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El mundo de Adoración era un bastión del Imperio de la Humanidad en la zona Norte del Segmentum Ultima que había permanecido leal desde el momento de su fundación en el M33, pero que dos milenios más tarde sucumbió a la pútrida influencia del Señor de las Moscas.
Historia[]
Adoración era un planeta fértil y vasto con una gran superficie de unos 930.000.000 km² que prácticamente duplicaba la de Terra, el cual fue colonizado en el M33 por densas partidas de trabajadores que, atraídos por la promesa de nuevas tierras y riquezas, establecieron numerosos asentamientos en sus amplios valles y llanuras. Estos lugares prosperaron rápidamente gracias a la abundancia de recursos naturales y, en el transcurso de pocos siglos, el planeta alcanzó un elevado grado de desarrollo apoyándose en la producción y el comercio interno. La sociedad de Adoración se organizó a través de un sistema preindustrial con marcados rasgos feudales, donde poderosos señores gobernaban sobre vastas extensiones de tierra, cada uno en sus propios dominios y manteniendo acuerdos y tratados que aseguraban una paz estable y duradera.
Dividido así en numerosos reinos y señoríos, todos ellos rendían tributo al Imperio, existiendo asimismo un profundo fervor religioso fomentado por los prelados de la Eclesiarquía que predicaban la palabra del Emperador a sus gentes, algo que con el transcurso del tiempo hizo que Adoración fuese conocido no solo por su devoción inquebrantable, sino también por su capacidad para proporcionar incesantes levas de valiosos guerreros.
Estos soldados, forjados en estrictas tradiciones marciales nacidas en su propia tierra, eran famosos por sus capacidades y disciplina, por lo cual eran enviados a las cruzadas imperiales en grandes cantidades para formar parte de los regimientos de la Guardia Imperial, existiendo incluso algunos destacados que eran reclutados para el honor de formar parte posteriormente de los Marines Espaciales.
Adoración se convirtió así en una fuente fiable y constante de efectivos, un baluarte de fe y fuerza al servicio del Imperio, pero sin embargo, la lealtad de Adoración y su fervor religioso no solo eran celebrados, sino también excesivamente explotados. La demanda incesante de soldados desgastaba las poblaciones locales, y a finales del M34 la presión para mantener el ritmo de las levas comenzó a afectar severamente a la estructura social del planeta.
Los pobladores, que antes veían el servicio militar como un gran honor, empezaron a resentirse de la carga cada vez mayor que recaía sobre sus hombros, pues no eran pocas las familias que veían cómo todos sus vástagos eran inmediatamente reclutados en cuanto eran capaces de sostener un arma, a menudo tan jóvenes que apenas podían sostenerse con la impedimenta estándar proporcionada para su instrucción, la cual era cada vez más corta antes de que fueran enviados a lugares remotos para combatir en nombre del Imperio, degradándose así la calidad de los soldados a medida que se intensificaban los conflictos en todas las partes de la Galaxia.
A medida que esto sucedía, la extracción de recursos y los reclutamientos se volvían cada vez más implacables, dejando tras de sí un rastro de descontento que no tardó en convertirse en desesperación cuando las cosechas comenzaron a no ser suficientes para alimentar a toda la población, pues había grandes masas de soldados que era necesario mantener mientras que el número de campesinos dedicados a producirlas se reducía vertiginosamente —la mayoría de ellos eran obligados a alistarse—, lo cual, finalizando ya el M34, derivó en las primeras hambrunas.
Fue en este contexto de agotamiento y sufrimiento creciente donde las semillas de la corrupción encontraron un terreno fácil donde arraigar. Mientras los nobles y clérigos de Adoración continuaban proclamando su firme lealtad al Imperio y sus mesas y despensas seguían llenas, el pueblo padecía las consecuencias de un sacrificio excesivo pasando hambre y viendo su existencia convertida en poco más que esclavitud bajo un yugo opresivo que no cedía.
De esta manera, alentado por aquellas condiciones insoportables, en los sucios callejones de los feudos comenzó a gestarse un nuevo culto que prometía alivio a los desesperados que ya no encontraban consuelo en las promesas del Emperador. Aquel credo, más tarde conocido como la Casta Decadente, empezó así a infiltrarse poco a poco en las capas más bajas de la sociedad, ofreciendo una forma de liberación entre la miseria y el padecimiento.
A lo largo de varias décadas la influencia de este culto se extendió de manera insidiosa corrompiendo lentamente a aquellos que habían perdido toda esperanza y vivían sometidos a la brutal norma Imperial impuesta. Los señores feudales y las órdenes religiosas, ciegos a la amenaza que crecía bajo sus pies, continuaban enviando a los hombres a luchar y morir por el Imperio, mientras en su propio mundo la decadencia se asentaba como una infección imparable.
El Portador[]
A principios del M35, tras dos milenios de prosperidad que habían dado paso a una abrupta caída, el hambre y las epidemias se extendieron sin control por todos los reinos de Adoración. Lo que alguna vez fue un mundo de abundancia y fe inquebrantable comenzó a hundirse en la miseria, y lo que podría haber sido tan solo un declive temporal remediable si las autoridades hubieran actuado de forma eficaz relajando sus elevadas demandas, pronto se reveló como el preludio de un hecho que sellaría el destino de todo el planeta.
La aparición de un individuo al que las gentes llamaban El Portador marcó el inicio de las primeras revueltas contra la ley imperial en aquel mundo. Este enigmático personaje, siempre encapuchado y cubierto con andrajos que envolvían su cuerpo entero, parecía inmune a las numerosas enfermedades que asolaban la tierra y no mostraba signos de sufrir los estragos del hambre, de modo que su mera presencia era una especie de milagro frente a la desesperación que afligía a las masas que vivían entre los despojos.
Esta figura, prelado principal del funesto culto que se había fraguado durante años en las sombras, recorría los reinos predicando abiertamente un mensaje de liberación y renovación, pero sus palabras estaban cargadas con una promesa temible, pues decía que el sufrimiento del pueblo no era una maldición, sino una prueba impuesta por un poder superior que no era el Emperador, una deidad que sí se preocupaba por sus fieles y que no era otro más que el bendito Señor de la Plaga, el cual escuchaba las súplicas de las gentes sin ignorarlas como hacía el Emperador, quien sin duda —decía— había olvidado Adoración y el profundo compromiso de sus habitantes, que no eran considerados más que para ser carne de cañón en sus incesantes guerras y para sostener a los avariciosos dirigentes planetarios.
Carismático y con gran habilidad para convencer a los más débiles con palabras contundentes, el Portador prometía que aquellos que aceptaran la putrefacción y la enfermedad como dones alcanzarían una nueva forma de vida, una existencia libre de dolor y hambre donde la muerte no sería el fin, sino una transformación gloriosa y recurrente, de modo que poco a poco, el culto al que representaba comenzó a ganar más adeptos entre los muchos que eran víctimas de la miseria y la marginación, gentes que se abandonaron a la nueva esperanza con la fijación de renacer y perdurar.
Rebelión[]
Las primeras revueltas contra la autoridad imperial no tardaron en surgir, iniciadas por un movimiento que rechazaba las opresivas normas establecidas y que interpretaba las palabras del Portador como una verdadera salvación, levantándose así un ejército creciente que constituía la espina dorsal de lo que ya se había constituido como el culto de la Casta Decadente. Estas revueltas, aunque al principio pequeñas y esporádicas, fueron creciendo en magnitud a medida que las gentes iban aceptando la secta y el Culto Imperial dejaba de tener peso en su existencia.
La nobleza y los altos clérigos de Adoración intentaron entonces sofocarlos lanzando sobre ellos a sus huestes y poniendo precio a la cabeza del Portador —una gruesa suma nada desdeñable—, pero se enfrentaron a un enemigo que no solo era astuto, sino también resiliente. A pesar de que se realizaron auténticas masacres y las piras ardieron día y noche alimentadas con la carne de los herejes, nadie denunciaba al profeta ni se veían atisbos de control sobre las numerosas aldeas saturadas de miseria y suciedad que se sumaban al conflicto paulatinamente.
Los seguidores del Portador no temían a la muerte, sino que la abrazaban como un paso más en su prometida transformación, de modo que los soldados imperiales se encontraron luchando contra multitudes de fanáticos que se lanzaban a la batalla sin miedo, con las manos desnudas o armados sencillamente con herramientas de trabajo, fortalecidos por una nueva fe inspirada por Nurgle y enarbolando sus signos con orgullo enfermizo.
Hordas de cultistas marcados por la enfermedad recorrían los caminos de una ciudad a otra adquiriendo cada vez más fuerza mientras los efectivos imperiales menguaban cada día, dibujándose así una situación insostenible que, finalmente, se convirtió en una guerra abierta. El Portador lideraba a sus seguidores en ataques cada vez más intensos y devastadores contra las fortalezas y bastiones imperiales que encontraban en su camino, de modo que los reinos de Adoración, antaño leales al Imperio, comenzaron a caer uno por uno bajo el control de la Casta Decadente. Ciudades enteras se convirtieron en antros de pestilencia y degradación, donde los seguidores de Nurgle realizaban oscuros rituales que expandían aún más la influencia de su deidad y se beneficiaban de sus dones, mientras que sus filas seguían nutriéndose y las de los leales se veían cada vez más reducidas.
La llamada de auxilio del Gobernador de Adoración alcanzó las entidades imperiales del sector, pero antes de que pudiera organizarse una respuesta firme la lucha en el planeta alcanzó su clímax con la caída de la capital y último bastión del Imperio. Las fuerzas allí atrincheradas resistieron hasta el final, pero fueron superadas por las hordas de la secta, que asaltaron las murallas de la ciudad con una furia imparable masacrando sin piedad a los defensores. El Portador, al frente de su ejército corrupto, entró triunfante en la ciudad, sellando así el destino de Adoración.
Reconquista[]

Regimiento de la Guardia Imperial en combate urbano
Con la caída de los últimos vestigios de autoridad imperial Adoración se sumió en la oscuridad transformándose en un mundo desolado, un lugar donde la vida y la muerte se entrelazaban en una grotesca danza bajo la mirada benévola de Nurgle. La victoria de la Casta Decadente fue total, y el Portador, habiendo cumplido su misión, se desvaneció en las sombras dejando tras de sí un lugar irreconocible en el que sus adeptos se alimentaban de los restos.
Para el Imperio, no obstante, la pérdida de un mundo que surtía con millones de soldados a sus ejércitos y servía como bastión en el Norte del Segmentum Última no podía ignorarse a la ligera, además de que la aparición de aquel virulento brote del Caos ponía en peligro el control de una amplia franja del sector, de modo que de entre todos los sistemas que reclamaban ayuda —que no eran pocos—, Adoración adquirió cierta prioridad y su caso se puso en manos del Logis Strategos.
Tiempo más tarde, cuando el mundo se encaminaba a ser otro paraje del Jardín Putrefacto de Nurgle bajo los auspicios de la Casta Decadente, una flota encabezada por la Inquisición que comandaba amplias fuerzas de la Guardia Imperial atacó Adoración con ferocidad, desembarcando amplios contingentes que barrieron a sangre y fuego la superficie eliminando a los herejes para establecer de nuevo el orden sobre el planeta con la esperanza de devolverlo a su estado original.
La semilla del Caos, sin embargo, había arraigado con intensidad, y aunque tras largas batallas que se extendieron durante más de una década se liberaron las ciudades principales y se repoblaron con nuevos colonos, aún se tardaron décadas en recuperar aquel mundo para que volviera a ser habitable.
A pesar de todo aquello y de los esfuerzos por parte del Administratum por limpiar Adoración y devolverle su antiguo estatus, el planeta jamás volvió a tener su antiguo esplendor y fue quedando relegado paulatinamente dentro de la estructura imperial, pues aunque se recuperó su antigua tradición militar y se aplicaron los mismos y eficaces parámetros de instrucción de antaño, ciertos lugares de aquel mundo aún parecían guardar vestigios de la corrupción sufrida y periódicamente surgían extrañas enfermedades que asolaban a la población, limitando sus posibilidades de desarrollarse plenamente y reduciendo en gran medida su capacidad para proporcionar grandes cantidades de nuevos efectivos a los ejércitos del Emperador como en el pasado.
Desde entonces, las tropas procedentes de Adoración, aunque mucho más escasas, siguieron teniendo buena reputación por su marcialidad y devoción al culto Imperial, aunque aquel mundo pasó a tener un grado de inspección y vigilancia mucho mayor por parte de la Inquisión debido a la posibilidad de surgimiento de nuevos brotes heréticos y el hecho de que en algunas ubicaciones ―como las ciénagas situadas en el Este continental― parecía seguir persistiendo una extraña aura maléfica que emponzoñaba las aguas, mataba a los animales y corrompía la vegetación, obligando a las autoridades a establecer un amplio cerco a su alrededor para evitar que se extendiera más allá de aquellos límites.