Había comenzado la mañana con un suceso extraño, a primera hora mientras Aya oteaba el cielo, observó unos curiosos fogonazos en torno al sol que la desconcertaron. Y para rematar lo anecdótico del día, el pueblo había sufrido numerosos apagones. Los cortes de electricidad eran algo bastante habitual en la apartada localidad pero en ninguna ocasión que ella recordase habían sido tan frecuentes, ni de tanta duración. Tal vez por ese motivo tras cerrar la joyería que regentaba su familia desde hacía décadas, se dirigió a su casa dubitativa, con la extraña sensación de que algo no iba bien.
En pocas horas Aya tenía previsto asistir a una cena especial de noche de difuntos pero cuando llegó a su hogar y subió a su habitación, se quedo petrificada mirando la ropa y accesorios dispuestos sobre la cómoda. Sintió que algo en su interior le susurraba que no debía asistir a esa cena, y era tan patente que hasta casi podía oír como algo le decía "no vayas, no, no vayas a ese sitio".
Resolvió darse una ducha para despejarse y tratar de suavizar el remolino de sensaciones que en ese momento parecían haberse desbocado. No era una persona miedosa pero por alguna razón ese día sentía una inseguridad que no recordaba haber padecido antes.
No obstante, cuando salió del baño descubrió con alivio que se encontraba mucho mejor, de alguna forma parecía haberse despojado del malestar que hasta no hacía mucho le había rondado. Más animada, se posicionó por segunda vez frente a la cómoda decidida a vestirse y arreglarse para la ocasión. Tenía tiempo suficiente así que se preparó con calma y tras contemplarse en el gran espejo de pie que presidia un extremo de la habitación, bajo las escaleras dispuesta a acceder al garaje y dirigirse a la casa de los Domain, los anfitriones de la celebración.
Ya en el coche, introdujo la llave para arrancar el vehículo pero al girarla se produjo un silencio atípico, como si el motor se negase a ponerse en marcha. Lo intentó varias veces sin escuchar ningún tipo de ruido y con fastidio tuvo que asumir que la batería de su coche se había descargado. No se lo podía creer, era una batería vieja pero hasta ese momento no había dado ningún síntoma que le hiciese pensar que se estaba agotando. Alterada, se bajó del coche y caminando en círculos analizó la situación. Los Domain vivían a las afueras del pueblo, justo en el otro extremo, y aunque se había calzado las botas militares tan hechas a su pie que parecía como si caminase en zapatillas, la distancia que tenía por delante era tal que no cabía la opción de ir andando. La casa del mecánico en cambio estaba a pocos metros de su vivienda y tal vez le podía solucionar el percance pensó, y se puso en marcha.
No tardó en avistar la casa de Darío y comprobó que el taller estaba cerrado, como ella también tenía su horario, pero estaba convencida de que la ayudaría en lo que pudiese pues era una excelente persona. Al llegar a la altura de la vivienda vio un folio pegado a la puerta y tuvo un mal presentimiento. Se acercó más y tal y como pensaba la nota decía que estaría unos días fuera del pueblo por un asunto familiar. De nuevo, la sensación de que algo raro estaba sucediendo se hizo patente, hasta el punto de hacérsele un nudo en la garganta. Miró hacia arriba, a las montañas, tratando de calmarse y en su cabeza surgió una idea insólita, algo la incitaba a subir por el sendero que partía muy cerca de la casa, con la idea de contemplar la puesta de sol. Se sacudió la cabeza como para sacar esa idea de su mente, pero una fuerza que parecía irresistible la hizo echar a andar hacia el sendero vestida con unos ropajes que le llegaban hasta los pies y un tocado en la cabeza un tanto excéntrico, el atuendo era tan inadecuado que no pudo evitar soltar una carcajada mientras comenzaba el suave ascenso. Rumbo al alto de Somao pensó, riéndose por dentro y por fuera. Había previsto subir al alto al amanecer del día siguiente, para ver mejor el eclipse del que todos hablaban, se decía que tardaría más de 300 años en volver a producirse en el mismo lugar, y allí estaba, recorriendo el sendero vestida para una cena a la que no habría de ir.
Los cuatro primeros kilómetros eran un paseo agradable con una pendiente poco pronunciada pero en los dos últimos la subida se acentuaba y se hacía más pesada. Aya tardó casi dos horas en completar el ascenso, el sendero estaba cuidado pero el vestido le molestaba y la obligaba en muchas ocasiones a caminar haciendo de él un ovillo para poder ver por dónde pisaba. Finalmente completó la subida, con los bajos del vestido destrozados pero inexplicablemente con una sensación de paz indescriptible. A lo largo de la caminata se había percatado de que el cielo se estaba encapotando y al llegar a su destino pudo comprobar que ya no había ni rastro del cielo azul que había sido la tónica general del día. Gruesos nubarrones grises lo cubrían por completo por lo que la posibilidad de observar la puesta de sol se había esfumado. Sin embargo, una sorpresa inesperada la lleno de alegría, un perro blanco que era la viva imagen de Nieve movía el rabo entusiasmado ante su presencia en aquel solitario lugar.
Mientras se acercaba, con el corazón latiendo frenéticamente en el pecho, recordó el día en que encontraron a Nieve, un cachorro abandonado al que escucharon gemir aquel domingo de picnic en la montaña. Lo llevaron a casa de su abuelo que adoraba a los perros, por si deseaba quedarse con él. Su único abuelo, los demás habían fallecido antes de que naciera, en cuanto lo vio supo que era un cruce de perro y lobo pero a pesar de ello, lo acogió y lo crió con paciencia y disciplina hasta que se convirtió en un adulto cariñoso y protector de la familia y de la casa.
Nieve tenía la costumbre de cerrar los ojos cuando Aya le acariciaba la cabeza y sin dudarlo, al llegar a la altura del animal, lo acarició haciendo círculos entre las orejas como le solía hacer a Nieve. Su sorpresa fue mayúscula cuando éste cerro los ojos y se pego a ella como hacía su adorado animal de la infancia. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y de rodillas se abrazó a él con el corazón rebosante de amor. Nieve había sido compañero de juegos, amigo protector y cómplice en alguna de sus travesuras, la compañía y el cariño que el perro le había transmitido era inestimable pues Aya no tenia hermanos, apenas familia, pues ambos padres eran hijos únicos y la trajeron al mundo cuando tenían una edad avanzada. La pérdida de su querido amigo fue un duro golpe para ella que tuvo que aceptar como pudo, pero en ese atardecer, el tiempo parecía haberse plegado sobre si mismo y Nieve volvía a estar a su lado. Tuvo la sensación de que el mundo se había detenido en ese momento, la nubes quietas sobre ella, ni la más leve brisa, ni el más mínimo murmullo... debo de estar soñando se dijo para sus adentros.
Pero de pronto, un viento arrollador se desparramó sobre ellos e inundo todo el lugar. Nieve levanto sus orejas, olfateo el aire y poniéndose en pie hizo un amago de alejarse de Aya. Sin dejar de acariciarlo, ella también se incorporó y caminando a su lado subió por un risco abrupto desde el que podía contemplar su pueblo natal. El viento aullaba y Nieve lo empezó a imitar. Parecía traer entre susurros los sonidos de una canción que su madre le cantaba de niña y que Aya empezó a tararear casi como una autómata, y es que por momentos se sentía como una marioneta en manos de algo que movía los hilos de su cuerpo pero por extraño que pareciese, se encontraba a gusto y se dejaba llevar. Allí, en un saliente muy estrecho en el que apenas se podía mover, tras recoger en parte su largo vestido comenzó a oscilar como mecida por el viento mientras la tormenta se acercaba a ellos.
Al borde del precipicio, mientras la noche comenzaba a abrirse paso lenta e inexorablemente, víspera del día de difuntos recordó a su madre, a su padre, a su abuelo... a todos los que se habían ido hacia ya mucho tiempo y siguió tarareando la canción mientras los truenos hacían acto de presencia, avisando de que la tormenta ya casi estaba encima.
Fue una tempestad impresionante, el viento soplaba feroz y los rayos caían sobre el valle pero en ningún momento se acercaron al alto en el que ella y Nieve contemplaban la escena. Aya no podía dejar de mirar el panorama que se le ofrecía desde risco como si se tratase de un sueño, o más bien una pesadilla, en la que la naturaleza desatada azotaba con violencia todo lo que encontraba a su paso. Era tal la fuerza del viento que los árboles próximos crujían sin parar y pequeñas ramitas que volaban a su alrededor iban enganchándose a su tocado. Milagrosamente, ambos permanecían erguidos en el saliente, como si la madre Tierra les sujetase por la planta de los pies y les protegiese, pues ni ella ni Nieve resultaron lastimados a pesar de la furia del vendaval.
En algún momento de esa extraña noche Aya descendió del risco con Nieve a su lado y se acurrucaron uno junto al otro para proporcionarse abrigo mutuo, hasta que el sueño les venció.
A la mañana siguiente, al abrir los ojos Aya pudo comprobar que ya había comenzado el anunciado eclipse total y era algo fascinante, hasta Nieve parecía estar pendiente de la visión del sol que se iba quedando tapado ante ellos. En un momento dado, a Aya le vino el recuerdo de niña cuando tanto le gustaba ver las puestas de sol y su fiel amigo la acompañaba, acarició a Nieve y sonrió feliz por compartir de nuevo con él esos momentos de paz. El eclipse solo duró unos pocos minutos pero sin duda fue algo digno de recordar.
Cuando el sol volvió a la normalidad, Aya se dio cuenta de que Nieve no estaba. Lo buscó, lo buscó durante horas sin entender nada, se había ido sin dejar rastro. Finalmente, se resignó a volver al pueblo pues todo había sido demasiado irreal y se sentía bastante confundida. El sendero había quedado en muy mal estado tras el paso de la tormenta y le tomo bastante tiempo regresar. Lo que se encontró entonces fue un espectáculo dantesco, casi todas las casas del pueblo habían quedado dañadas por la descomunal tormenta. Por suerte no había muertos hasta el momento, aunque sí muchos heridos y algunos de gravedad, especialmente en la casa de los Domain que quedó arrasada debido a que un árbol centenario se había derrumbado sobre ella.