Tiene 96 años
y nadie que la quiera.
Viuda.
Sin hijos.
Sus cinco hermanos muertos.
Enclaustrada voluntariamente
todas las horas del día
en una habitación de la residencia.
Nadie viene a verla.
Nunca.
Ayer salió un rato
para darles pan a las palomas.
Me senté a su lado.
Y empezamos a hablar.
Y me explicó su vida.
Y habló de antes de la guerra.
Y del horror de guerra civil.
Y de sus dos hermanos
de 23 y 17 años muertos en ella.
Y de la postguerra.
Y de las penurias.
Y de la miseria.
Y me contó su vida entera.
De niña sirviendo
por la comida
y poco más
en una casa de gente bien.
El último mal parto de su madre
y tener que sustituirla tan joven.
Ya de mujer vivió mil peripecias.
Y perdió a su marido.
Y se le iluminan los ojos
cuando lo nombra y lo recuerda.
Y cada día se despierta
sin entender por qué sigue viva.
Y me emocionó.
Y me enriqueció con sus palabras.
Una lección de historia viva.
Y el tiempo pasaba y me daba igual.
Casi dos horas estuvimos.
Dos horas hermosas y tiernas.
Está regular de salud.
No ve mucho.
Tiene un bastón plegable
de los que usan los ciegos
en la bolsa negra del andador.
También tiene un cepillo
y un coqueto pañuelo de colores.
Me despedí de ella con mucha pena.
Conchita se llama.
Una mujer centrada y serena.
Una mujer maravillosa.
Este poema tan agradecido es para ella.