Como en un flash, se abrieron aquellas puertas de forja y, bajo la luz azul de una enigmática luna llena, crucé aquel jardín cuyo nombre había leído mientras la puerta se abría.
Y de pronto, me vi ahí. De pie... De pie, tras el gran ventanal desde el que se veía el jardín que antecedía a la casa. Observaba las sombras, el reflejo de la luna sobre el agua de la fuente y sobre las ondulaciones que el viento producía en el estanque, un poco más allá.
- Tenéis que prepararos, señora.
Esa voz femenina y joven no me impidió oír al fondo las procedentes de otros sitios. Seguramente de alguna de las estancias más cercanas. Se proferían gritos y palabras soeces que no parecían inquietarme de manera alguna. Me sentía a salvo ahí. A salvo de qué o de quién no sé, pero estaba tranquila. Fuera, la noche seguía su cauce. El viento azotaba las ramas con violencia y éstas estrellaban sus hojas contra los cristales de las ventanas mientras él se colaba por algún resquicio. El fuego en la chimenea florecía en llamas ascendentes y en danzas de chisporroteos que caían unos centímetros más aquí, sobre la chapa de hierro que protegía el suelo.
Unos metros a mi espalda estaba la bañera, tras un largo cortinaje suspendido desde el techo. Una joven parecía recorrer despacio mi piel mientras me despojaba de las prendas que me cubrían: tan solo un corsé que dejaba toda mi feminidad al descubierto: la turgencia de unos pechos, la anchura de unas caderas, el tacto suave de un culo duro y un pubis bien recortado. Otra, recogía mi pelo con unas horquillas.
- El baño está listo.
Al mirar, observé el vapor suspendido sobre el agua. Unas telas blancas forraban el interior de la bañera y se desbordaban hacia el suelo, cubriéndolo. Me acerqué desnuda hasta la bañera de metal sostenida sobre cuatro patas talladas. Me sumergí en el agua y me sentí diferente, como si me estuviera purificando. Aquellas dos muchachas empezaron a enjabonar mi piel y a frotarla con suavidad, mientras una tercera sujetaba un alargado espejo en el que me veía reflejada.
Otra mujer de mediana edad, la misma que había preparado mi baño, ponía orden al tocador: ordenaba pequeños frascos de perfume tallados en cristal, colocaba peines, cepillos y espejitos sobre el tablero y daba forma a un ramo de flores silvestres que parecían haber sido cortadas no hacía mucho.
Todo transcurría en una atmósfera relajada, envuelta en la luz de las velas dispuestas en ricos candelabros. Apoyé la cabeza en el borde de la bañera, sobre una almohada de telas. Miré al techo. Una enorme lámpara de araña compuesta por miles de lágrimas de cristal tintineaba al son de no sé bien qué.
Respiré profundamente, mientras sentía mis pechos bajo las delicadas caricias de la joven pelirroja. La joven morena, de rizados cabellos, levantaba una de mis piernas y pasaba un paño enjabonado desde el pie hasta llegar cerca de mi sexo. Hizo lo mismo con la otra pierna. Luego las separó, dejando que se apoyaran a lo largo de la pieza de baño. Mi cuerpo se arqueó. La muchachita pelirroja se situó detrás de mí, ocupando con sus manos la blancura de mis pechos. Lo hacía despacio, acariciando, frotando, centrándose en mis pezones... La morena, un poquito más mayor, tal vez un par de años -doy por hecho que las dos ya eran mozas-, no cambió su posición y sus manos empezaron a ascender por el interior de mis muslos hasta llegar al centro de mi sexo. Sus dedos jugaron en él, delicadamente. Sus yemas rozaban mi clítoris en un masaje limpio y sencillo, como si tirara de él para hacerlo crecer. Sus caricias eran como si estuviera moldeando una pequeña pieza que, paso a paso, roce a roce, la iba alargando.
¿Quién soy?
La joven pelirroja quitó el collar de perlas que rodeaba mi cuello y pasó a darme pequeños golpecitos con las yemas de los dedos a lo largo y ancho de mi rostro, desde las sienes hasta el cuello, bajando al escote y colando las manos bajo el agua para llegar a mis pechos de nuevo. La mujer del tocador acercó algo en sus manos y se lo entregó a la primera. Eran dos pequeños objetos de plata. No me tensé al verlos por lo que deduje que me eran familiares. Metió de nuevo las manos en el agua y prendió mis pezones con aquellos artilugios. Entregó un tercer cachivache a la chica del pelo ensortijado. En su mano observé una pieza cilíndrica de largura, más o menos, como un palmo mío. La frotó entre sus manos con alguna especie de mejunje brillante y lo hundió entre mis piernas. Sentí su tacto penetrándome y, tras unos segundos retenido en mi sexo, empezó a hacer movimientos de adentro hacia afuera, provocando que mi cuerpo empezara a tener extrañas sensaciones , las cuales aceleraron mi ritmo cardíaco y propiciaron movimientos compulsivos en todo él y vocalizaciones no inteligibles. Hasta la presión de aquella especie de pinzas pareció acentuarse al verse sorprendidos mis pechos por las turgencias de sus cumbres.
Aquellos gestos cesaron cuando estaba a punto de llegar al culmen de una tensión acumulada durante los minutos anteriores, durante aquéllos en los que mi cuerpo, al tiempo que recibía cuidados y mimos, era, también, sabiamente estimulado.
Me peinaron, me ayudaron a ponerme sedas sobre mi cuerpo desnudo, a colocarme mis mejores perlas sobre una piel perfumada con aroma a jazmín y ámbar rojo. ¡Amo las perlas!
Yo misma dí brillo rojo escarlata sobre mis labios y algo de krol negro de Egipto para perfilar mis ojos.
- Acomodaos a vuestro gusto. La señora llegará en un momento.
- Haz que no tarde- pronunció, casi inquisitiva, aquella voz masculina al otro lado del gran cortinaje que separaba mi reservado de aquella otra parte de la estancia. No miré cuando la cortina, discretamente para no dejar ver nada, se abrió con la menos joven.
- Señora, ¿estáis lista? Alguien os espera ya ... -mencionó Carola. Ella era la más mayor de todas. Incluso mayor que yo. Se veía ducha y resuelta. Se movía como pez en el agua y llevaba la voz cantante. Comprobé tres niveles de relación; tres niveles de estatus bien diferenciados a pesar de todo: Ella, las chicas y yo.
- Sí, enseguida voy. ¿Le has dado algo de beber? -pregunté mientras dejaba a mi alcance aquella bolsita de terciopelo negro cuyo contenido volqué sobre una bandeja de plata que tenía cerca. Contamos a solas los billetes. Me parecieron los justos.
- No ha sido necesario. Él mismo se ha servido. Clodette y Sabina ya están encargándose de él.
Escuché el tintineo del cristal de la botella y las copas. Más tarde, el sonido de unas telas, las de los almohadones que había en la gran cama que había frente al ventanal. Respiré hondo y golpeé suavemente mis mejillas. Carola me dio el visto bueno y las otras dos, apartaron aquellas cortinas para que yo pasara entre ellas. Me crucé con las dos jóvenes que se habían encargado de agasajar al invitado, de componer con curiosidad y limpieza el cuerpo de aquel huésped.
Está claro que en mi casa no entra nadie que no cumpla los requisitos y exigencia que yo impongo. No soporto hombres demasiado mayores y que no cumplan una etiqueta mínima. No tolero actitudes que menosprecien el trabajo de mis pupilas o cuestionen su talante. Que puedan permitirse el pago de las dotes, no implica su entrada en "El jardín secreto". Y, mucho menos, en mis aposentos privados.
Ahí le vi: Un joven que apenas alcanzaba los treinta años, delgado pero bien formado, tendido en la cama como una Venus masculina. No le había visto antes y no me hice una idea prejuzgada de él. Yo, como las mejores damas, solo me ocupo de los hombres más poderosos. Y Carola es una experta en elegirme a los mejores. De algo le tenía que servir el haber sido de las mejores y antiguas cortesanas de las que durante mucho tiempo se había hablado.
Y de pronto, me vi ahí. De pie... De pie, tras el gran ventanal desde el que se veía el jardín que antecedía a la casa. Observaba las sombras, el reflejo de la luna sobre el agua de la fuente y sobre las ondulaciones que el viento producía en el estanque, un poco más allá.
- Tenéis que prepararos, señora.
Esa voz femenina y joven no me impidió oír al fondo las procedentes de otros sitios. Seguramente de alguna de las estancias más cercanas. Se proferían gritos y palabras soeces que no parecían inquietarme de manera alguna. Me sentía a salvo ahí. A salvo de qué o de quién no sé, pero estaba tranquila. Fuera, la noche seguía su cauce. El viento azotaba las ramas con violencia y éstas estrellaban sus hojas contra los cristales de las ventanas mientras él se colaba por algún resquicio. El fuego en la chimenea florecía en llamas ascendentes y en danzas de chisporroteos que caían unos centímetros más aquí, sobre la chapa de hierro que protegía el suelo.
Unos metros a mi espalda estaba la bañera, tras un largo cortinaje suspendido desde el techo. Una joven parecía recorrer despacio mi piel mientras me despojaba de las prendas que me cubrían: tan solo un corsé que dejaba toda mi feminidad al descubierto: la turgencia de unos pechos, la anchura de unas caderas, el tacto suave de un culo duro y un pubis bien recortado. Otra, recogía mi pelo con unas horquillas.
- El baño está listo.
Al mirar, observé el vapor suspendido sobre el agua. Unas telas blancas forraban el interior de la bañera y se desbordaban hacia el suelo, cubriéndolo. Me acerqué desnuda hasta la bañera de metal sostenida sobre cuatro patas talladas. Me sumergí en el agua y me sentí diferente, como si me estuviera purificando. Aquellas dos muchachas empezaron a enjabonar mi piel y a frotarla con suavidad, mientras una tercera sujetaba un alargado espejo en el que me veía reflejada.
Otra mujer de mediana edad, la misma que había preparado mi baño, ponía orden al tocador: ordenaba pequeños frascos de perfume tallados en cristal, colocaba peines, cepillos y espejitos sobre el tablero y daba forma a un ramo de flores silvestres que parecían haber sido cortadas no hacía mucho.
Todo transcurría en una atmósfera relajada, envuelta en la luz de las velas dispuestas en ricos candelabros. Apoyé la cabeza en el borde de la bañera, sobre una almohada de telas. Miré al techo. Una enorme lámpara de araña compuesta por miles de lágrimas de cristal tintineaba al son de no sé bien qué.
Respiré profundamente, mientras sentía mis pechos bajo las delicadas caricias de la joven pelirroja. La joven morena, de rizados cabellos, levantaba una de mis piernas y pasaba un paño enjabonado desde el pie hasta llegar cerca de mi sexo. Hizo lo mismo con la otra pierna. Luego las separó, dejando que se apoyaran a lo largo de la pieza de baño. Mi cuerpo se arqueó. La muchachita pelirroja se situó detrás de mí, ocupando con sus manos la blancura de mis pechos. Lo hacía despacio, acariciando, frotando, centrándose en mis pezones... La morena, un poquito más mayor, tal vez un par de años -doy por hecho que las dos ya eran mozas-, no cambió su posición y sus manos empezaron a ascender por el interior de mis muslos hasta llegar al centro de mi sexo. Sus dedos jugaron en él, delicadamente. Sus yemas rozaban mi clítoris en un masaje limpio y sencillo, como si tirara de él para hacerlo crecer. Sus caricias eran como si estuviera moldeando una pequeña pieza que, paso a paso, roce a roce, la iba alargando.
La joven pelirroja quitó el collar de perlas que rodeaba mi cuello y pasó a darme pequeños golpecitos con las yemas de los dedos a lo largo y ancho de mi rostro, desde las sienes hasta el cuello, bajando al escote y colando las manos bajo el agua para llegar a mis pechos de nuevo. La mujer del tocador acercó algo en sus manos y se lo entregó a la primera. Eran dos pequeños objetos de plata. No me tensé al verlos por lo que deduje que me eran familiares. Metió de nuevo las manos en el agua y prendió mis pezones con aquellos artilugios. Entregó un tercer cachivache a la chica del pelo ensortijado. En su mano observé una pieza cilíndrica de largura, más o menos, como un palmo mío. La frotó entre sus manos con alguna especie de mejunje brillante y lo hundió entre mis piernas. Sentí su tacto penetrándome y, tras unos segundos retenido en mi sexo, empezó a hacer movimientos de adentro hacia afuera, provocando que mi cuerpo empezara a tener extrañas sensaciones , las cuales aceleraron mi ritmo cardíaco y propiciaron movimientos compulsivos en todo él y vocalizaciones no inteligibles. Hasta la presión de aquella especie de pinzas pareció acentuarse al verse sorprendidos mis pechos por las turgencias de sus cumbres.
Aquellos gestos cesaron cuando estaba a punto de llegar al culmen de una tensión acumulada durante los minutos anteriores, durante aquéllos en los que mi cuerpo, al tiempo que recibía cuidados y mimos, era, también, sabiamente estimulado.
Me peinaron, me ayudaron a ponerme sedas sobre mi cuerpo desnudo, a colocarme mis mejores perlas sobre una piel perfumada con aroma a jazmín y ámbar rojo. ¡Amo las perlas!
Yo misma dí brillo rojo escarlata sobre mis labios y algo de krol negro de Egipto para perfilar mis ojos.
- Acomodaos a vuestro gusto. La señora llegará en un momento.
- Haz que no tarde- pronunció, casi inquisitiva, aquella voz masculina al otro lado del gran cortinaje que separaba mi reservado de aquella otra parte de la estancia. No miré cuando la cortina, discretamente para no dejar ver nada, se abrió con la menos joven.
- Señora, ¿estáis lista? Alguien os espera ya ... -mencionó Carola. Ella era la más mayor de todas. Incluso mayor que yo. Se veía ducha y resuelta. Se movía como pez en el agua y llevaba la voz cantante. Comprobé tres niveles de relación; tres niveles de estatus bien diferenciados a pesar de todo: Ella, las chicas y yo.
- Sí, enseguida voy. ¿Le has dado algo de beber? -pregunté mientras dejaba a mi alcance aquella bolsita de terciopelo negro cuyo contenido volqué sobre una bandeja de plata que tenía cerca. Contamos a solas los billetes. Me parecieron los justos.
- No ha sido necesario. Él mismo se ha servido. Clodette y Sabina ya están encargándose de él.
Escuché el tintineo del cristal de la botella y las copas. Más tarde, el sonido de unas telas, las de los almohadones que había en la gran cama que había frente al ventanal. Respiré hondo y golpeé suavemente mis mejillas. Carola me dio el visto bueno y las otras dos, apartaron aquellas cortinas para que yo pasara entre ellas. Me crucé con las dos jóvenes que se habían encargado de agasajar al invitado, de componer con curiosidad y limpieza el cuerpo de aquel huésped.
Está claro que en mi casa no entra nadie que no cumpla los requisitos y exigencia que yo impongo. No soporto hombres demasiado mayores y que no cumplan una etiqueta mínima. No tolero actitudes que menosprecien el trabajo de mis pupilas o cuestionen su talante. Que puedan permitirse el pago de las dotes, no implica su entrada en "El jardín secreto". Y, mucho menos, en mis aposentos privados.
Ahí le vi: Un joven que apenas alcanzaba los treinta años, delgado pero bien formado, tendido en la cama como una Venus masculina. No le había visto antes y no me hice una idea prejuzgada de él. Yo, como las mejores damas, solo me ocupo de los hombres más poderosos. Y Carola es una experta en elegirme a los mejores. De algo le tenía que servir el haber sido de las mejores y antiguas cortesanas de las que durante mucho tiempo se había hablado.
Me deslicé sobre las alfombras que cubrían el suelo hasta llegar a la cama. Me senté a su lado, quedando de frente a él.
- Vuestra mirada me pierde... Es pura pasión y lujuria.
- Acaso, ¿sabéis cómo soy?
- Me han hablado muy bien de vos. Estoy seguro de que no saldré defraudado. Pero vuestra belleza es única.... Cuando os veía por la calle, paseándoos tan erguida y digna, con vuestros ricos vestidos y escoltada por un puñado de jovencitas dispuestas a satisfaceros en todo, pensé, antes de saber de vos, que eráis una alta dama... Alguien a quien yo nunca podría tener. Nunca pensé que fuerais una meretriz que vendiera su cuerpo al placer... aunque no creo que haya sido vuestra belleza la que os hace ser única. Y nunca se os ha visto del brazo de ningún hombre.
- Cuanto más altas son las cunas más putas hay. Las podéis encontrar en casas ricas, en las calles y en los conventos. Y sabed que vos pagáis por vuestra propia lujuria y por la excomunión de vuestro más bajo instinto carnal. Yo solo procuro por mí. Si no obtuviera placer en mi destino, no habría gozo en el vuestro.
- Cuanto más altas son las cunas más putas hay. Las podéis encontrar en casas ricas, en las calles y en los conventos. Y sabed que vos pagáis por vuestra propia lujuria y por la excomunión de vuestro más bajo instinto carnal. Yo solo procuro por mí. Si no obtuviera placer en mi destino, no habría gozo en el vuestro.
- Sois una exquisita maestra... Es cuanto me han dicho... Ahora quiero comprobarlo.
Se produjo un pequeño silencio. El mismo que dibujaban mis pasos
Ahí, de pie, frente al otro ventanal, dejando mi cuerpo al trasluz, de espalda al hombre, aparté mi ropa, dejando mis hombros al desnudo. Solté la prenda y ésta cayó a mis pies. Intuí los ojos masculinos clavados en mí. El joven era hábil de palabra; ahora necesitaba que también lo fuera en hechos.
Me giré, sonreí y caminé despacio sobre mis pasos. Mi cuerpo quedó presto a su vista y al desorden de sus deseos. Sus manos se posaron sobre mis pechos, dibujando el contorno más externo mientras sus pulgares rozaban mis pezones y los presionaban, hundiéndolos. Siguieron, perfilando mis costados, llegando a la cintura y luego a las caderas, antes de perderse en los muslos y ascender entre ellos, en busca del monte que escondía el triunfo perlado de mi sexo.
Ver aquel falo joven, espectacularmente poderoso, erguido y venoso, era una escena que me hacía sucumbir. Recalco: No admito amantes que superen mi edad, ni amantes que no cumplan una serie de requisitos. Ellos pagan pero yo propongo. En mi satisfacción está mi beneficio y el suyo.
Cada movimiento contenía entre mis piernas la excitación que aquellas manos provocaban en mí. Mis pechos, elevados y grandes, se veían henchidos pero, en cambio, parecía que aquellas masculinas manos parecían luchar por no ir a ciertos lugares y aflojar la tensión que iba in crescendo y aquella se que había acumulado durante los juegos y cuidados de las muchachas. Así soy una fiera que contiene sus ansias.
Un mancebo como aquél no podía retraerse tanto. Y digo mancebo porque sus rasgos eran tan finos y bellos que cualquier mujer podría llegar a envidiar su belleza. Alguien como él tenía que soltar todo el fuego que llevaba dentro y yo quería que se desbordara y, al tiempo, sucumbiera a mis placeres. Su rostro mostraba la emoción de semejante seducción y su expresión ojiplática me llevó a tomarle el rostro entre las manos, mirarle directamente y perderme en la profundidad de aquella mirada tan negra que no se distinguía la pupila del iris.
Lo agarré firmemente de las sienes, del pelo acaracolado que las escoltaba y eché su cabeza hacía atrás, haciéndole protestar envuelto en un leve quejido.
Llevé una de sus manos hacia mi vientre, mientras me apoyaba a horcajadas sobre el suyo, y la guié hacia el centro de mis piernas, dejándole que palpara el jugo que brotaba y como si fuera con falta de voluntad y consentimiento, sus dedos fueron hasta el mismísimo centro del placer. Llegaron al roce de los labios de mi sexo y él apretó, como si pensara que eso fuera a escaparse. Si iba a pensar que aquello sería un punto y aparte, no era más que el inicio... No pudo apartar la mano, sino que añadió la otra y me tumbó, dejando que mis piernas se separaran y pudiera así contemplar con detenimiento que era un coño con clase; con clase pero sediento de ganas de follar. Abrió mis labios y vi en su rostro el reflejo que ofrecía el descubrir un clítoris que había aumentado de tamaño de forma considerable...
- ¡Tócadlo!-indiqué-. Presionadlo con suavidad con vuestro dedo y movedlo suavemente haciendo círculos... -le indiqué-. ¡No me digáis que es la primera vez que lo hacéis!
- No subestiméis al enemigo... -musitó mientras su mirada se clavaba en el centro de mi sexo- Tal vez venga de las profundidades del infierno para conquistar vuestra alma y tal vez os la devuelva cuando esté fundida con la mía.
Aquellas palabras me encendieron el alma, hicieron arder mi sexo y mis manos, como garfios, se clavaron sobre mis pechos y pellizcaron la erección de mis pezones.
Tal vez no debiera confiarme tanto.
Puede que sepa mucho de este arte. Nunca lo suficiente pero me gusta pensar y hacerles creer que invento páginas de sexo que no se han escrito antes... Pero queda mucho por escribir.
Empecé a acostumbrarme al cuerpo de aquel hombre, quien me mostraba una experiencia disfrazada. Me pregunto cuántas jóvenes doncellas habrían pasado por su piedra, cuántas mujeres casaderas habrían sido desvirgadas y a cuántas esposas habría enseñado a gozar... Pero no sé a cuántas habría pagado para complacerlas en vez de satisfacerse.
Hincado de rodillas y con sus manos ancladas en mis muslos, el movimiento único de su cabeza hacia que la lengua me propinara un abordaje de lametones acompañados de pequeños mordiscos que me obligaron a desbordarme sobre la cama. Sentí todos mis músculos contraerse, tensarse y destensarse en increíbles segundos de tormento que nadie antes me había proporcionado de aquella manera. Todos mis sentidos descontrolados, al límite de su resistencia, como vacíos y llenos al mismo tiempo de aquel empacho de sensaciones y emociones que se vieron acentuadas por la valía de sus manos induciéndome más placer. Su lengua era un látigo candente y sus manos, tentáculos de lava.
Aquello fue como un cortocircuito, como una descarga de electricidad que casi hace rendirme a mí misma, ante el propio deseo, y dejé que me siguiera acariciando entera. No podía pensar en otra cosa que no fuera mi propio placer, mi propio gozo, mi propio hartazgo; en dar libertad a toda aquella tensión que se había ido acopiando desde que las chicas estimularan mi sexo y mis sentidos... Y no podía dejar de pensar en la polla de aquel joven, enervada desde las caricias de las jóvenes pupilas para mayor satisfacción.
El sonido que producía mi sexo, que actuaba como una ventosa intentando retener los dedos de aquel varón, entrando y saliendo del interior, indicaba el grado de humedad que yo experimentaba. Comencé a mover mis caderas al ritmo de sus dedos... Hasta que se detuvo, hasta que decidió voltearme, sorprendiéndome, dejándome de rodillas, con las piernas ancladas a ambos lados de sus hombros, con mi sexo pegado a su aliento, con su polla emergente a punto de ser tragada por mi boca... Y sus dedos, dedos maestros, inquietos pero seguros, juguetearon dentro de la estrechez de mis nalgas, abriéndolas, buscando el misterio enclavado de la oscuridad.
Ver aquel falo joven, espectacularmente poderoso, erguido y venoso, era una escena que me hacía sucumbir. Recalco: No admito amantes que superen mi edad, ni amantes que no cumplan una serie de requisitos. Ellos pagan pero yo propongo. En mi satisfacción está mi beneficio y el suyo.
Cada movimiento contenía entre mis piernas la excitación que aquellas manos provocaban en mí. Mis pechos, elevados y grandes, se veían henchidos pero, en cambio, parecía que aquellas masculinas manos parecían luchar por no ir a ciertos lugares y aflojar la tensión que iba in crescendo y aquella se que había acumulado durante los juegos y cuidados de las muchachas. Así soy una fiera que contiene sus ansias.
Un mancebo como aquél no podía retraerse tanto. Y digo mancebo porque sus rasgos eran tan finos y bellos que cualquier mujer podría llegar a envidiar su belleza. Alguien como él tenía que soltar todo el fuego que llevaba dentro y yo quería que se desbordara y, al tiempo, sucumbiera a mis placeres. Su rostro mostraba la emoción de semejante seducción y su expresión ojiplática me llevó a tomarle el rostro entre las manos, mirarle directamente y perderme en la profundidad de aquella mirada tan negra que no se distinguía la pupila del iris.
Lo agarré firmemente de las sienes, del pelo acaracolado que las escoltaba y eché su cabeza hacía atrás, haciéndole protestar envuelto en un leve quejido.
Llevé una de sus manos hacia mi vientre, mientras me apoyaba a horcajadas sobre el suyo, y la guié hacia el centro de mis piernas, dejándole que palpara el jugo que brotaba y como si fuera con falta de voluntad y consentimiento, sus dedos fueron hasta el mismísimo centro del placer. Llegaron al roce de los labios de mi sexo y él apretó, como si pensara que eso fuera a escaparse. Si iba a pensar que aquello sería un punto y aparte, no era más que el inicio... No pudo apartar la mano, sino que añadió la otra y me tumbó, dejando que mis piernas se separaran y pudiera así contemplar con detenimiento que era un coño con clase; con clase pero sediento de ganas de follar. Abrió mis labios y vi en su rostro el reflejo que ofrecía el descubrir un clítoris que había aumentado de tamaño de forma considerable...
- ¡Tócadlo!-indiqué-. Presionadlo con suavidad con vuestro dedo y movedlo suavemente haciendo círculos... -le indiqué-. ¡No me digáis que es la primera vez que lo hacéis!
- No subestiméis al enemigo... -musitó mientras su mirada se clavaba en el centro de mi sexo- Tal vez venga de las profundidades del infierno para conquistar vuestra alma y tal vez os la devuelva cuando esté fundida con la mía.
Aquellas palabras me encendieron el alma, hicieron arder mi sexo y mis manos, como garfios, se clavaron sobre mis pechos y pellizcaron la erección de mis pezones.
Tal vez no debiera confiarme tanto.
Puede que sepa mucho de este arte. Nunca lo suficiente pero me gusta pensar y hacerles creer que invento páginas de sexo que no se han escrito antes... Pero queda mucho por escribir.
Empecé a acostumbrarme al cuerpo de aquel hombre, quien me mostraba una experiencia disfrazada. Me pregunto cuántas jóvenes doncellas habrían pasado por su piedra, cuántas mujeres casaderas habrían sido desvirgadas y a cuántas esposas habría enseñado a gozar... Pero no sé a cuántas habría pagado para complacerlas en vez de satisfacerse.
Hincado de rodillas y con sus manos ancladas en mis muslos, el movimiento único de su cabeza hacia que la lengua me propinara un abordaje de lametones acompañados de pequeños mordiscos que me obligaron a desbordarme sobre la cama. Sentí todos mis músculos contraerse, tensarse y destensarse en increíbles segundos de tormento que nadie antes me había proporcionado de aquella manera. Todos mis sentidos descontrolados, al límite de su resistencia, como vacíos y llenos al mismo tiempo de aquel empacho de sensaciones y emociones que se vieron acentuadas por la valía de sus manos induciéndome más placer. Su lengua era un látigo candente y sus manos, tentáculos de lava.
Aquello fue como un cortocircuito, como una descarga de electricidad que casi hace rendirme a mí misma, ante el propio deseo, y dejé que me siguiera acariciando entera. No podía pensar en otra cosa que no fuera mi propio placer, mi propio gozo, mi propio hartazgo; en dar libertad a toda aquella tensión que se había ido acopiando desde que las chicas estimularan mi sexo y mis sentidos... Y no podía dejar de pensar en la polla de aquel joven, enervada desde las caricias de las jóvenes pupilas para mayor satisfacción.
El sonido que producía mi sexo, que actuaba como una ventosa intentando retener los dedos de aquel varón, entrando y saliendo del interior, indicaba el grado de humedad que yo experimentaba. Comencé a mover mis caderas al ritmo de sus dedos... Hasta que se detuvo, hasta que decidió voltearme, sorprendiéndome, dejándome de rodillas, con las piernas ancladas a ambos lados de sus hombros, con mi sexo pegado a su aliento, con su polla emergente a punto de ser tragada por mi boca... Y sus dedos, dedos maestros, inquietos pero seguros, juguetearon dentro de la estrechez de mis nalgas, abriéndolas, buscando el misterio enclavado de la oscuridad.
Bien merecía mi arte el precio que había pagado. No me importaba su nombre, aunque no quería que se olvidara del mío. De ese modo, mi cabeza empezó a bajar y subir sobre la erección de su miembro, borrando las marcas escarlata de mis labios y prenderlas en él, engulléndolo, drenándolo hasta mi garganta; acallando aquel grito que exhaló desde lo más profundo de ella al sentir la pericia de aquellos dedos rompiendo el círculo íntimo y oculto que circundaban las arrugas rosadas y semi vírgenes de mi orificio posterior.
No me importó cuando toda aquella esencia salpicó mi cara. Siempre lo había evitado pero en esta ocasión estaba ciega en mi fuego y en el suyo. Desatados, perdidos, entregados... Salvajes y con falta de exhaustividad.
Volé entre sus brazos, dancé frente al fuego colgada de sus caderas, entrelazada a su cuerpo... Hasta que ahí, frente al fuego, como si éste lo hubiera hechizado y le hubiera hecho poseedor de una pasión desbordada, me tomó como quien toma a una yegua salvaje. Mis cabellos fueron las crines de las que tiró sin compasión; mis caderas y su entorno, los cuartos traseros que azotó produciendo un sonido que inundó el espacio de la habitación acompañado de mis gemidos, como relinchos racionales de una jaca a la que clavan las espuelas...
Y montado sobre mis caderas, con las piernas a sendos lados de ellas y con su miembro rondando para sitiar la zanja que separa mis glúteos, empezó a adentrarse y, conforme avanzaba, mi gesto era una mezcla del dolor y placer acompañados de tormentosos gemidos que acunaron al más delicioso y placentero de los padecimientos.
Su sexo, empinado y rígido, se abrió paso en la sonrisa que dibujaban mis nalgas. Noté aquella punta rozando las regueras que se cerraban en torno a mi esfínter. Esa desembocadura que muy pocos habían sido dueños de penetrar. Sus dedos habían trabajado, relajado y profundizado en aquella oscuridad.
Puedo asegurar que aquel joven era el mismísimo diablo y desprendía todo su fuego en cada una de las acometidas que se profundizaban con el aumento de ritmo. Como borracho de placer, encendido en la erupción de su propia pasión, terminó, sin abandonar su posición en retaguardia, abrazando mi cuello. Sentí la angustia de una asfixia...
Nadie se había atrevido a tanto. A nadie le había consentido tanto...
Y el acto parecía haber despertado su instinto más salvaje y mi sometimiento más pleno.
Tal vez tuviera razón y fuera el mismísimo demonio llegado desde las profundidades del averno para seducir mi alma de mujer.
Puedo asegurar que aquel joven era el mismísimo diablo y desprendía todo su fuego en cada una de las acometidas que se profundizaban con el aumento de ritmo. Como borracho de placer, encendido en la erupción de su propia pasión, terminó, sin abandonar su posición en retaguardia, abrazando mi cuello. Sentí la angustia de una asfixia...
Nadie se había atrevido a tanto. A nadie le había consentido tanto...
Y el acto parecía haber despertado su instinto más salvaje y mi sometimiento más pleno.
Tal vez tuviera razón y fuera el mismísimo demonio llegado desde las profundidades del averno para seducir mi alma de mujer.
Un estrepitoso ruido provoco que me evadiera de aquella fogosa escena. Tendida sobre mi cama sentí la humedad resbalándose por el interior de mis muslos. Aquellos cortinajes, aquella chimenea, aquel hombre... habían desaparecido. Precipitamente, Nacho apareció por el quicio de la puerta.
- Siento haberte despertado.
- ¿Qué ha pasado?
- Ha estallado la cafetera. Habrá que comprar otra y te quedas sin café para el desayuno.
- ¿Te has hecho algo?
- No estoy bien. ¿Qué soñabas?
- ¿Por? -pregunté tapando mis vergüenzas.
- Porque llevas un rato como hablando en sueños...
- He descubierto que soy la más sensual de las meretrices de una mansión, que tengo a mi servicio una cohorte de virginales muchachas desinhibidas ya de cualquier puritanismo...
- ¡Hostia! -exclamó.
- Así que quiero que me folles ahora mismo. Puede que me quede sin café pero no sin leche -Él se carcajeó y pronunció su palabra favorita "cabrona"... Y él, tampoco se quedó sin desayunar.
Es extraño. Bueno, más que extraño creo que es curioso. Llevo un par de semanas que sueño casi lo mismo. No sé el origen que motiva mis sueños pero tengo la sensación de que su por qué pude ser un aviso de algo futuro, aunque habrá que descifrar y escudriñar cada detalle por superfluo que parezca. O, simplemente, algo que me preocupa o que me cuestiono sin saber bien por qué. O cabe una tercera posibilidad y ésta es que exista alguna reminiscencia del pasado. ¿Quién sabe? Igual en otra vida fue una cortesana.
A veces, el universo conspira así de esta forma tan poco común y solo hace que mandar señales hasta que una es capaz de reconocerlas.
Nadie podría pagar nunca lo que siento y cómo me siento. No me entrego a un arte sin consenso, ni a un arte vacío... Soy Pecado de mi propio Pecado, Placer de mi propio Placer...
Nadie podría pagar nunca lo que siento y cómo me siento. No me entrego a un arte sin consenso, ni a un arte vacío... Soy Pecado de mi propio Pecado, Placer de mi propio Placer...