lunes, 12 de enero de 2015

Número 63. Jamás hubo una guerra buena, o una paz mala

Contribución a la lectura de La sonrisa robada en La Acequia

There was never a good war, or a bad peace
Benjamin Franklin

Confieso que me he sentido tentada de escribir mi propio final, de meterme en la piel de Edelgard, y hacerle a José esas confesiones que nunca llegaron, pero el propio José me quita la idea en las páginas finales del libro:
No quieras ver por detrás de las palabras ni entre líneas leer lo que no dicen, ni ver lo que no hay detrás, mirando al frente y no quieras saber y no saber, querer y no querer al mismo tiempo.
Vencida la tentación dirijo mi atención a un personaje secundario, ese personaje que está ahí desde el principio y que cierra la saga de los Lambrecht, Ilse.

Ilse Lambrecht, geb. Lambrecht
*24.4.1912  7.5.1976

Sabemos de Ilse relativamente pronto. Un nombre que aparece inexorablemente unido a la familia de Edelgard, la segunda esposa de su padre, Oskar Lambrecht, pero ¿hay algo más? También descubrimos casi a la vez que el padre de Edelgard se casó con sus sobrina, tan solo diez años menor que él, que por tanto Ilse y Edelgard eran primas, pero ¿hay algo más?

Intuimos desde un principio que no todo es sencillo dentro de la relación familiar desde el momento en que Edelgard no menciona a su prima para nada, como si nunca hubiera existido, como si no hubiera irrumpido en su vida.

Y sin embargo, a pesar del ninguneo de sus primas, Ilse es el sostén de la familia Lambrecht en su exilio, ella es la que se ocupa de la casa  —«una señora de unos cuarenta años que se ocupa de la casa» la describe escuetamente José en su diario—, ella es la que atiende a las necesidades de todos , y además es capaz de mantener un cierto tono cordial, pues dentro de una familia tan reservada, según comentan los vecinos, Ilse era la más asequible: «era una persona afable y conversadora».

Vamos adentrándonos en su personalidad, de joven independientea volcada en la causa, a medida que sabemos de su actividad durante el nacionalsocialismo, de su trabajo en una oficina, de la proximidad con su tío.

Poco a poco, detalle a detalle, vamos descubriendo esa vida que Abella describe como «triste y profunda y trágica y desconocida historia de amor». Ilse Lambrecht, fiel a sus principios y al hombre que ama, al que apenas puede sobrevivir. Recuerdos de hijos perdidos por la causa, ya antes de nacer, el horror de un régimen con el que colaboró, y que recuerdan en esa nueva Alemania que quiere sacarse la espina, en catársis colectiva ante el televisor: «las cosas fueron como fueron y ya no tienen remedio».

Y ante la ironía amarga de su prima Sigrid que lamenta las barbaridades cometidas en pro de una Alemania más pura y mejor, Ilse Lambrecht «se encierra en la cocina para terminar de fregar y recoger los platos de la cena».



martes, 6 de enero de 2015

Número 62. Lo que haces el primero de enero, marca el año entero

Para el club de lectura La Acequia: La sonrisa robada

¡Atención! La frase que da título a esta entrada no es un refrán, al menos no está registrado como tal, pero bien podría serlo pues está basada en una de esas creencias supersticiosas que pasan de generación en generación, y que a mí me hizo llegar mi amiga Susi hace ya bastantes años, pero que por alguna razón vuelve a mí cada primero de enero. 

Lo que haces el primero de enero, ese día en el que te levantas tarde y con mal cuerpo, marca de alguna manera cómo te va a ir el resto del año. 

No es solo mi amiga Susi la que pone mucho cuidado en ver lo que hace el primero de enero. Recuerdo haber leído, también hace muchos años, en las memorias o similares de Luis de Castresana, que después de tomarse las uvas y brindar por el nuevo año con su mujer y su hijo, el escritor se encerraba en su despacho y allí escribía los primeros folios, las primeras palabras, los primeros pensamientos, que luego tomarán volumen a lo largo del año. 

Este año yo he elegido dedicarme a la lectura tranquilamente, mientras el resto de los habitantes de la casa duermen, roncan o no han llegado todavía a casa. Nada de abrir el ordenador para ver el correo, ¿quién va escribirte en Nochevieja?; nada de hojear el Twitter o tomar notas apresuradas en ese fichero donde las acumulas sin orden ni concierto; nada de leer ese último artículo que has repescado de la red, o aquella cosa que te mandaron los amigos, y menos ponerte a ver si le das otro empujoncito a esa comunicación que se te resiste porque es en inglés. El ordenador está cerrado encima del aparador y ahí seguirá unas cuantas horas más.
Monjes en el scriptorium


Abro el libro que está encima del montón de papeles de la mesilla, ese del que dijo el profesor Ojeda al presentarlo que había que leerlo en papel, en realidad no hay otra forma, a la antigua y que enseguida te envolverá y te atrapará, pese a lo previsible de ese final que ya sabemos de antemano: los protagonistas no llegarán a casarse, aunque durante muchas páginas se mantenga la intriga de si llegarán tan siquiera a encontrarse tras un accidentado viaje a Alemania del protagonista en 1953 nada menos que en autoestop, esa modalidad tan exótica para nuestros jóvenes que te miran con asombro cuando preguntas cómo se dice en la clase de alemán: «¿De verdad que tú has viajado en autoestop?»,

¡Claro que he hecho autostop! Sin ir más lejos una mañana soleada y fría de Reyes para volver de Cáceres, a donde nos habían llevado a pasar unos días las cuatro perras ganadas con unas clases particulares.

Sumergida en la lectura hay dos historias que me atrapan, dos historias que solo por ellas merecería la pena leer esta novela: una es una anécdota del viaje, la otra la historia de uno de los personajes secundarios de la que el propio autor-coprotagonista dice que merece páginas aparte, y ¡claro que las merece!

Vayamos con la anécdota. El protagonista, tras haber atravesado Bélgica con dificultades, porque los belgas no parecen muy dados a recoger a viajeros jóvenes con sus pesados macutos, llega a Düsseldorf, una ciudad que se nos presenta en 1953, solo ocho años después de terminada la guerra, con «luminosos en tiendas y bares», pero sin hoteles en esos barrios periféricos a los que vuelven los trabajadores a descansar una vez cumplida su jornada, y allí un hombre mayor, al que no conoce de nada, un hombre solo, porque la guerra le arrebató todo, esposa e hijo, comparte con un desconocido con el que solo puede comunicarse a través de la buena voluntad lo que tiene: el techo, el café con leche, un huevo cocido, la mantequilla y «la mitad de su enorme lecho». A la mañana siguiente el hombre, del que no sabemos ni el nombre, vuelve a su rutina y José a la estación, a tomar el tren que le llevará junto a su amada. 

Ich liebe Dich


La segunda historia, la historia familiar de Dieter Pust, el historiador que ayuda al coprotagonista, al propio Abella, en sus investigaciones es una historia trágica y de superación. La huida de la familia de un modesto carpintero, con su mujer embarazada, sus siete hijos pequeños, más la abuela en un carro tirado por un fuerte caballo que muere reventado en el camino, pero no es la muerte del caballo la única desgracia que les acontecerá en su viaje como refugiados: la muerte absurda a manos de la codicia y la barbarie de la menor de las niñas, el apresamiento del padre, y la lucha por la supervivencia de la madre y de la abuela, que trabajarán desde el primer momento en la reconstrucción porque el que no trabaja no come, aunque el trabajar no sea garantía tampoco del alimento: 
una pequeña historia que no formará parte de los libros de Historia, abarrotados de acontecimientos y de cifras donde las enormes tragedias familiares sólo llegan a diminutas desgracias estadísticas, poco más que anécdotas en el tumulto de los grandes números.  

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