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Página:Obras completas de Homero - bdh0000247979.pdf/324

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Página 28o ILIADA
  560 Aquileo.— ¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello Zeus me envió como mensajera la madre que me dió a luz, la hija del anciano del mar. Comprendo también, qh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni desatrancaría con faci­lidad nuestras puertas. Absténte, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi su­plicante, y viole las órdenes de Zeus.
  571 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, sal­tando como un león, salió de la tienda; y no se fué solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el héroe Automedonte y Alcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde que había muerto Patroclo. En seguida desen­gancharon caballos y mulas, introdujeron el heraldo, vocero del anciano, ha­ciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los inmensos resca­tes de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que se lo llevasen a casa. Aquileo llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran, trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquileo, y éste le matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio; después el mismo Aquileo lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
  592 Aquileo.— No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el divino Héctor a su padre; pues me ha traído un resca­te digno, y de él te dedicaré la debida parte.
  596 Habló así el divino Aquileo y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba ado­sada al muro, y en seguida dirigió a Príamo estas palabras:

599 Aquileo.— Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus doce vástagos; seis hijas y seis hijos flore­cientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dióles muerte Artemis, que se complace en tirar flechas; por­que la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la genté la había vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dicen, están las grutas de las ninfas que bailan junto

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