Si miro hacia abajo veo mi calle y a los transeúntes, personas como yo, con gesto relajado en ocasiones y a veces hosco, como enfadados con el mundo. Algunos pasean a su perro sujeto con una cadena, le dan órdenes, lo retienen con firmeza si consideran que se aleja demasiado pero el animal no se encabrita, asume su rol de acompañante de una especie tan rara como la humana (juraría que el resto de especies tienden por naturaleza a vivir sin preocupaciones, ni juicios constantes).
Vuelvo la vista al frente, no merece la pena mirar hacia abajo. Puedo ver a unos pájaros que planean con maestría para finalmente reposar en las ramas de los árboles, un estallido floral sobre las berzas de mi huerto, también una autopista con eterna circulación que tiendo a ignorar, y me llama mucho la atención el cielo, de un azul tan intenso y brillante que ahora mismo me baña en claridad, física y mental. Podría estar haciendo muchas cosas y sin embargo aquí estoy, contemplando lo que me rodea o mejor dicho lo que quiero ver de lo que me rodea. Si algo se torciese por este descanso que me da alegría y me apacigua, ya se resolverá, ahora mismo lo tengo claro.
Estoy hastiada de los "tengo que" constantes del día a día y me declaro insumisa de tanta obligación autoimpuesta. La vida discurre como agua entre los dedos y pensándolo bien yo solo aspiro a ser como el resto de la creación no humana. Cada vez me identifico menos con mi especie, y a veces tengo la sensación de no querer formar parte de este tinglado que hemos montado los "cabecillas de la creación".
Estoy deseando que llegue junio y volver a hacer el camino de Santiago, y escaparme de la prisión cotidiana para saborear la vida sin prisas. Resulta sorprendente y emocionante pensar que tras una larga espera, por fin se acerca el momento de experimentar esa libertad difícil de explicar.