De espigada planta y bizarra arrogancia,
cual aguerrido veterano de los tercios de Flandes,
portaba en el alma un blasón ardiente
como el templado filo de una corva faca.
Remitía su estampa a los cuadros del Greco
en el acerado claroscuro de la medianoche,
y era varonil como el aire puro,
como el que exhalan brezos y jaras
en los agrestes montes arrullados por el contumaz Noto.
Su estirpe turdetana gemía entre preces a las carnes trémulas,
su recia sangre bética, de alazán indómito,
ansiaba rendirse a las hembras de un harén ignoto,
libando la diamantina doctrina de un felón anacoreta.
Era éste mi hombre, semental parido en nube de estrellas,
luchando en palenques con los espolones de un rayo certero,
extenuando mis fuerzas bajo ambarinas exudaciones,
rotando mi torso, asiendo mis manos, escanciando mis pechos.
Era éste mi macho, la esencia infinita de un mar encrespado
en hirvientes volutas de humores lactíferos,
el efluvio viril destilado en la ígnea alquitara de mi vientre,
el Vulcano fogoso, cuya comburente fragua arrebola las pieles
y licúa las cópulas en coladas de candente lava.
Era éste mi amante, el gallardo delfín del dios del Elíseo,
sublimado en la flamígera cabellera de un cometa,
era éste mi amado, era, es, y siempre será.
Mayte Dalianegra.
Pintura: “El caballero de la mano en el pecho" o "El juramento del caballero" (1580", Doménikos Theotokópoulos, "El Greco". Museo del Prado, Madrid.