Un día apareció, se mostraba desconfiado, temeroso, huidizo,
poco a poco fue ganando confianza, sus visitas se hicieron cada vez más
frecuentes, creo que comprendió que aquí nadie le dispararía con una escopeta, disecaría
su cuerpo y exhibiría su cadáver como un trofeo encima de una chimenea, que nadie le robaría su libertad metiéndole en
una jaula, que nadie le ataría un cordel a la pata obligándole a pasar horas sin
poder volar, posado en el mismo sitio con una capucha en su cabeza, hasta
doblegar su voluntad y convertirlo en lo que no es, ni desea ser, un ave sumisa
y obediente que vuela cuando se lo mandan, come cuando se lo dan y caza para
diversión de su amo.
Celoso de su imagen no me permitía hacerle una fotografía,
en cuanto me veía con la cámara en la mano saltaba al vacío y desaparecía, pero
el otro día todo cambió, no solo se posó en la peana de la ventana sino que
trajo a su compañera con él y como si quisiera presentármela permanecieron los
dos quince largos minutos posando y permitiendo que los retratara, luego levantaron
el vuelo dieron varias pasadas cerca de la ventana y desaparecieron.
Desde ese día cuando empieza anochecer se posan en el hueco
que queda entre el acondicionador de aire y la pared, allí protegidos y a salvo
de miradas indiscretas descansan y duermen hasta el amanecer y yo disfruto de
su compañía.