GRAVES sobre LAWRENCE (I)

ROBERT GRAVES

(Wimbledon, Londres, 24 de julio de 1985 - Dejà, 7 de diciembre de 1985)

Poeta veterano de las trincheras, afectado por traumas, por explosiones, y en busca de una nueva inspiración. Conocer a Lawrence de Arabia cambiará por siempre sus versos y su vida.











La fascinación que sintió Robert Graves por T. E. Lawrence quedó de manifiesto tanto en su obra Lawrence y los árabes (1927), uno de sus primeros libros extensos en prosa, como en sus memorias Adiós a todo eso, una obra que veintiocho años más tarde, Graves corregiría para reemplazar el capítulo dedicado a Lawrence por otro más amplio escrito cinco años después. Seleccionamos aquí algunos pasajes de dicho capítulo.


PRIMER ENCUENTRO CON LAWRENCE,
LA IMAGEN DE LA ESTRELLA DEL ALBA

“[…] La primera vez que vi al coronel T. E. Lawrence, vestía de rigurosa etiqueta. Debió de ser en febrero o marzo de 1920, y la ocasión fue una velada en All Souls, donde acababa de obtener una beca de investigación de siete años. La formalidad del traje de etiqueta concentraba la atención en los ojos, y los ojos de Lawrence me atrajeron inmediatamente. Eran de un azul sorprendente, aun a la luz artificial, y nunca se fijaban en los del interlocutor, sino que recorrían toda la persona como si se propusieran hacer un inventario de la ropa y los miembros. Yo era un huésped circunstancial y conocía allí a muy poca gente. Lawrence conversaba con el profesor de teología sobre la influencia de los filósofos griegos de Siria en el cristianismo primitivo, y en especial sobre la importancia de la Universidad de Gadara, junto al lago de Galilea; mencionó que Santiago había citado a uno de los filósofos de Gadara (a Menasalco, me parece) en su epístola. Habló después de Meleagro y de otros poetas griegos de Siria que habían contribuido a la antología griega, y cuyos poemas pensaba publicar en traducción inglesa. Yo me uní a la conversación y mencioné una imagen sobre la estrella de la mañana que Meleagro empleó alguna vez de un modo poco frecuente entre los griegos. Lawrence se volvió hacia mí.

–Usted debe de ser el poeta Graves, ¿no es cierto? Leí un libro de poemas suyo en Egipto en 1917, y me pareció bastante bueno.

Aquella amabilidad me turbó. Empezó a preguntarme por los nuevos poetas; decía haber perdido el contacto con los autores contemporáneos. Yo le dije lo que sabía […]”.


LAWRENCE Y LOS POETAS

“[…] No hacía mucho que Lawrence había vuelto de la Conferencia de la Paz donde había actuado como consejero del Emir Feisal, y estaba trabajando en la segunda versión de Los Siete Pilares de la Sabiduría; le habían concedido la beca a condición de escribir un libro que fuera la historia formal de la rebelión árabe.

Con frecuencia lo visitaba en su departamento por las mañanas entre clase y clase, pero nunca antes de las once u once y media, porque sabía que trabajaba por las noches y que se acostaba al amanecer. Aunque él nunca bebía, enviaba siempre a un empleado a que me llenara un vaso de cerveza. Aquella cerveza, fabricada en el colegio, era tan suave como el té, pero tenía un alto nivel de alcohol. El príncipe Alberto de Schleswig-Holstein había ido en una ocasión a Oxford a inaugurar un museo; antes de la ceremonia había almorzado en All Souls; la suavidad de aquella cerveza pareció decepcionarlo, pero por la tarde habían tenido que llevarlo a la estación en un coche con todas las ventanillas cerradas.

No sabía nada en concreto sobre las actividades de Lawrence durante la guerra, aunque mi hermano Philip había estado con él en el Departamento de Inteligencia en el Cerro en 1915. Yo no le preguntaba sobre la rebelión, en parte porque a él parecía disgustarle el tema (Lowell Thomas daba en ese momento conferencias en Estados Unidos sobre Lawrence de Arabia), y en parte porque habíamos convenido no mencionar nunca la guerra: estábamos sufriendo ambos sus efectos y disfrutábamos de Oxford como un descanso demasiado bueno para creerlo. Por eso, aunque sobre la mesa se apilaban las largas hojas de papel cubiertas de letra pequeña de Los Siete Pilares, tenía que refrenar mi curiosidad. En cierta ocasión me habló de sus labores arqueológicas en Mesopotamia antes de la guerra; pero era sobre poesía, especialmente poesía moderna, de lo que más conversábamos.


Quería conocer a todos los poetas que había en Oxford, y a través de mí conoció entre otros a Siegfried Sassoon, Edmund Blunden, Masefield, y, más tarde, a Thomas Hardy. Sentía franca envidia por los poetas. Consideraba que ellos estaban en posesión de un secreto que tal vez podía aprehender y aprovechar. Charles Doughty era su héroe principal y logró que se lo presentaran a través de Hogarth, uno de los conservadores del museo de Ashmolean, y a quien él consideraba como su segundo padre. Lawrence veía en el secreto del poeta una maestría técnica del lenguaje más que un modo especial de vivir y pensar. Yo no tenía los suficientes conocimientos como para rebatir aquella tesis, y cuando llegué a saber algo, unos años más tarde, encontré que Lawrence era un individuo difícil de convencer. Para él, la pintura, la escultura, la música y la poesía eran actividades paralelas que diferían sólo en el medio de expresión que empleaban. Lawrence me dijo en una ocasión:

-Cuando le pregunté a Doughty la razón que lo había llevado a viajar por Arabia, me respondió que lo había hecho para redimir al idioma inglés del pantano en que había caído desde los tiempos de Spenser.

Aquellas palabras de Doughty parecían haber causado una gran impresión a Lawrence, y en parte a eso se debía la furia con que trabajaba el estilo de Los Siete Pilares […]”.


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