Historia de un adiós, segunda parte.
No sé por qué me contaste aquella historia triste de tu niñez, que anudó tu garganta y veló tus ojos menudos con un paño de tristeza sólo de pensarla, aunque lo cierto es que yo nunca la olvidé. No nos escatimabais la dureza de la vida a los niños de antes.
Debías ser un mocico de pantalón corto. Te imagino espabilado, de carnes fuertes, magro y curtido por el aire limpio de la montaña que te parió. Tenían tus padres un pequeño corral, en el que hiciste a tu mejor amigo, una oca, que te seguía a todas partes, tal vez fueras lo primero que viera al romper su huevo.
Dondequiera que tu fueras, corría ella, moviendo la colita tras de ti, por no perderte de vista. Si me dijiste su nombre no lo recuerdo, pero te imagino llamándola para que acudiera presta a tu vera. Te advirtieron de que no era una buena idea, te regañaron incluso por ello, pero desobedeciste, ¡maldita la hora!
Apurabais un verano de agua fresca de arroyo, los árboles se envolvieron de frío y dejaron bajo vuestros pies un manto de hojas secas. Tus huellas crujían junto a su caminar lento, refunfuñaba gruñona con un "macmacmacmac" -¡Cuídate siempre del mal carácter de las ocas, que pican!-. Sin embargo tu amiga de mirada altiva era dócil como un perrito, y se hizo mayor pisándote los talones con sus patas palmeadas, si se lo pedías apoyaba la cabeza en tu regazo y se dejaba acariciar por ti.
Cuando Padre te dijo que ya había crecido demasiado, que habría que comerla antes de que se hiciera dura, que tenías que acabar con ella, saliste corriendo de la casa, deprisa, para que no te siguiera. Nublaban tus ojos las lágrimas que enjugaste con la manga de tu jersey, negabas con tu cabeza, con tu corazón, con tu boca, que gritaba: "Nunca, nunca, NUNCA".
No volviste hasta que se cerró la noche sobre el bosque, Madre te esperó con un plato de caldo y el ceño fruncido, pero te protegió del gran enfado de su marido, al que llenó dos veces el vaso de vino para que se quedara dormido en el sillón junto al hogar y no te viera llegar. Daba lo mismo, igualmente amaneció; Madre te dirigió una mirada severa que te advirtió de que ya no podrías volver a escapar. Atendía ya a que le trajeras el ave muerta, calentaba el agua para escaldar sus plumas.
-Venga, vamos. -Le dijiste a tu oca. Y ella te siguió, una vez más. Entre sollozos le pediste, como tantas veces, que apoyara la cabeza. Y te ofreció su cuello para que le segaras la vida.
Nunca pregunté si el filo del hacha llegó a reflejar tus lágrimas o si huiste de nuevo, enfrentándote al bofetón de tu padre con valor, pero quise pensar que sí fue así.
Ayer te vi, vi tu fragilidad, tu piel anciana, tu espalda curva, tu mirada apagada, tu vejez sobre ti, y comprendí que, aunque llegó tu hora y llevas ya tiempo con tu cabeza en el regazo del Señor, a Él parece temblarle el pulso, como si no pudiera llevarte aún.
(No quisiera que te fueras nunca, abuelo, pero puedes irte tranquilo, estaremos bien, has dejado un legado muy bello en nosotros, gracias por el camino recorrido. Te quiero mucho, mucho.)