Obelisco del Maestro, erguido y regio,
ofrecido entre el tacto de la piel, falanges de dedos, planicies de yemas; acariciado
por la humedad de la boca entregada, regada en líquido de burbujas que suben y
bajan, mansas y disciplinadas, sabías y dueñas; que cubren de placer de base a cima,
recreándose en ella, dibujándola con la lengua, círculos mágicos, vértices
embestidos, huecos inmersos…
Alrededor…
Arriba… Abajo…
Los labios se frenan… Hipérboles henchidas
de gusto y tacto.
Y el Maestro mira desde arriba.
Impresionante visión de su pupila, la que obedece, la que hace y deshace porque
sabe hacer, porque sabe cómo, cuándo y dónde… es el gusto de su Señor.
Hembra erguida que se vuelve amazona,
que carga entre sus pilares de alabastro que se ciernen sobre los flancos
bateados… Obelisco que emerge sobre Venus, abriendo las paredes de las que
aguas rebeldes e involuntarias brotan, mojándolo, empapándolo, elevándolo hasta
la cumbre… Y en su avance, suave y bravo, según ascenso, según descenso,
zahiere el vértice femíneo, tesoro encastrado de piel y nervio…
Y en la acometida, su acometida, la
Hembra jalea a la carrera, que no hay caballo desbocado si no yegua salvaje, la
que arranca de su amo sus gemidos de placer, sus alabanzas de éxtasis…
Y ella se abre.
Ella se deja hondar.
Sabe hacerlo.
En su placer está el de su montura.
Ella manda. Ella gobierna.
Ella extiende la fusta invisible que
hace galopar.
Ella es su Verbo. Ella, su oración.
Ella, las suplicas.
Él, el deseo descarnado de la
entrega, el cáliz sagrado que se desborda… con Ella, de Él…
Gata insaciable pasa a ser, postrada
entre los mástiles de Apóllōn solo Él contemplado, dios de la muerte súbita; peanes, cánticos de alabanza
le proclamansumisa, tomando entre en sus manos la espada batiente, erguida, colmada…
Adorando su premio. Anhelándolo… Suyo es. Merecido es. Tomado sea. Replegado
sobre las velas de su boca, entre lengua y paladar, ávida, ambiciosa… Dada y
entregada… por Ella, para Él, por Él…
¡Único Dios!
¡Su Dios!