al fin murió definitivamente, por no tener a nadie más a quien hincarle el diente.

Por eso, si pasáis por allí hoy en día, podréis ver que gran parte de las casas de Cernégula, que más tarde construyeron sus nuevos habitantes, mantienen su legado en forma de veletas con la figura de una bruja montada en su escoba.