... abril 2015
Permanecí inmóvil bajo el
quicio de la puerta, acobardada por los fuertes golpes detrás del pequeño
cristal y titubeando sin saber bien qué hacer después de un aletargado
silencio. Temblaba al no escuchar respuesta cuando pregunté quién eras;
enmudeciste, creo, porque ni tan siquiera tú sabías que hacías allí. Pero
después oí tu voz y pensé que no podías ser tú, había pasado mucho tiempo y tal
vez el deseo de saberte entorpeciese el recuerdo de tu sonido en mi memoria. Me
sorprendió encontrarte hecho un ovillo entre los pliegues de la cortina al
abrir la puerta de la calle. Te escondías, ocultabas tu rostro, y yo creo que
también tu vergüenza, porque enseguida te sonrojas y bajas la mirada cuando
descubres que, sin querer, te has deshecho de tu caparazón. Latía muy fuerte mi
corazón, la respiración también se aceleraba a medida que tus pasos avanzaban
hacia mí, y yo ya no sabía si tiritaba de frío o, simplemente, imitaba la
reacción de una estúpida quinceañera cuando descubre que el chico con el que
tantas noches ha soñado aparece en mitad de la noche tocando su puerta.
Eran las seis de la mañana,
el vestido con adornos dorados aún caía sobre el respaldo de la silla, junto a
las sandalias de tacón y el resto de abalorios. Probablemente escogiste la peor
noche del año, probablemente mis ojos permaneciesen aún hinchados después de
tanto dolor y tanto llanto, el maquillaje corrido en las mejillas y el pelo revuelto
efecto de esa eterna lucha contra la almohada. También, probablemente, esa
fuese nuestra última noche juntos. No me importaba el desorden, ni la hora, ni
mi aspecto, sólo quebrantar la poca distancia entre tu cuerpo y el mío, verificar
que aquello no era otro sueño, era tan real como los rizos que te habían
crecido y ahora adornaban tu nuca.
Recuerdo tu olor; es
increíble porque hoy, tres meses más tarde, puedo sentirlo sumergido en mi
cuello, entre mis muslos, en mi ropa, en el resto de frunces y capas de piel.
Nos acomodamos en el sofá, te pregunté por la escayola que cubría tu brazo
derecho y enseguida te desvaneciste en mi regazo, te acurrucaste como un niño
apoyando tu cabeza en mi pecho, buscando calor, comprensión y también una
soledad compartida que te ayudase a entender cómo habías dejado pasar tanto
tiempo… Quizás eso era lo que más pesaba en tu conciencia, tal vez –en esa
primera noche del año- pusiste en orden tus ideas y llegaste a la conclusión de
hilvanar cualquier pespunte suelto en las costuras de tu mollera, pasajes del
pasado. Hablamos, recordamos, intenté traducir tu lenguaje, al menos el oral,
ya que el corporal estaba mucho más claro. Y aunque no consiguiese esclarecer
tu lengua, entendí la coherencia de tus palabras acorde a tus sentimientos y
tus actos. Para entonces ya estabas explorando la humedad de mi boca, un poco
más tarde te perdías para volver a encontrarte en una concavidad cuanto menos
parecida.
Te quedaste dormido como
hacen los bebés, muy cerca de mí, otra vez acariciando el calor y acomodando tu
escayola en un arco perfecto entre mi pecho y mis caderas, mullido en mi cintura.
Y así despertamos. Tu barba, demasiado larga ya, arañando mi mejilla y tu
aliento alcoholizado pegado a mi espalda. Hablamos durante largo rato aquella
mañana de primero de año; divagamos sobre algo que a mí me preocupó y no supe
discurrir en ello tornándolo en algo superfluo y banal (como me arrepiento
ahora de eso)… tu flirteo con sustancias alucinógenas, el abuso del lenguaje
inexistente, el vicio de esa soledad que te empuja al precipicio. Quise
advertirte o lo hice, pero a mi manera, sin que tú llegases a entenderme del
todo. Me ofrecí, sin reservas, sin límites o contemplaciones, me ofrecí de
manera descarnada, y tú –precisamente- la confundiste con el lado más
interesado y libidinoso.
Te veo ahora dormido,
luchando con fantasmas del más allá y tus propios monstruos. Te toco pero tu
piel se ha vuelto áspera y dura, apenas creo que puedas sentirme. Te hablo pero
no puedo soltarme la lengua porque tu hermano está a mi lado, tampoco sé si
puedes oírme y ni te imaginas cómo me gustaría que lo hicieras. Ahora, dos
meses más tarde, sé que lo hiciste, mi voz llegó allí, tan lejos donde
estuviste, y tu fuerza te trajo de nuevo con nosotros.
Tal vez debería seguir
escribiendo la historia, sólo tendría que dejar que nuevos capítulos
aconteciesen, pero no estoy segura de querer asomarme de nuevo al abismo.