Hasta que la bola caiga
Tras un confinamiento en el que las playas de Río de Janeiro quedaron silenciadas y sin vida, poco a poco la arena fue llenándose de cuerpos que saltaban, se retorcían y hacían volar por encima de sus cabezas un balón. Se trataba de jugadores de altinha, un deporte que conquista las playas cariocas y que la fotógrafa Tanara Stuermer retrata compulsivamente
Al caer la tarde de un domingo de agosto en Río de Janeiro, durante el templado invierno del trópico, una mancha multicolor de sombrillas se extiende sobre la playa de Ipanema hasta el mar. El sol se va acostando como un gran plafón naranja tras las montañas que recortan la silueta de la ciudad brasileña. Suenan los clics de los móviles de los turistas tirando fotos al cielo incandescente, pero casi nadie repara en la orilla. Allí se adivinan unos puntitos redondos elevándose acompasadamente en el aire, igual que palomitas de maíz, rebotando una y otra vez sobre las sombras que forman decenas de chicos dispuestos en círculos, como una coreografía preparada. Están haciendo una altinha, un juego —o un deporte si se quiere— nacido en estos mismos arenales el siglo pasado y hoy imprescindible en la postal.
La premisa no puede ser más universal: varias personas tratan de mantener una pelota en el aire pasándosela con cualquier parte del cuerpo, menos con los brazos o las manos, sin dejarla caer al suelo. Lanzan la bola en alto (de ahí altinha), casi siempre la clásica de triángulos negros y blancos, y la hacen suspenderse en el aire húmedo de Río, flotando en armonía, como si la gravedad se redujese a cero. Empezó como algo informal, inherente a la habilidad innata de los cariocas, y fue evolucionando, inspirado por el futvoley, hasta convertirse en patrimonio cultural de la ciudad. La pandemia paró el juego. El confinamiento dejó a Río sin alma: allí una playa vacía no es playa. Por eso, cuando se abrió el mundo de nuevo, la fotógrafa Tanara Stuermer bajó de su casa y empezó a fotografiar altinhas compulsivamente, como invitación a una nueva vida. Ya va por 10.000 imágenes. “Me fascina porque es más que un deporte: los jugadores se comunican con el cuerpo, se hacen chistes, se gritan y dibujan, sobre todo eso. Anticipan movimientos, propios y de los otros, y parece que danzan en comunión”, dice por videollamada desde el salón de su casa, a 200 metros de su campo de estudio.
Contra lo que pensaba, las imágenes no funcionaron de inicio para lo que ella buscaba. Demasiado pesadas. Hizo entonces un experimento. Imprimió pruebas en papel vegetal (“hice los primeros tests en la impresora de mi hija”) y encontró lo que quería. Su formación cinematográfica la llevó a colocar toda la escena en un mismo plano a través de varias imágenes consecutivas, como fotogramas superpuestos. El efecto que genera el juego de transparencias en blanco y negro es fascinante, entre onírico y matérico. Así llegó a la narrativa y el ritmo que necesitaba, mientras trabajaba escuchando en bucle las variaciones a la guitarra de Baden Powell, uno de los grandes de la música del país, y la improvisación al berimbau de Naná Vasconcelos. Ese es el instrumento utilizado en la capoeira, la lucha-danza afrobrasileña que también parecen practicar los jugadores de altinha en su trance de escorzos sin fin.
Pero detrás de la estética y lo que parece costumbrismo se esconde también un potente discurso. La playa de Río de Janeiro aguanta 100 manuales de sociología. Y una de las conclusiones más repetidas es que actúa como uno de los pocos espacios democráticos en una “ciudad partida”, que definió el escritor Zuenir Ventura, tan desigual que hasta hace 15 años no llegaba el metro a Ipanema. Hoy en esa playa, un polideportivo de arena a cielo abierto, comparten espacio deportistas famosos y anónimos salidos de suburbios y favelas que recorren la ciudad durante horas para poder disfrutar.
En esa particular ágora de arena el carioca de toda condición se da baños de mar y sol y, quien se anima, juega altinha, contra la gravedad y contra los estereotipos, especialmente de género. Pero así como es un deporte inclusivo por naturaleza, pues siempre ha sido mixto, Stuermer retrata solo a chicos. Es una manera, inconsciente en un principio, de proponer algo diferente a lo más habitual en la fotografía carioca: mucho biquini y poco o nada de sunga, el mínimo bañador de los meninos anjo, los niños ángel suspendidos de sus series.
Stuermer bebe de Eadweard Muybridge y especialmente de Étienne-Jules Marey, pioneros en los estudios del movimiento, pero hay nombres más cercanos que le han inspirado para su obra: Kitty Paranaguá, Rogério Reis, Marcos Bonisson o Ana Carolina Fernandes. Todos son autores brasileños contemporáneos y tienen obra dedicada a la playa, pero sus propuestas no pueden ser más diferentes: “Ahí se ve su verdadera riqueza intelectual”, dice la fotógrafa. Este mes el trabajo de la fotógrafa sobre la altinha ha alcanzado la final del festival InCadaqués, en Cataluña. Y seguirá profundizando en ello, asegura, hasta que la bola caiga.
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