~Amelia~
Sus pasos se encaminaban casi levitando hacia el borde de
aquel precipicio al que siempre se asomaba sintiéndose cual pequeña e
insignificante moto de polvo, ante la inmensidad de un mundo con el que no
resonaba desde hacía ya demasiado tiempo.
Sus intenciones,
esta vez, estaban claras…
Saltaría; se
lanzaría al vacío, a ese limbo donde al fin descansar del martirio de la
soledad de aquel enorme castillo que había heredado de sus antepasados, sin más
compañía que unos viejos y enmohecidos libros que la mantenían viva cuando caía
inmersa entre sus páginas, y un amigo de su padre fallecido, que velaba por
ella y la cuidaba entre esos recios y gigantes muros de piedra maciza.
Miró el horizonte
de gris y espesa niebla que se mostraba frígido ante sus ojos. Comenzó
lentamente a dar un paso como atraída por él, sintiendo el helor del vacío bajo
uno de sus pies que flotaba sobre aquel abismo, cuando, de pronto, unas manos rodearon su cintura agarrándola con
fuerza y tirando de ella hacia atrás.
—¡Por Dios! ¡Hágalo
por él, por su padre! Él querría verla viva, fuerte y luchando!
Desde aquel
fatídico incendio donde su familia pereció, Amelia cayó en un profundo mutismo
que no le permitía pronunciar palabra alguna.
—Ha recibido una
invitación para el baile de máscaras que se celebra cada año en el castillo del
Conde Sweet Gentleman; y va a ir. Va a elegir un precioso vestido; va a ponerse
su perfume de violetas y va a dibujar esa bonita sonrisa
en su aterciopelado rostro. Yo la dejaré
en la misma puerta, y no me iré hasta que vea cómo la cruza.
Amelia rompió a
llorar sin emitir un atisbo de sonido. Él la abrazó con fuerza, limpió sus
lágrimas y la cogió en sus brazos para llevarla a sus aposentos y dejarla
tendida sobre su lecho.
—Descanse, Amelia…
Mañana será un gran día.
~Baile de Máscaras~
Su vestido era azul cobalto. Un corpiño anudado con cintas de
raso negro enmarcaban su esbelta figura y dejaban prominentes sus turgentes
pechos. Un collar de negro y fino terciopelo, rodeaba
su delgado y blanquecino cuello. Y su rostro, así como le había encomendado
quien velaba por ella tras la muerte de su familia, lucía una tímida sonrisa, a
la vez que sorprendida y curiosa por todo lo que se mostraba ante sus ojos.
De pronto, y sin
saber de quién procedía, una voz le susurró
en el oído…
—Me alegra que hayas aceptado mi invitación… Solo
necesito tu mirada para saber que estás bien; que te sientes a gusto… No importa
que no puedas hablarme. Te preguntarás por qué lo sé… No es por la persona que
vela por ti. Te conozco desde hace mucho tiempo. He seguido en silencio tus
pasos llevado por un impulso tan misterioso, como extraordinario e irrefrenable. Has estado presente en mis sueños y en mis más fervientes deseos…
Amelia hizo de
pronto el amago de girarse para ver el rostro de aquel que le hablaba en
susurros y que había despertado en ella una extraña sensación, pero él la frenó
acercándola con más vigor a su pecho, dejándola paralizada…
—Aún no… Ahora
baila; disfruta; vive…
Y tras decirle esas
palabras, el Conde cogió su mano derecha, la llevó a su espalda y posó en ella
una llave de la que colgaba una pequeña carta con un número impreso.
Cuando Amelia se
giró, el Conde ya no estaba. Miró la llave y el número de la carta: dos.
Se fue adentrando en el baile inclinando la cabeza a modo de
saludo hacia algunas invitadas que le mostraban un cálido acogimiento, y aun a
pesar de no poder hablar con ellas, se sintió arropada tras ese largo y frío tiempo
de mutismo y soledad. Aquel salón y todos los invitados, desprendían una cálida
y misteriosa armonía que la envolvía en un dulce y embriagador ensueño; pero su
mente estaba ya muy lejos de aquel lugar…
~La Puerta~
Se paró frente a
ella. Tenía la misma sensación que cuando intentó dar aquel salto al vacío,
pero esta vez sentía que lo que le deparaba el otro lado, era una llama que comenzó
a arder en su interior en el momento que escuchó la voz del Conde susurrándole
en el oído y penetrándole hasta el alma.
El placer ya no formaba parte de su vida. Había olvidado lo
que era sucumbir a él desde la más pura desnudez. Entregarse y cruzar toda
frontera que la permitiese explorar emociones nuevas en cualquiera de sus
vertientes. Fue sumisa de sí misma en su renuncia a la vida
y a todos los placeres que ésta otorga más allá de sus difíciles y, a veces,
crueles vicisitudes.
Su cuerpo no dejaba
de sentir ese cosquilleo cual primera vez que uno se entrega al goce de la
carne y el espíritu. Impetuosa, y casi con rabia por haber estado tan ciega
ante el regalo de la vida, metió la llave en la cerradura y la giró con rapidez
como si aún temiese arrepentirse.
Cruzó el umbral
sabiendo que aquella experiencia la iba a llevar a unos límites jamás cruzados;
que iba a romper toda barrera que la impidiera sentir el goce más intenso jamás
experimentado, y la iba a hacer caer rendida; ofrecida a los planes y dominios
de aquel que la estaba haciendo vibrar por cada poro de su piel, inmersa en una
lascivia, feroz y osada, que gemía y brotaba por cada recoveco de su cuerpo.
~Placer~
En aquella
habitación de paredes insonorizadas tan solo se escuchaba la respiración
agitada de Amelia, y sus pasos caminando hacia un extraño mobiliario enmarcado
por una tenue luz.
Como una danza de sombras
que la envolvían y rozaban, la figura del Conde aparecía y desparecía ante sus
ojos, al tiempo que sentía que las cintas de su corpiño iban desatándose,
liberándola así de la prisión de sus ropas, y dejando en libertad, como dóciles
péndulos, sus pechos que palpitaban sedientos de placer.
Su vestido abrazó
el suelo; tan solo unos zapatos de satén azul y unas medias de seda blanca,
vestían el cuerpo semidesnudo de Amelia, dispuesto a yacer entre aquellas manos
calientes y firmes que la despojaban de tabús, y la llevaban a un sentir
extremadamente delicioso y lujurioso.
Como en una
ensoñación y sin apenas visión, comenzó a sentir cómo el Conde iba inclinando su cuerpo hacia delante hasta
hacerlo reposar en una especie de diván del que salían, de cada uno de sus
cuatro extremos, pequeños cintos que rodearon y ataron sus muñecas y tobillos.
Expuesta y
totalmente abierta al placer; sometida al goce de dejarse fluir como río ante
la tempestad de la piel que gime desde su más inconmensurable latido, Amelia
emitió un grito cuando el primer embate la hizo vibrar y contraerse húmeda y
ungida en sus fluidos que, como cascadas, rebosaban por sus ingles deseando más;
más de aquel goce que la dejaba en la extenuación; de aquel precipicio al que sí
quería y deseaba caer…
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©Ginebra Blonde
Espero ir volviendo por este y alguno más de mis otros
blogs, retomando el camino que dejé en pausa.
Con todo mi cariño, os deseo a todos un muy Feliz Año 2024 ���