Como en un sueño adulador
No necesario ejercer un gran poder de persuasión —de hecho, ninguno— para convencer a lady Catherine de los beneficios de invitar al párroco para la noche del jueves. Un par de comentarios sobre el agradable efecto de la música en el transcurso de una velada y el entretenimiento que significaba la presencia de más personas en la mesa de juego y ¡listo! Richard había guardado silencio mientras Darcy llevaba a su tía a la conclusión deseada, y sólo por ese hecho se puso en guardia. Una vez que la notificación fue enviada y se recibió una agradecida aceptación, Darcy pudo enfrentarse con admirable calma a la perspectiva de tener que pasar el día siguiente sin contar con la compañía de Elizabeth.
¡Mañana! Ese día sería testigo de la culminación de meses de deseos, negaciones y debates. El fututo de Darcy quedaría definido y de una manera que le resultaba muy satisfactoria: una unión como la que él había observado entre sus padres, en la que había una profunda conexión entre mente y corazón. Envuelto en su bata, con un vaso de oporto frente a la chimenea de su alcoba, Darcy dejó volar su fantasía y construyó una embriagadora imagen de Elizabeth a su lado, mientras la presentaba en Pemberley. No le cabía duda de que, al principio, se sentiría un poco intimidada; pero también estaba seguro de que rápidamente tomaría el dominio de su casa de la misma forma que se había apoderado de su corazón. Podía verla entre las flores de su madre, haciéndose dueña del Edén; en el salón de música, llenándolo suavemente con una canción, y en la biblioteca, compartiendo un libro, o simplemente la compañía mutua, durante la noche de un largo invierno. En realidad, él podía imaginársela adornando todos los salones de Pemberley con su presencia vivaracha y deliciosa. Los días pasarían en su dulce compañía, seguidos de noches… Suprimió el último pensamiento con un suspiro. Y los criados la adorarían, claro; los Reynolds en Pemberley y los Witcher en Londres. ¡Dios, era probable que, en menos de dos semanas, tuviera al mismo Hinchcliffe comiendo de su mano! Darcy se rió para sus adentros. ¡Y Georgiana! Darcy sonrió abiertamente. Ah, ahí estaba la otra cuestión importante relacionada con todo aquel asunto, superada sólo por la consideración de su propia felicidad. Al fin, Georgiana tendría una hermana, una amiga a quien amar y contarle sus cosas; alguien en quien él confiaba plenamente y que se preocuparía de manera sincera por su bienestar.
Aunque el contacto de Georgiana con la familia de Elizabeth tendría que ser cuidadosamente dosificado, pensó Darcy, conteniendo el agradable vuelo de su fantasía. Dio un sorbo a su oporto mientras recreaba con inquietud una imagen de la familia Bennet. Naturalmente Elizabeth querría verlos, al menos ocasionalmente. Supuso que ella podría viajar a veces a visitarlos, pero no le gustó la idea de estar lejos de ella. Esa razonable objeción dio paso a la funesta idea de que, en ese caso, él tendría que acompañarla durante esas visitas. Tomó otro sorbo de su oporto. ¿Una o dos semanas con su familia política? ¡No, eso era sencillamente imposible! Ellos tendrían que venir a Pemberley… cuando él no tuviera otros invitados ni estuviesen esperando a nadie. La idea de ver a la nobleza y la aristocracia de Derbyshire, o incluso a sus parientes Matlock, en el mismo salón con la familia de Elizabeth parecía más una pesadilla que un sueño. Se podía imaginar la perplejidad reflejada en el rostro de su tía si por casualidad tuviera que pasar una tarde o una noche en compañía de la señora Bennet y sus hijas pequeñas. ¡El conde Matlock se limitaría a lanzarle una mirada que le haría desistir de hacer cualquier sugerencia en ese sentido! Aunque, eso sólo sucedería, se recordó Darcy, ¡si volvían a hablarle después de ese matrimonio tan poco conveniente! Terminó su oporto lentamente, con aire pensativo, y dejó el vaso sobre la mesa. ¿Realmente iba a hacerlo? ¿De verdad estaba dispuesto a desafiar a su familia y a su mundo para que aceptaran a una mujer que no procedía de una familia distinguida y que ni siquiera tenía dinero para compensar semejante falta?
—¿Señor Darcy? —La discreta pregunta de Fletcher le arrancó del pantano de realidades desagradables en que se había hundido—. ¿Hay alguna cosa más que desee esta noche, señor?
Darcy miró el reloj; era bastante tarde. Debería haber despedido a su ayuda de cámara hacía ya un rato.
—No, Fletcher. ¡Por Dios, hombre, hace una hora por lo menos que debería haberme recordado que todavía estaba aquí!
—En absoluto, señor. —Fletcher hizo una ligera inclinación, pero no hizo ningún ademán de marcharse—. ¿Está usted seguro, señor? Perdóneme, pero parece usted —dijo, y se detuvo mientras parecía buscar la palabra correcta— inquieto, señor. ¿No necesita nada más que le pueda ayudar a descansar?
Darcy le dio un golpecito al borde de su vaso vacío.
—Ya se ha encargado usted de eso. No, no quiero nada más de beber.
—¿Entonces un libro, señor? ¿Algo de su estantería o, tal vez, de la biblioteca? —Fletcher movió la cabeza hacia la puerta.
—No, no es necesario. —Darcy bostezó—. No podría concentrarme el tiempo suficiente para empezar bien. Buenas noches, Fletcher. —Despidió al ayuda de cámara con voz firme, pero luego añadió, al ver su cara de consternación—: Todo va bien; se lo aseguro.
—Entonces, buenas noches, señor. —Fletcher hizo otra reverencia.
La puerta del vestidor se cerró tras él con suavidad. Darcy volvió a acercarse al fuego. Inquieto. Gracias a su aguda percepción, Fletcher había descrito perfectamente el estado en que se encontraba. La formidable tarea de reconciliar a todas las partes involucradas en su propuesta de matrimonio crecía con cada minuto que pasaba y lo acercaba a ese momento. Darcy sabía cómo sería. Lady Catherine se sentiría indignada, lord y lady Matlock quedarían perplejos y serían categóricos en su desaprobación, y todos ellos lo importunarían con todas las objeciones que se les ocurrieran. Sus amigos se asombrarían, sus enemigos se reirían con desdén y Bingley jamás le perdonaría por haber hecho precisamente aquello que le había aconsejado tan tajantemente no hacer.
—¡Maldición! —Darcy apretó la mandíbula. ¡Le propondría matrimonio a Elizabeth y mandaría a todos los demás al diablo! Lo cual, conociendo a sus amigos y conocidos, ciertamente podía hacer… ¡y sería un placer! Cerró los ojos y se masajeó las sienes, donde estaba empezando a arremolinarse un dolor de cabeza. Debía reordenar sus pensamientos o no tendría esperanzas de descansar esa noche. ¿Un libro, como Fletcher había sugerido? No, algo más corto… ¡Poesía! Darcy tomó un candelabro, avanzó hasta la estantería y sacó el delgado volumen de sonetos que Fletcher había traído. Llevó el libro hasta la cama, colocó el candelabro sobre la mesa y, después de quitarse la bata, se acomodó lo mejor que pudo entre las almohadas y las mantas. ¿Cuál era? Darcy pasó rápidamente las páginas, leyendo los primeros versos, hasta encontrar el soneto que le había hecho recordar a Elizabeth con tanta fuerza, y que parecía escrito para ella. ¡Ah, sí! Se recostó, dejándose conquistar por la fuerza de las palabras.
Si pudiera describir la, belleza de vuestros ojos…
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—¡Darcy! Darcy, ¿vienes? —La voz de Fitzwilliam resonó a través del corredor superior de Rosings, fuera de la habitación de Darcy, atravesando la puerta de caoba. Cuando ésta se abrió, Fitzwilliam apareció elegantemente ataviado para dar un paseo. Darcy enarcó las cejas al ver la imagen que tenía ante él—. ¿Qué? —preguntó Fitzwilliam, mientras su seguridad parecía desvanecerse bajo el silencioso escrutinio de Darcy.
—Me siento muy honrado. —Darcy se inclinó con aire de mofa—. ¡Tanto refinamiento para un simple paseo con tu primo por el parque de una finca! Me había imaginado que te pondrías pantalones de cuero y no ésos hasta la rodilla y una chaqueta lo suficientemente elegante para Londres. Y, por Dios, ¿es un chaleco a rayas?
—Creí que pensarías que no es nada exagerado —replicó Fitzwilliam con tono de haberse ofendido—, teniendo en cuenta que humillaste a Beau Brummell con ese sofisticado nudo de corbata de Fletcher. Además —continuó con indiferencia, mientras entraba en la alcoba a grandes zancadas—, tal vez podríamos ir un poco más lejos y hacer una visita a la rectoría cuando terminemos, ¿qué te parece? Después de esta noche, como ya sabes, ya no veremos más a la Bennet. —Miró a Darcy con el rabillo del ojo—. Y yo, por lo menos, la voy a echar de menos.
—Hummm —había sido toda la respuesta que Darcy se había dignado darle a Richard a propósito de su primera observación, pero la segunda era otro asunto totalmente distinto—. ¿De verdad la vas a echar de menos? —le imprimió suficiente escepticismo a su tono como para hacer que su primo levantara la barbilla.
—Sí, de verdad, Fitz. La señorita Bennet es realmente encantadora.
—Una descripción que le has aplicado a todas las mujeres que han llamado tu atención —dijo Darcy, desafiándolo. ¿Cómo veía realmente Richard a Elizabeth?—. ¿Qué mujer a la que has tenido oportunidad de acompañar no te ha parecido «encantadora» en uno u otro momento, aunque un mes después estuvieras aburrido?
—Ése es un golpe bajo, viejo amigo —repuso Fitzwilliam con el ceño fruncido.
—¡Pero he dado en el blanco! —replicó Darcy, aunque luego se apiadó de él—. Y no te lo discuto. Sin duda tienes razón en lo último que has dicho.
—Entonces, ¿no crees lo que he dicho al principio? —Fitzwilliam enarcó las cejas y lo miró—. Ya veo. —Se giró un segundo y luego volvió a mirar a su primo—. Como, aparentemente, los dos estamos de acuerdo en que yo tengo más experiencia en estos asuntos, tras haberme sentido «encantado» tantas veces para desilusionarme después —propuso con tono irónico—, también podríamos deducir que he aprendido algo en el proceso.
Darcy inclinó la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo con la suposición.
—Sí, en efecto.
Fitzwilliam asintió a modo respuesta.
—Entonces, te aseguro que, de acuerdo con mi amplia experiencia, la señorita Bennet es algo fuera de lo común. Desde luego, su figura es adorable. Su estilo sencillo, en contraste con los costosos atuendos a los que estamos acostumbrados, sólo la engrandece. Ah, le hace falta un poco de sofisticación urbana por haber vivido en el campo. No puede hablar de todas las pequeñas trivialidades relativas a la vida en Londres, ni participar de los últimos cotilleos, pero eso forma parte de su encanto. Esas cosas constituyen la mayor parte de la supuesta conversación de casi todas las jóvenes que conocemos. Pero es un placer muy grande conversar con una mujer que tiene opiniones sinceras sobre temas interesantes y además sentir que se ha pasado un buen rato.
—Eso es cierto aquí, en el campo, cuando no hay otras mujeres que le hagan competencia —repuso Darcy—. Pero ¿qué pasaría si hubiese otras mujeres, o tú te la hubieses encontrado en alguna reunión en Londres? Mejor aún, ¿qué pasaría si ella fuera a Londres sin ninguna otra recomendación que el hecho de que la viste aquí en Kent: la buscarías, se la presentarías a tus padres?
—¿Me estás preguntando que si la visitaría? ¡Indudablemente! ¿Si la llevaría al parque o al teatro? ¡Sería un placer! En cuanto a lo otro, dudo que la señorita Bennet recibiera una invitación a ningún evento organizado por la alta sociedad, y se necesitaría una influencia mayor que la mía para que la sociedad se fijara en ella. Detesto pensar en cómo le iría entre las fieras de la ciudad, teniendo en cuenta que, de cara a la opinión general, tiene tan poco que ofrecer.
—Pero, a tus padres, ¿se la presentarías? —insistió Darcy.
—No lo sé. —Fitzwilliam guardó silencio—. ¿Cuándo podrían encontrarse? Supongo que podría lograr que mi madre la invitara a tomar el té, pero eso parecería muy extraño por mi parte, a menos de que tuviera un interés muy particular en esa dirección. —Miró con curiosidad a su primo—. Lo cual no tengo o, mejor, no puedo tener. ¿Es eso lo que quieres insinuarme, que debería ser más prudente? Conozco mi situación, Fitz. ¡Para mi desgracia! —Suspiró—. Creo que si la situación de la señorita Bennet fuera distinta, ellos estarían tan encantados como yo, pero, claro, no soy yo el que tiene que mantener el apellido de la familia. Esa tarea le corresponde a D'Arcy y yo respeto con gusto ese privilegio que le concede la primogenitura. —Soltó una carcajada—. Pero, vamos, primo, ¿estás listo? ¡El rocío ya ha desaparecido y los campos esperan!
—Voy a tener que pedirte que me perdones, Richard. —Darcy negó con la cabeza—. A menos que postergue otra vez nuestro viaje, creo que hay algunos asuntos que requieren mi atención.
—¡Más «asuntos», Fitz! —Fitzwilliam lanzó un silbido bajito—. Por favor, atiéndelos a la mayor brevedad, porque no creo que pueda soportar otro despliegue de entusiasmo de lady Catherine. Creo que la próxima primavera haré algunos arreglos para no estar disponible. ¿Crees que un destino en España para atacar a Napoleón sea suficiente excusa? Sí, bueno, no lo creo. —Sonrió al oír la risa de Darcy—. Entonces ocúpate de tus «asuntos», mientras yo disfruto del día. ¿Tú crees que si te dejo ahora para que los atiendas, habrás terminado para el s��bado?
—Espero tenerlos resueltos esta noche, o como mucho para mañana —le aseguró Darcy—. ¡Ahora lárgate!
—¡Sí, señor! —Fitzwilliam se llevó el bastón a la frente—. Y si me encuentro con la encantadora señorita Bennet, ¿tiene usted alguna orden, señor?
—No permitas que tu admiración te lleve demasiado lejos. —Sin poder evitar sonar un poco brusco, Darcy desvió la mirada pero, después de respirar para calmarse, continuó—: y trasmítele mis mejores deseos para que tenga un buen día.
—Prometido, viejo amigo. —Fitzwilliam no pareció haberse ofendido—. Te informaré de su respuesta cuando regrese —dijo por encima del hombro, mientras avanzaba hacia la puerta—. ¡Buena suerte con tus «asuntos», Fitz, y buena suerte para mí!
Darcy se dirigió hacia la puerta que Fitzwilliam había olvidado cerrar y oyó cómo los pasos ansiosos de su primo se perdían en la lejanía. Minutos después una puerta pesada se cerró y entonces supo que Richard se había marchado. Lady Catherine había salido temprano con Anne y su dama de compañía, en una misión de benéfica injerencia en la vida de sus vecinos, y Darcy tenía Rosings más o menos para él solo, tal como había deseado. Una creciente excitación se apoderó de él. ¡Sólo era cuestión de horas! ¡Era cuestión de horas! En él anidaban tanto la esperanza como el temor, y esas dos emociones se alternaban en su corazón. Las palabras de Richard también le habían servido de estímulo y advertencia, en la medida en que había admitido la superioridad de Elizabeth, pero había atenuado su opinión con el reconocimiento de la realidad de su mundo. Era posible que su primo lo apoyara, pero Darcy no se hacía ilusiones de que eso sucediera sin cierta reserva. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?, se preguntó elevando los ojos al cielo. Se detuvo ante las grandes puertas acristaladas que conducían al jardín y se quedó mirando al vacío. Toda su vida había sido una criatura sometida al deber y había cumplido con sus exigencias sin pensar o quejarse. Ésta era la única vez que quería hacer una excepción. Quería la felicidad, quería el amor. Quería… ¡a Elizabeth! Al instante vio su imagen delante de él, sonriendo de esa manera tan increíblemente fascinante, llenando su mente y los rincones más recónditos de su corazón.
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—¡Lo siento mucho, Fitz! Se me olvidó por completo. —Fitzwilliam puso cara de arrepentimiento al ver la expresión de fastidio de Darcy, cuando le dijo que había pasado una hora en compañía de Elizabeth y no le había transmitido sus saludos—. Pero sí hablamos de ti, lo cual es muy parecido, ¿verdad? —dijo a modo de disculpa, mientras se dirigían a las escaleras.
—¡Eres un inútil! ¡Eso no se parece en nada! —replicó Darcy.
—Mejor algo que nada. —Richard le sonrió—. Ay, vamos, Fitz. La Bennet estará aquí dentro de un rato y podrás expresarle todos tus deseos en persona. ¡Pero, ten cuidado, será absolutamente necesario que abras la boca! —Darcy fulminó a su primo con la mirada y siguió bajando las escaleras, cada vez más rápido. ¿Ella había hablado de él? Darcy ardía de curiosidad por saber qué le había podido decir Elizabeth a Richard, pero no se atrevió a preguntar, no en esas circunstancias. Si Richard llegaba a tener la más mínima sospecha sobre lo que Darcy pretendía hacer esta noche, estaría pendiente de todos sus movimientos.
Ya había sido suficientemente enervante estar bajo la ansiosa mirada de Fletcher, mientras lo ayudaba a vestir para la velada. Ninguno de los dos había hablado, lo cual era bastante inusual, pero cada prenda había sido colocada y abrochada con la mayor precisión. Los pantalones gris oscuro se ajustaban perfectamente al cuerpo, al igual que el discreto pero elegante chaleco color perla. Darcy se había negado terminantemente a exhibir otra vez el roquet, pero el nudo que Fletcher había hecho en su lugar parecía una obra de arte no menos incómoda. El ayuda de cámara le había ofrecido después la levita, deslizándola por los brazos y sobre los hombros con el mayor cuidado, para evitar cualquier arruga sobre la fina tela negra. Luego se la había ajustado hacia abajo y le había abrochado la doble fila de botones con tanto cuidado que casi no se atrevió a respirar. Fletcher le había pasado el reloj y la leontina, observando atentamente cómo se los colocaba, y enseguida le había entregado no uno sino dos pañuelos.
—¿Dos, Fletcher? —había preguntado Darcy, rompiendo aquel silencio casi sobrenatural.
—Sí, señor —había contestado el hombre de manera tímida—. Uno para usted, señor, y uno para la dama, en caso de que lo necesite. —Darcy se había limitado a agarrar las dos piezas de algodón sin decir palabra y se las había guardado rápidamente en el bolsillo de la chaqueta, mientras se preguntaba cómo diablos hacía Fletcher para saber esas cosas. Cuando por fin estuvo listo, el ayuda de cámara lo había escoltado hasta la puerta y, después de abrirla, se había inclinado para despedirlo, diciéndole:
—¡Mis mejores deseos para esta noche, señor Darcy!
—Gracias, Fletcher —había respondido su patrón de manera solemne, y sólo en ese momento el ayuda de cámara lo había mirado momentáneamente a los ojos.
—A su servicio, señor —había contestado Fletcher con voz suave, y tras ver el gesto de asentimiento de Darcy, había cerrado la puerta.
El caballero llegó al final de las escaleras dos pasos delante de su primo y dobló enseguida hacia la derecha, rumbo al vestíbulo y al salón. ¡Ya casi era la hora! Lady Catherine ya estaba presente, sentada en su gran sillón al final de la estancia, al igual que Anne y la señora Jenkinson, que estaban en un diván cercano.
—Darcy —dijo su tía tan pronto lo vio—, tienes que oír esto, ¡aunque no lo vas a creer, estoy segura!
—¿Su señoría? —Darcy hizo una inclinación, pero no tomó asiento en el lugar que ella le había señalado.
—Uno de los colonos… Fitzwilliam, tú también tienes que oír esto. ¡A uno de mis colonos se le ha ocurrido recurrir a la caridad de la parroquia! Y evidentemente, ya todo el mundo en Hunsford sabe que lo hizo.
—¡El pobre hombre debe de estar en la miseria! —exclamó Fitzwilliam, pero enseguida recibió una mirada fulminante de lady Catherine.
—¡No puede estar en la miseria! —protestó lady Catherine, ignorando el juicio de su sobrino—. Es uno de mis colonos y, por tanto, es imposible que le falte nada. Eso le dije el trimestre anterior, cuando el administrador me presentó una solicitud para que se le perdonara la renta. «Lo que lo tiene en esta situación es la falta de trabajo, no la falta de caridad», le dije. «Si le perdono la renta de este trimestre, no tengo duda de que recibiré la misma solicitud el próximo trimestre».
—Pero yo no he visto ninguna solicitud ni su administrador me informó de que hubiese alguna —intervino Darcy con tono de irritación. Si le ocultaban ese tipo de cosas, difícilmente podía hacer algo para solucionarlas, antes de que la situación de los colonos más pobres de su tía se volviera desesperada.
—¡Claro que no! ¿Por qué tendría yo que tolerar semejante afrenta al apellido De Bourgh por causa de la pereza de un hombre? ¡No lo haré! —exclamó lady Catherine con vehemencia.
—Pero ahora se ha vuelto inevitable, su señoría —replicó Darcy con tono de desaprobación—. El hombre se ha visto obligado a recurrir a la caridad y, como usted dice, «ya todo el mundo lo sabe». ¿De quién se trata?
Durante treinta segundos completos, como le informaría más tarde Richard, Darcy le sostuvo la mirada en silencio a lady Catherine, en espera de una respuesta, pero un grito de la señora Jenkinson dirigido a Anne rompió la tensión.
—No se altere, señorita, y recuéstese un momento. —Al oír estas palabras, lady Catherine abandonó el duelo y se ocupó de su hija, diciendo lacónicamente cuando pasó junto a Darcy: «Broadbelt, Rosings Hill», antes de pedirle una explicación a la dama de compañía de su hija.
La preocupación por Anne hizo que Darcy se acercara al diván, pero cuando se inclinó para preguntar si podía ayudar en algo, su prima lo miró directamente a la cara y, para su sorpresa, le hizo un rápido guiño. Tras salir de su asombro, Darcy ocultó su reacción con una actitud circunspecta y asintió para mostrar que había entendido. Evidentemente, su prima ocultaba más cosas de las que le había revelado durante aquella extraordinaria visita a Kent.
—Me temo que eso significa más «asuntos» para ti —anunció Fitzwilliam, cuando se reunió con él a una buena distancia del ansioso grupo que rodeaba el diván.
—Sin duda —contestó Darcy—. Ya me imaginaba de quién estaba hablando. El pobre hombre tiene la peor tierra de la propiedad y, para terminar de complicar las cosas, tiene una familia enorme y también grandes ambiciones para ellos. Está tratando de enviar a la escuela a todos los hijos que quieran estudiar, lo cual produce estudiantes cansados y trabajadores exhaustos.
—Y menos ingresos. —Fitzwilliam negó con la cabeza—. Tendría que mantenerlos en casa.
—Y lo hace, Richard. Sólo van a la escuela cuando no es época de cosecha, pero él los sigue haciendo estudiar por la noche. Es su parcela. La tierra realmente no es muy productiva.
—¿Qué se puede hacer?
Darcy suspiró.
—Hablaré con el administrador mañana. —De repente Darcy recordó las visitas dominicales a los colonos en las que lo había embarcado Georgiana el pasado invierno. No pudo evitar sonreír al pensar en la forma en que el sentido Darcy de justicia más femenino, que le había enseñado Georgiana, influiría necesariamente en su reacción ante esta situación. A juzgar por lo que le había visto hacer a ella en Pemberley, Darcy apenas podía adivinar qué sería un auxilio apropiado ante los ojos de Georgiana. Mañana se encargaría del asunto.
El sonido de las puertas del salón detrás de él lo hicieron enderezarse, mientras una mezcla de excitación y pánico recorría su columna vertebral. ¡Elizabeth! De repente el nudo de la corbata le pareció insoportablemente apretado y trató de aflojárselo, al tiempo que daba media vuelta para saludar a los que llegaban. El anciano lacayo anunció a los invitados de lady Catherine con la voz un poco gritona, característica de alguien que está perdiendo el oído.
—El reverendo señor Collins y la señora Collins, su señoría. —Los Collins hicieron su reverencia de saludo, pero Darcy se limitó a asentir rápidamente, buscando con la mirada a Elizabeth en la entrada.
—La señorita Lucas, su señoría. —La joven señorita Lucas, insegura como siempre, hizo su reverencia y se hizo a un lado. La puerta se cerró detrás de ella.
¿Dónde estaba Elizabeth? Darcy miró la puerta cerrada con incredulidad. ¿No había venido? ¿Cómo era posible que no hubiera venido? ¿Por qué? Durante un minuto no pudo moverse, mirando hacia la puerta.
—¿Fitz? —El tono interrogante de Richard lo sacó de su trance. Ignorando a su primo, Darcy avanzó hacia el círculo que formaban las anfitrionas y sus visitantes, con la intención de agarrar a Collins de un brazo para pedirle una explicación, cuando lady Catherine se le adelantó.
—Señor Collins —dijo con voz estridente—, ¿dónde está la señorita Elizabeth Bennet?
—Mil excusas, su señoría, la señorita Bennet está consternada por no tener el honor de aceptar su amable invitación de esta noche. Se ha sentido muy decepcionada de…
—¿Por qué, señor Collins, por qué no ha venido? —lo interrumpió lady Catherine.
—La señorita Bennet tiene jaqueca, su señoría. —La señora Collins hizo una reverencia al intervenir en la conversación—. Le ruega que la disculpe usted esta noche.
—¡Una jaqueca! —Darcy no alcanzó a oír el resto de la opinión de lady Catherine acerca de las jaquecas, porque dio media vuelta en medio de una gran confusión. ¡Elizabeth estaba enferma! Aquélla era una eventualidad que él no había contemplado. ¿Enferma? Richard no había dicho nada acerca de que pareciera enferma.
—¡Qué mala suerte! —Su primo se reunió con él en la ventana—. En lugar de disfrutar de la Bennet, tendremos que aguantar al Collins. Aunque resulta extraño… no parecía enferma esta tarde.
—¿Cómo estaba? —Darcy no pudo evitar preguntar.
—Pensativa, un poco distraída, tal vez —contestó. Luego se rió—. Después de todo, hablamos sobre ti.
La broma de Richard centró los pensamientos de Darcy. ¡Ella había hablado sobre él! También sabía que sólo faltaba un día para que él se marchara de Kent. ¿Sería posible que estuviera incómoda con su lentitud al decir las cosas? ¿O tal vez al fingir una enfermedad le estaba ofreciendo una oportunidad? La idea no era tan improbable. Era muy factible. Por otro lado, era posible que estuviera enferma realmente. Darcy se la imaginó sola, esperando expectante o con resignación, y enseguida decidió lo que haría. En cualquier caso, era imposible que no fuera a verla… ¡e inmediatamente!
Sin decir palabra, se giró bruscamente y se alejó de la ventana. Con los ojos fijos en la puerta, ignoró a Fitzwilliam hasta que éste se puso delante de él y lo agarró del brazo.
—¡Fitz! ¿Adónde vas? —siseó Richard—. ¡No puedes irte así como así!
—Apártate —le espetó Darcy en voz baja pero llena de autoridad. No estaba dispuesto a tolerar más demoras ni objeciones.
—¡Fitz! ¡Piensa bien en lo que estás haciendo!
—¡Ya lo he hecho! ¡Y sé lo que estoy haciendo! —Se liberó de la mano de Richard—. Discúlpame con lady Catherine y los Collins… o haz lo que quieras. ¡No me importa lo que ella piense de mis modales! —Darcy desafió a su primo, y en sus ojos se vio reflejada la decisión implacable de su rostro.
Fitzwilliam dejó caer la mano y miró a Darcy con aprensión.
—Entonces haz lo que quieras y ¡que el cielo te ayude, primo!
Darcy le hizo un gesto breve de asentimiento, pasó junto a él, abrió la puerta y atravesó el vestíbulo a grandes zancadas. Subió las escaleras de dos en dos y recorrió el pasillo que conducía hasta su habitación casi corriendo. Fletcher lo había oído, porque las puertas de la habitación se abrieron inesperadamente, un segundo antes de que las alcanzara.
—¡Señor Darcy! —exclamó el ayuda de cámara, con los ojos muy abiertos, al ver la expresión contrariada de su patrón.
—Fletcher, mi abrigo y mi sombrero. ¡De inmediato!
El criado no dijo nada mientras se apresuraba a ir al vestidor para tomar las prendas que le había pedido, dejando al caballero en medio del silencioso orden de su alcoba. ¡Elizabeth no había venido! Se paseó de un lado a otro. Cuanto más pensaba en el asunto, más claro le parecía su significado. Ella había evitado que él cometiera el error de declararse en un lugar poco apropiado, y ¿qué había hecho él? Se había alejado de ella durante todo el día. Probablemente ella lo había estado esperando y su ausencia la había confundido… o la había decidido. Era muy propio de Elizabeth actuar de semejante forma para que los asuntos entre ellos alcanzaran una culminación. ¡Sus duelos en Netherfield y, más recientemente, en Rosings, deberían haberle enseñado eso!
El ruido de los pasos de Fletcher hizo que Darcy se diera la vuelta.
—Señor. —Fletcher levantó el abrigo gris a la altura de sus brazos. Darcy metió los brazos por las mangas y se ajustó la prenda sobre los hombros, antes de que Fletcher pudiera ayudarlo—. Sus guantes, señor. —Darcy se los puso y estiró la mano para coger el sombrero, que tomó de las manos de Fletcher y lo metió debajo del brazo mientras avanzaba hacia la puerta.
—Fletcher. —Se detuvo casi al llegar a la puerta para dirigirse a su ayuda de cámara—: Si alguien pregunta…
—Se requería su presencia urgente en otro lugar, señor —dijo Fletcher con voz suave—. Y no regresará hasta las…
Darcy asintió con agradecimiento al ver la astucia de su ayuda de cámara.
—Dentro de una hora. —Se quedó pensando en las posibilidades—. Dentro de varias horas —se corrigió, mientras estiraba los guantes—. Tal vez más.
—Muy bien, señor —respondió Fletcher, y su actitud segura y profesional le sirvieron a Darcy para calmar un poco el torbellino de sus pensamientos. Recorrió el pasillo a grandes zancadas, pero se detuvo al llegar a las escaleras. Si usaba la escalera y la puerta principal, se arriesgaba a ser interceptado por Richard, o visto por alguno de los criados de lady Catherine, que hubiese sido enviado a buscarle. Así que dio media vuelta y se dirigió hasta la entrada del pasillo del servicio. No recorría los estrechos y oscuros corredores que usaban los criados para ocuparse sigilosamente de la casa desde que era un niño, pero seguramente podría recordar el camino.
—¿Darcy? —El eco de la voz de Fitzwilliam resonó desde las escaleras. No tenía alternativa. En pocos segundos estuvo al otro lado de la puerta, rumbo a la escalera de servicio, y en el camino tuvo que evitar a varias criadas con los brazos cargados de sábanas y toallas que subían hacia las habitaciones. La estancia del servicio estaba desierta. Inspeccionó la habitación larga y estrecha, buscando una puerta que diera al exterior. Como no encontró ninguna, atravesó la estancia y descubrió un corto pasillo que conducía hasta la salida.
Después de alejarse un poco de Rosings, Darcy se detuvo y miró hacia la mansión que había abandonado de manera tan precipitada. ¡Richard debía de estar pensando que estaba loco! Su primo había adivinado adónde se dirigía y al principio se había alarmado. Pero luego le había deseado que el cielo le ayudase. Cuando llegara la hora y él trajera a Elizabeth de su brazo como su prometida, Richard lo apoyaría. Pero lady Catherine… Lady Catherine representaba un obstáculo inmediato y de gran dificultad, teniendo en cuenta que su absurda idea sobre el compromiso con Anne sería sólo la primera descarga que le dispararía. El escándalo que armaría oponiéndose a su elección sería enorme y estaría alimentado por su amarga decepción ante el fracaso de unos planes largamente acariciados. Darcy pensó que tal vez no sería buena idea llevar a Elizabeth a Rosings esa noche. Sería mejor no exponerla a la ira de su tía hasta que lady Catherine fuese reducida al silencio en lo que a su elección de esposa se refería. ¡Su esposa! Gracias a la dicha que le produjo ese pensamiento, sintió que el apresuramiento que le había hecho marcharse de Rosings de esa manera cedía un poco. Dio media vuelta y miró hacia Hunsford. Allí estaba su futuro, su bienestar, la felicidad de todos los que formaban parte de Pemberley. ¡Era hora de ir a buscar todo eso!
Comenzó a caminar con determinación y en pocos minutos llegó hasta el bosque. Notó el aire frío entre los árboles, al caminar al abrigo de su sombra mientras recordaba los paseos con Elizabeth allí mismo, sonriendo discretamente. Pronto… ¡pronto ella sería suya! La idea lo animó mientras atravesaba el bosque, pero cuando el camino comenzó a descender hacia el pueblo, disminuyó el paso. Con el fin de obtener a la dama tan deseada, todavía tenía que proponerle matrimonio. Aunque sabía que podía confiar en la aguda inteligencia de Elizabeth, también era consciente de que, aun así, debía decir las palabras adecuadas. La fórmula que había planeado estaba pensada para la grandeza de Rosings, que le resultaba tan familiar, y le hacía honor al lugar. Pero ahora esas frases y los sentimientos a los cuales aludían le parecían demasiado pomposas y estudiadas para el humilde ambiente del salón de una casa parroquial. No quería parecer un tonto en esa ocasión tan solemne de su vida.
¡Todavía puedes regresar!, se apresuró a decir la voz del deber, a medida que se acercaba a Hunsford, pero Darcy sabía que eso era mentira. Ya no podía regresar, de la misma forma que tampoco podía volar. Pero al oír esa advertencia, la tapa que cerraba la multitud de objeciones a aquella decisión, y que él creía sellada para siempre, se levantó de repente y fue atacado, con la vehemencia de una furia reprimida, por las acusaciones justificadas de arrastrar a la desgracia a su apellido y a su familia. Los sucesos del baile de Netherfield, los insultos e impertinencias de las cuales había sido objeto, el espantoso comportamiento y la falta de urbanidad que había presenciado, todo volvió a aparecer ante él. A medida que se acercaba a la entrada de la rectoría, la magnitud de lo que estaba a punto de hacer se apoderó de él. Puso una mano en la verja y se detuvo un momento. Hacía sólo unos días que se había dado cuenta, allí mismo, de que su corazón estaba decidido y se había confesado a sí mismo, por fin, que, sin ella, la sensación de plenitud siempre sería una ilusión inalcanzable. Miró hacia la puerta que estaba al final del sendero. Todo lo que deseaba, todo lo que más deseaba se encontraba ante él.
—La señorita Elizabeth Bennet —le dijo a la criada de ojos sorprendidos que abrió la puerta. La muchacha lo dejó pasar al vestíbulo rápidamente y, sin ninguna ceremonia, le hizo una torpe reverencia y balbuceó algo acerca del salón del piso de arriba. Tras enterarse de que allí era donde se encontraba Elizabeth, Darcy asintió y se apartó para dejarla pasar. El ruido de sus pasos sobre las escaleras resonó como un trueno en sus oídos, al igual que el día que la había sorprendido estando sola. Esta vez, desde luego, él sabía que ella estaba sola, pero el silencio de la casa lo impresionó como cuando uno contiene el aliento en espera de la llegada de una noticia largamente acariciada. El ruido de platos, de una puerta al cerrarse, cualquier sonido doméstico habría sido una agradable distracción para olvidarse de las palpitaciones de su corazón y de las insistentes dudas que le taladraban la mente. Llegó hasta la puerta del salón y se detuvo un momento para quitarse los guantes y hacer un intento inútil por serenarse, mientras la criada llamaba y lo anunciaba. Luego, con el sombrero debajo del brazo y el corazón latiéndole aceleradamente en el pecho, entró en la estancia.
Sus ojos se encontraron tan pronto atravesó el umbral.
—¡Señor Darcy! —Elizabeth hizo una reverencia. Ansioso como estaba por beber del placer de estar frente a ella después de casi dos días, Darcy hizo una inclinación rapidísima. Ella hizo un gesto distante para indicarle que podía tomar asiento.
—Entonces no está usted enferma —afirmó apresuradamente, acercándose a ella—. Dijeron que estaba enferma; así que vine a… Quería oír por mí mismo que se encontraba usted mejor.
—Como puede darse cuenta, señor, lo estoy —contestó Elizabeth con cortesía pero de manera fría, y luego añadió—: Gracias. —Y tomó asiento.
Darcy se alejó y dejó a un lado sus cosas, antes de sentarse en una silla que estaba frente a la que ella había elegido, con el corazón latiendo desbocado al ver a la mujer que tenía ante él. ¡Hermosa! ¡Muy hermosa! De su pecho surgieron ardientes e insistentes impulsos que pasaron por encima de su razón, confundiendo aún más sus pensamientos. Darcy la deseaba, ¡ay, cuánto la deseaba! Ella enarcó una ceja en silencio. Después de que ella lo atrapara admirándola abiertamente, el caballero desvió la mirada. Ella no dijo ni una palabra, pero el sonido de su propio corazón, de su respiración, rugió en los oídos de Darcy, impidiéndole pensar.
¡Tenía que aclarar sus pensamientos, recuperar el dominio de sus emociones! Se puso en pie y comenzó a pasearse. En contra de toda prudencia, le lanzó una mirada. ¡Habla!, exigió su corazón. Se detuvo y se volvió hacia ella, mientras pensaba en lo que le iba a decir. Señorita Elizabeth Bennet, ¿me haría usted el honor…? El peso de esa palabra cayó sobre él como un rayo. ¿Honor? En este asunto todo el honor era suyo ¡y él estaba dispuesto a arrastrarlo de una forma que todo el mundo despreciaría! El gélido disgusto de su familia por el bajo nivel de los parientes que incorporaría a su seno, la fría incomodidad de sus amigos y conocidos cuando estuviera otra vez entre ellos, la burla de sus enemigos, todo se le vino encima. Se volvió hacia la ventana y se quedó mirando al vacío, mientras la noche caía. Hacía sólo una hora todo estaba muy claro para él, pero ahora se encontraba de nuevo ahogado en el pantano de la duda y la indecisión. Deslizó sus dedos hasta el bolsillo del chaleco, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¡Nada! Darcy torció la boca con contrariedad. ¡Claro que los hilos de seda ya no estaban ahí! Los había lanzado al viento. Se dirigió otra vez hacia el salón y se perdió enseguida en la contemplación del hermoso perfil de Elizabeth. ¿Sería posible que la prudencia también se hubiera ido con ellos?
Hermosa, inteligente, elegante. Ella era todas esas cosas. Su voz le fascinaba; su habilidad al piano lo serenaba; su desdén por todo artificio coincidía con el suyo; su compasión era sincera; su inteligencia, una delicia; su coraje al tratar de imponer sus opiniones, aun en contra de él, despertaba en Darcy la más profunda admiración y deseo. ¡Ser el dueño de la encarnación de todas las virtudes! El orgullo que le produjo la idea de poseerla lo apartó de la ventana. ¡Tenía que ser suya! Abrió la boca para hablar, pero, de repente, el salón pareció llenarse con toda la familia: su calculadora madre, sus alocadas hermanas menores, su indiferente y burdo padre, y los oscuros tíos y tías que se dedicaban al comercio la rodearon e hicieron que él enmudeciera. Retrocedió, sintiendo los ojos de su propia familia sobre su espalda, mientras le suplicaban en silencio que no hiciera lo que estaba a punto de hacer. Casi al borde del ahogo por la impotencia y la frustración, volvió a dar un paso al frente y luego otro, hasta pararse en el centro del salón; en ese momento, ella levantó aquellos maravillosos ojos grandes y oscuros, para mirarlo de manera inquisitiva.
¡Cielo santo, Elizabeth! Darcy sintió que el corazón se le subía a la garganta, con el fin de expulsar como una marea incontenible las palabras que tenía amontonadas:
—He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos —dijo e hizo una brevísima pausa para tomar aire, antes de continuar hablando con la voz cargada de emoción—: Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente. —Al oír sus palabras, Elizabeth pareció abrir aún más los ojos, si eso fuera posible, y enrojeció. Darcy, por su parte, sintió que el alivio de confesar por fin sus sentimientos le producía una exaltación y un júbilo como los que podrían producirle un vaso de vino fuerte—. Casi desde el momento en que la conocí, sentí por usted un amor profundo y apasionado que ha superado todos mis esfuerzos por contrarrestarlo. —A pesar de que el corazón le latía aceleradamente, ahora parecía tener un ritmo más regular y sus palabras surgían sin freno—. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que estaba hechizado por usted, inexorablemente atraído y cautivado. Ha ocupado mi mente y mi corazón durante meses, señorita Bennet. No he ido a ninguna parte, ni he visto a nadie, sin que usted esté conmigo.
Darcy se acercó más y la miró a los ojos, deseando que ella se levantara y le respondiera con el mismo ardor.
—Soy demasiado consciente de las dificultades que representan las enormes diferencias entre su posición social y la mía y de los numerosos obstáculos que supone la inferioridad de su familia. Son tan grandes que realmente ningún hombre cabal podría pasarlos por alto. He luchado contra todos ellos desde el comienzo, oponiendo la fuerza de mi inclinación a mi buen juicio y la certeza de que toda la sociedad y mi familia más cercana pensarán que nuestra unión es una degradación. Esos terribles impedimentos son los que me han obligado a guardar silencio hasta ahora acerca de mi sentimientos por usted. Son obstáculos inevitables, pero mi sincero afecto por usted también es inevitable, a pesar de que he hecho todo lo que estaba en mi poder para vencerlo. —Darcy se detuvo un momento y trató de serenarse, antes de hacer la propuesta que aseguraría su futuro—. Estoy convencido de que usted es y siempre será la dueña de mi corazón, que nuestro futuro está tan íntimamente entrelazado como los hilos de una madeja y que, al igual que ellos, seremos más fuertes si estamos unidos como si fuéramos uno solo. Con ese fin, espero y deseo que usted recompense mi larga y ardua lucha con la aceptación de mi mano en matrimonio y la promesa de convertirse en mi esposa. —¡Listo, estaba hecho! ¡Que el mundo se fuera al infierno, Darcy estaba dispuesto a ser feliz! Jadeando, se recostó contra la chimenea de los Collins y miró a Elizabeth, en espera de las palabras que sellarían al mismo tiempo esa felicidad que tanto deseaba y la desgracia que tanto temía.
Elizabeth se había ido ruborizando progresivamente durante la declaración de Darcy, hasta acabar colorada como un tomate. Desvió la mirada para no verlo y prefirió fijarla más bien en sus manos, que tenía apretadas sobre el regazo. ¿Por qué no decía nada? ¿Acaso estaba abrumada? ¿Se habría expresado con demasiado ardor?
—En estos casos creo que se acostumbra expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifestados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos.
¿Qué? ¡No podía haberla entendido bien! El caballero se enderezó donde estaba, mientras la confusión se apoderaba de él y nublaba el significado de las palabras de la muchacha.
—Es natural que se sienta esa obligación, y si yo pudiese sentir gratitud, la daría las gracias ahora. Pero no puedo. Nunca he ambicionado su consideración, y usted ciertamente me la ha otorgado muy en contra de su voluntad. —Lo miró por un instante—. Siento haberle hecho daño a alguien, pero ha sido inconscientemente y espero que ese daño dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, según usted dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerán sin dificultad ese sufrimiento, después de esta explicación.
Al oír la facilidad con que ella desechaba tantos meses de lucha y desbarataba todas sus esperanzas, una marea de emociones recorrió a Darcy en rápida sucesión: aturdimiento e incredulidad, asombro, aguda incomodidad y, finalmente, una rabia tan feroz que se sintió incapaz de articular palabra. Pálido de furia, se quedó de pie junto a la chimenea, mientras luchaba contra su indignación. ¿Cómo podía ser tratado con tanta insensibilidad él, que había renunciado a tantas cosas para ofrecerle a ella el mundo y su corazón? ¡Quién era ella para rechazarlo de esa manera! La cabeza le daba vueltas, sin poderse serenar. ¿Por qué? La pregunta parecía gritar dentro de su cabeza. Miró a Elizabeth, pero ella parecía haber terminado lo que tenía que decir. ¡Oh, no, señora! ¡Usted todavía no ha terminado conmigo!
—¿Y ésa es toda la respuesta que voy a tener el honor de esperar? —preguntó Darcy de manera fría—. Tal vez quisiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa cortesía. —Adoptó un tono irónico—. Pero no tiene la menor importancia.
Elizabeth se levantó de la silla al oír esas palabras y la expresión de su rostro reflejaba el mismo sentimiento de indignación que la de él.
—Yo también podría preguntar por qué, con tan evidente propósito de ofenderme y de insultarme, me dice usted que le gusto en contra de su voluntad, su buen juicio y hasta su modo de ser. —Elizabeth puso una mano sobre la mesa que había entre ellos, como si necesitara apoyo—. ¿No es ésa una excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad fui descortés? —El fuego que despedían sus ojos no era menos ardiente que la sangre que subió a la cara de Darcy al oír su siguiente acusación—. Pero, además, he recibido otras provocaciones. Lo sabe usted muy bien. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferentes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal vez para siempre, la felicidad de una hermana muy querida?
¡Elizabeth lo sabía! ¿Cómo? ¡Richard, maldición! Darcy se contuvo, pues sabía que sería inútil interrumpirla.
—¿Puede negar que lo hizo? —le preguntó ella.
—No voy a negar que hice todo lo que estuvo en mi poder para separar a mi amigo de su hermana —respondió Darcy, con un aire de tranquila superioridad—, ni que me alegro del resultado. He sido más amable con él —dijo haciendo énfasis— que conmigo mismo.
Elizabeth pareció ofenderse al oír aquella insinuación, pero decidió pasarla por alto, para lanzar un nuevo ataque.
—Pero no sólo en esto se funda mi antipatía. Mi opinión de usted se formó mucho antes de que este asunto tuviese lugar. Su verdadero carácter quedó revelado por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses…
¡Wickham! Con un odio frío e implacable, fácilmente distinguible de la ardiente indignación que lo había invadido antes, se acercó para mirar a Elizabeth a través de unos ojos impenetrables.
—¿Quién, que conozca las penas que ha pasado, puede evitar sentir interés por él? —replicó Elizabeth.
—¡Las penas que ha pasado! —espetó Darcy con desprecio, mientras su emociones se levantaban de manera amenazante ante la intrusión de ese odiado nombre entre él y la persona que todavía amaba—. Sí, realmente ha sufrido unas penas inmensas.
—¡Y por su culpa! —gritó Elizabeth—. Usted lo redujo a su actual estado de relativa pobreza. Usted le negó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para él…
¿Qué historias le habría contado ese demonio? ¿De qué manera habría manchado su nombre y su persona, para haber logrado envenenar de tal forma contra él a la mujer que amaba? ¡Si alguna vez ese canalla había pensado en vengarse, ahora ciertamente lo había logrado, destruyendo las más profundas esperanzas de Darcy y haciéndole daño de la forma más dolorosa posible!
—… ¡Usted hizo todo eso! Y todavía es capaz de ridiculizar y burlarse de sus penas.
¡Basta! Darcy atravesó el salón rápidamente.
—¡Y ésa es la opinión que tiene usted de mí! —tronó Darcy—. ¡Esa es la estimación en la que me tiene! Le doy las gracias por habérmelo explicado tan abiertamente. Mis faltas, según sus cálculos, son verdaderamente enormes. —Se detuvo a la mitad de un paso y se volvió hacia ella, con una sombra de sospecha en el rostro—. Pero puede que esas ofensas hubiesen sido pasadas por alto si no hubiese herido su orgullo con mi honesta confesión de los reparos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolución. Me habría ahorrado estas amargas acusaciones —continuó diciendo de manera mordaz—, si hubiese sido más hábil y le hubiese ocultado mi lucha, halagándola al hacerle creer que había dado este paso impulsado por la razón, por la reflexión, por una incondicional y pura inclinación, por lo que sea. —Elizabeth permaneció inmóvil bajo la andanada de Darcy, con actitud desafiante—. Pero aborrezco todo tipo de engaño y no me avergüenzo de los sentimientos que he manifestado. Eran naturales y justos. —Dio un paso hacia atrás y recogió con rabia sus guantes, su sombrero y su bastón—. ¿Cómo podía suponer usted que me agradase la inferioridad de su familia y que me congratulase por la perspectiva de tener unos parientes cuya condición está tan por debajo de la mía?
Elizabeth respondió con una voz asombrosamente serena.
—Se equivoca usted, señor Darcy, si supone que su forma de declararse me ha afectado más allá de ahorrarme la pena que me habría causado el hecho de rechazarlo, si se hubiera comportado de modo más caballeroso. —Darcy se sobresaltó al oír las palabras de Elizabeth y sintió como si ella le hubiese dado una bofetada, acusándolo de esa manera—. Usted no habría podido ofrecerme su mano de ningún modo que me hubiese tentado a aceptarla. —El caballero la miró con mudo asombro, mientras su convicción en la justicia de su posición rivalizaba con su incredulidad ante esas palabras—. Desde el principio, casi desde el primer instante en que le conocí, sus modales me convencieron de su arrogancia, de su vanidad y de su egoísta desdén hacia los sentimientos ajenos. Me disgustaron de tal modo que hicieron nacer en mí la desaprobación que los sucesos posteriores convirtieron en firme desagrado. —Elizabeth alzó la voz—. Y no hacía un mes aún desde que lo conocía, cuando supe que usted sería el último hombre en la tierra con el que podría casarme.
¡Darcy la había perdido, total e inevitablemente! La cabeza comenzó a darle vueltas. ¡Por Dios… Elizabeth! El dolor que sentía en el pecho se estaba haciendo insoportable. Tenía que salir de allí, huir. ¡Aquello era demasiado!
—Ha dicho usted bastante, señorita —logró responder—. Comprendo perfectamente sus sentimientos y sólo me resta avergonzarme de los míos. —Hizo una reverencia y retrocedió hasta la puerta. Tras apoyar la mano contra el picaporte, se detuvo, con la cabeza inclinada, y la miró a los ojos por última vez—. Perdóneme por haberle hecho perder tanto tiempo —dijo con voz ahogada— y acepte mis buenos deseos de salud y felicidad. —Sin esperar a que ella respondiera o le hiciera una reverencia, Darcy empujó el pomo y salió rápidamente del salón. Bajó las escaleras casi corriendo y en unos segundos estuvo fuera, mientras la puerta se cerraba tras él, de manera sólida e irrevocable.