Yo era policía y tú eras ladrón
En los juegos de persecución de los niños, la convivencia vuelve a su cauce acabada la partida, donde nada real se apuesta, donde no ocurre lo que ocurre estos días en España
El uso verbal que ven en este titular se llama en los libros de gramática “imperfecto lúdico”. Es el tiempo en que los niños conjugan los verbos cuando quieren establecer el escenario de la acción que imaginan: “Tú llegabas y no me encontrabas y entonces yo podía volar y...”. Afortunado el lector que ha oído conjugar ese imperfecto hace poco. Cuando se establecen identidades usando ese imperfecto lúdico, ningún niño elige el papel de ser otro niño común: la fantasía prefiere la adquisición de identidades que son maravillosas en la mente de un crío (un Pokémon, pero también un panadero o una mamá), dotadas de cualidades admirables.
Una variante dentro de esos juegos de cambio de identidad es el llamado “juego de persecución”, establecido sobre una regla simple: unos son persecutores, otros son perseguidos; el juego consiste en que los persecutores apresen a los perseguidos, que tienen un recurso divino para protegerse: un espacio en el terreno del juego que permite la salvaguarda inmediata, ese lugar al que se apela gritando “¡casa!”.
Niños de todo el mundo han jugado y juegan a recrear persecuciones. Pero en cada lengua, tiempo y lugar han ido cambiando las identidades con que se nombra a perseguidores y a perseguidos. Tales identidades, curiosamente, no suelen ser maravillosas sino salidas de la realidad que circunda a cada infancia. Los nombres resultan inocuos hoy: a “polis y cacos” juegan los niños madrileños, a “poli-ladron” (con el acento en la a) juegan los niños andaluces y a “paco-ladrón” los de Chile, donde los policías son llamados pacos. El maniqueísmo es simple y jerarquizado en torno a ser de los que protegen la ley o de los que la vulneran.
Pero si vemos los nombres que se daba en otro tiempo a este juego, los resultados no son tan simples. Los dialectólogos que exploraron desde los años sesenta a los noventa del siglo pasado cómo era la forma de hablar de los pueblos de España preguntaban, entre otras cosas, por las denominaciones de algunos juegos. En algunos pueblos había nombres muy inocentes (“el ratón y el gato”) y en otros los niños habían simplificado el esquema (“los buenos y los malos”); la influencia del cine había hecho que los niños de los años sesenta ya se persiguieran con la identidad tan poco española de ser indios frente a vaqueros. Pero otras respuestas aportaban un legado doloroso de información histórica, porque los que habían sido niños en los años treinta y cuarenta decían haber jugado “a civiles y ladrones” o a “contrabandistas y ladrones”. Había pueblos en España donde este juego se apodaba “la montería” y había, por tanto, cazadores y animales, pero en otros lo llamaban, triste nombre, “jugar a la guerra”. Cada siglo tiene sus conflictos y los niños jugaban a estar dentro de ellos. Si leemos las memorias de escritores nacidos en el siglo XIX vemos cómo los niños españoles de entonces jugaban a “liberales y carlistas”. Mientras que, etapa a etapa, España consolidaba su particular tendencia al cainismo, los niños recreaban los bandos en liza dentro de sus juegos de carreras y persecuciones.
En los juegos infantiles, elegir a tus malos y dar el carné de bueno a los que están dentro de tu grupo ha dependido de tu zona y del tiempo en que te tocara crecer. Pero lo que en el niño es identidad aprehendida, de prestado, no debería funcionar en la vida adulta, donde la identidad que asumimos debería ser aprendida en diálogo con la propia conciencia. Si la etiqueta que nos ponemos (buenos, liberales, progresistas...) es un papel asumido con simpleza, nos acogemos a la servidumbre de lo postizo y no al dominio de la identidad.
Seguramente, en este cierre del artículo el lector espera que yo haga moraleja con lo que ha ocurrido en la política española de agosto a noviembre: que yo señale, por ejemplo, quiénes son los malos apelando a la laxitud de los principios en una política de apariencias; o que, al contrario, yo diga que puede haber bondad también en cacos o contrabandistas; o que avise de que quienes han ganado en esta última partida de pactos pueden ser perdedores en la siguiente ronda. Pero no puedo hacerlo, no quiero hacerlo. Estoy absolutamente asqueada de la deriva de este juego de persecuciones donde la rectitud es una identidad que nadie asume, harta de los desequilibrios y desigualdades, de las rabietas callejeras y de los que creen que gobernar es un juego.
En los escritos sobre comportamiento y desarrollo infantil, el juego de persecución se califica como “juego cooperativo”, porque, en efecto, lo es: se necesita que, como mínimo, dos personas quieran prestarse a asumir la identidad de persecutor y de perseguido. Pero hablamos de juegos de niños, donde la convivencia vuelve a su cauce acabada la partida, donde nada real se apuesta, donde no ocurre lo que ocurre estos días en España.
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