El
sumidero
Está tras la ventana de la
cocina, viendo llover. Como si aquella casa de la playa estuviese en el
trópico, lleva unos días lloviendo a la misma hora, sobre las tres de la tarde,
cuando el calor es más intenso. Una tormenta violenta que descarga agua con
furia durante unos minutos para alejarse instantes después y dejar paso de
nuevo al sol. Es algo excepcional por estas fechas, porque todavía no ha
llegado el verano.
Está tras la ventana
contemplando cómo el sumidero falla una vez más y comienza a encharcarse todo a
su alrededor. Tiene el mango del rastrillo en la mano y tan sólo espera que la
tormenta pase para salir y desaguar.
Sabe que debería estar en el
estudio, al otro lado del jardín, recomponiendo la maqueta de los trenes,
buscando una nueva perspectiva de las rocas en un boceto o montado sobre la
bicicleta estática, eliminando sudor y sal. Pero la tormenta se ha anticipado o
él no supo ver que aquellas nubes, inocentes y algodonosas, se llenaban de agua
con el calor y su panza se tornaba gris oscuro muy rápidamente.
El charco del sumidero se va
agrandando y casi llega a la puerta del porche de la cocina. Tiene algo de
hipnótico observar cómo las enormes gotas de agua de lluvia salpican con
estrépito la superficie embarrada de aquella balsa antes de intentar volver al
cielo. Es como mirar crepitar el fuego de la chimenea en invierno o contemplar
las olas del mar desde la torre de Roche.
Un ruido a su espalda le saca
de su abstracción. Es Bofrostman,
bajando por las escaleras de madera con sus botas macarras de piel de serpiente
y puntera de acero. Le gusta hacerlas sonar.
Bofrostman que baja silbando una canción desde la
parte alta de la casa, que pasa por delante de la puerta de la cocina dirección
a la calle. Bofrostman que, dando un paso atrás, vuelve a aparecer por el
encuadre de la puerta de la cocina y coge la manzana roja que encumbra el
frutero sobre la mesa, frente a él. Bofrostman
que le da un gran mordisco, que mastica apretando mucho las mandíbulas, que le
mira y, con las cejas alzadas y media sonrisa, le dice adiós.
No le gusta aquel tipo, y en
esa última mirada ha leído una mueca de superioridad ofuscante. Ya el sólo
hecho de coger la manzana significa algo de eso, un desafío al papel de cada
uno. Pero él no le va a explicar a Bofrostman
cómo son las cosas. Ni cómo deberían de ser. Eso sí, por lo menos Bofrostman esta vez ha metido la compra
de congelados del mes en la nevera. No como en la última visita, cuando dejo
que los helados se deshiciesen sobre la mesa.
Se escucha el cerrar violento
de la puerta de la calle. Con él se silencia el estruendo enfurecido de la
naturaleza. Entonces vuelve de nuevo la mirada hacia el sumidero. Ahora parece
una piscina sucia. El agua se ha extendido hasta llegar a la caseta, al otro
lado del jardín. Se alza de puntillas y puede ver cómo el lago que se está
formando tapa ya el primer peldaño de la escalera del porche. No puede esperar
mucho más, tiene que salir y mover la vieja arqueta en el sumidero para que
engulla toda aquella agua. Mira a su alrededor, por el suelo de la cocina,
buscando las botas de goma, aunque tiene la seguridad de que allí no las
encontrará. Se gira y se encuentra con Berta en la puerta de la cocina,
sonriendo como una niña colmada de caramelos. Se la queda mirando y él también
sonríe. Está bonita con esa camisa de hombre que le queda grande pero deja ver
sus piernas todavía bien torneadas.
Un trueno cruza sus oídos y
le hace volver la vista de nuevo hacia la ventana de la cocina. Lejos de
amainar, la lluvia arrecia con más fuerza y las salpicaduras sobre la laguna
hacen crecer un sentimiento de violencia hostil allí fuera. Una sensación de
amenaza externa de la que se siente protegido tras la ventana. No puede verlo,
pero adivina que el otro lado de la orilla del lago que se ha formado está ya
inundando el estudio. Debe salir y liberar el sumidero antes de que aumente el
nivel del agua, de que entre por la ventana del sótano o se trague el cenador
del jardín. Mira sus pies, sus zapatillas de tenis blancas, sus calcetines
tobilleros, los escasos pelos de sus piernas, y después vuelve a mirar por la
ventana. Sí, tiene algo de hipnótico, es algo relajante ver caer la lluvia con
aquella violencia y sentirse protegido dentro de la casa. Piensa entonces en la
toma de tierra de los enchufes, piensa también en una descarga de electricidad
sobre un tejado de metal plateado como el hielo, piensa en alguien sumergido en
aquella balsa de agua que busca con desesperación la superficie cuando está a
punto de emerger y se extrema su necesidad de respirar. En eso piensa cuando
otro trueno desgarra aquel ensimismamiento y siente la tibieza del cuerpo de
Berta pegado a su espalda. Otro trueno más, largo y doliente. La tormenta
aumenta y una niebla vaporosa empieza a cubrir toda la visión. Se alza de
puntillas y ve que el segundo escalón también ha desaparecido bajo el agua
marrón que se llena de hojas. Cuando vuelve a apoyar los talones, los brazos de
Berta cruzan su pecho, amarrándolo, y su cuerpo rechoncho y confortable, se
pega a su espalda. Cierra los ojos, porque le gusta esa sensación apacible de
calor, porque siente la cabeza de Berta ladeada sobre sus hombros, porque sabe
que también Berta cerró sus ojos, porque si se girase se besarían por un buen
rato, y el sonido de la lluvia sería el sonido del mundo para ellos dos.
Al otro lado de la ventana
una bruma artificial, onírica, lo cubre todo. Las gotas de lluvia siguen
tamborileando sobre el tejado y debe de haber ramas de árboles arrancadas con
violencia por el viento. Las conducciones bajo los aleros se estarán atascando.
La laguna estará creciendo y ya habrá inundado el estudio, habrá cubierto los
botes de pintura ordenados por colores sobre el suelo y habrá mojado algunas
telas viejas sobre las que practicar los cambios de color de la luz sobre el
mar. La maqueta de los trenes estará tan húmeda que dentro de poco entregará
piezas al agua.
Quizá incluso el tercer
escalón esté ya cubierto con el magma marrón y solo unos centímetros separen
aquel lago de la puerta de la cocina. Un trueno más, desgarrador de lado a lado
sobre sus cabezas, puede escucharse; y el tintinear de los cristales de las
ventanas, el estremecimiento de la madera de la casa, el temblar de vigas,
pavimentos y cimientos.
Quizá todo eso afuera,
quizá el mundo este
fracturándose fuera,
quizá haya llegado
su final.