martes, 10 de junio de 2014

PERSUASIÓN Capítulo VI


CAPITULO VI

 

Ana no necesitaba visitar Uppercross para saber que, cuando se traslada de un lugar a otro, aun­que no sea más que a tres millas de distancia, la gente suele cambiar de conversaciones, de opi­niones y de ideas. Había estado allí antes y siem­pre lo había notado, y hubiese querido que los otros Elliot tuviesen ocasión de ver_ cuán descono­cidos y desconsiderados eran en Uppercross los asuntos que en Kellynch Hall se trataban con tan­to interés y general aspaviento. Pese a esta expe­riencia creía que iba a tener que pasar por una nueva y necesaria lección en el arte de aprender lo poca cosa que somos fuera de nuestro propio círculo. Ana llegó totalmente embargada por los acontecimientos que habían tenido en vilo duran­te varias semanas las dos casas de Kellynch, y esperó encontrar más curiosidad y simpatía de las que hubo en las observaciones separadas pero similares que le hicieron el señor y la señora Musgrove.

¿Conque Sir Walter y su hermana se han mar­chado, señorita Ana? ¿Y en qué parte de Bath cree usted que van a radicarse?

Y esto sin prestar mucha atención a la res­puesta. En cuanto a las dos muchachas, agregaron solamente:

-Me parece que este invierno iremos a Bath; pero acuérdate, papá, de que si vamos, tendremos que vivir en un buen lugar. ¡No nos vengas con tus Plazas de la Reina!

Y María, ansiosa, comentó:

-¡Caramba, pues sí que voy a lucirme mientras todos ustedes se van a divertir a Bath!

Ana determinó precaverse de allí en más con­tra semejantes desilusiones y pensó con intensa gratitud que era un don extraordinario gozar de una amistad tan sincera y afectuosa como la de Lady Russell.

Los señores Musgrove tenían sus propios afa­nes; vivían acaparados por sus caballos, sus perros y sus periódicos, y las mujeres estaban pen­dientes de todos los demás asuntos del hogar, de sus vecinos, de sus trajes, de sus bailes y de su música. Ana encontraba muy razonable que cada pequeña comunidad social dictase su propio régi­men, y esperara convertirse en poco tiempo en un miembro digno de la comunidad a que había sido trasplantada. Con la perspectiva de pasar dos meses por lo menos en Uppercross, se esforzaba por dar a su imaginación, memoria e ideas un giro lo más uppercrossiano posible.

Esos dos meses no la espantaban. María no era tan hostil ni tan despegada ni tan inaccesible a la influencia de sus hermanas como Isabel. Y nin­guno de los otros moradores de la quinta se mos­traba reacio al buen acuerdo. Ana había estado siempre en los mejores términos con su cuñado, y los niños, que la querían y la respetaban mucho más que a su madre, eran para ella un objeto de interés, de distracción y de sana actividad.

Carlos Musgrove era muy fino y simpático; su juicio y su carácter eran sin duda alguna superio­res a los de su mujer; pero no era capaz, ni por su conversación ni por su encanto, de hacer del pa­sado que lo unía a Ana un recuerdo peligroso. Sin embargo, Ana pensaba lo mismo que Lady Russell, que era una lástima que Carlos no hubiese hecho un matrimonio más afortunado, y que una mujer más sensata que María habría podido sacar mejor partido de su carácter, dando a sus costumbres y ambiciones mayor utilidad, razón y elegancia. A la sazón, Carlos no se interesaba más que por los deportes, y fuera de ellos desperdiciaba el tiempo sin beneficiarse de las enseñanzas de los libros ni de nada. Gozaba de un humor a toda prueba y nunca parecía afectarse demasiado por el tedio frecuente de su esposa, soportando a veces sus desatinos con gran admiración de Ana. Muy a menudo tenían pequeñas disputas (riñas en las que Ana tenía que participar más de lo que hubie­se querido, pues ambas partes reclamaban su ar­bitraje), pero en general podían pasar por una pareja feliz. Siempre estaban de acuerdo en lo tocante a su necesidad de disponer de más dinero y tenían una fuerte tendencia a esperar un buen regalo del padre de él. Pero tanto en esto como en todo lo demás, Carlos quedaba siempre mejor que María, pues mientras ésta consideraba un te­rrible agravio que tal regalo no llegase, Carlos defendía a su padre, diciendo que tenía muchas otras cosas en que emplear su dinero y el derecho a gastárselo como le diera la gana.

En cuanto a la crianza de sus hijos, las teorías de Carlos eran mucho mejores que las de su mu­jer y su práctica no era mala.

-Podría educarlos muy bien si María no se metiese -solía decir a Ana. Y ésta lo creía firme­mente.

Pero luego tenía que escuchar los reproches de María:

-Carlos malcría a los chicos de tal modo que me es imposible hacerles obedecer.

Y nunca sentía la menor tentación de decirle: “Es cierto”.

Una de las circunstancias menos agradables de su residencia en Uppercross era que todos la trataban con demasiada confianza y que estaba demasiado al tanto de las ofensas de cada casa. Como sabían que tenía alguna influencia sobre su hermana, una y otra vez acudían a ella o por lo menos le insinuaban que interviniese hasta más allá de lo que estaba en sus manos.

-Me gustaría que convencieras a María de que no esté siempre imaginándose enferma -le decía Carlos.

Y María, en tono compungido, exclamaba:

-Carlos, aunque me viese muriéndome, no creería que estoy enferma. Estoy segura, Ana, de que si tú quisieras podrías convencerlo de que estoy en verdad muy enferma, mucho peor de lo que parece.

Luego María declaraba:

-Me disgusta terriblemente mandar a los chi­cos a la Casa Grande, a pesar de que su abuela los reclama constantemente, porque los subleva y los mima demasiado además de darles una por­ción de porquerías y dulces, con lo cual no hay día que no vuelvan a casa enfermos o cargantes hasta que se acuestan.

Y la señora Musgrove aprovechaba la primera oportunidad de estar a solas con Ana para decirle:

-¡Ay, señorita Ana! ¡Ojalá mi nuera aprendiese un poco de su manera de tratar a los niños! ¡Son tan diferentes con usted esas criaturas! Porque no sabe usted cuán malcriados están. Es una lástima que no pueda usted convencer a su hermana de que los eduque mejor. Son los chicos más guapos y sanos que he visto nunca; pobrecillos míos, la pasión no me ciega; pero la mujer de Carlos no tiene idea cómo debe educarlos. ¡Virgen santa! ¡A veces se ponen insufribles! Le aseguro, señorita Ana, que me quitan el gusto de verlos en casa tan a menudo como quisiera. Sospecho que la mujer de Carlos está un poco resentida porque no los invito a venir con más frecuencia; pero ¿usted sabe lo molesto que es estar con chiquillos cuan­do hay que bregar con ellos a cada momento diciéndoles: “No hagas eso, no hagas aquello”? Y si una quiere estar un poco tranquila, no tiene otro recurso que darles más pasteles de los que les convienen.

Además, María le comunicó lo siguiente:

-La señora Musgrove cree que sus criadas son tan formales que sería un crimen abrirle los ojos; pero estoy segura, sin exageración, de que tanto su primera doncella como su lavandera, en vez de dedicarse a sus tareas, se pasan todo el santo día correteando por el pueblo. Me las encuentro adon­dequiera que voy, y puedo decir que nunca entro dos veces en el cuarto de mis chicos sin ver allí a una o a la otra. Si Jemima no fuese la persona más segura y más seria del mundo, eso sería sufi­ciente para echarla a perder, pues me ha dicho que las otras la están siempre incitando a que se vaya de paseo con ellas.

Por su parte, la señora Musgrove decía:

-Me he prometido no meterme nunca en los asuntos de mi nuera, porque ya sé que no serviría de nada; pero debo decirle, señorita Ana, ya que usted puede poner las cosas en su lugar, que no tengo en buen concepto al ama de María. He oído contar de ella unas historias muy extrañas y decir que es una trotacalles. Por lo que sé yo misma puedo decir que es una pícara de tomo y lomo capaz de estropear a cualquier sirvienta que se le acerque. Ya sé que la mujer de Carlos responde enteramente de ella, pero yo me limito a avisarle para que pueda vigilarla y para que si ve usted algo que le llame la atención no tenga reparo en explicar lo que sucede.

Otras veces María se quejaba de que la señora Musgrove se las ingeniaba para no darle a ella la precedencia que se le debía cuando comían en la Casa Grande con otras familias, y no veía por qué razón se la tenía tan en menos en aquella casa para privarla del lugar que legítimamente le co­rrespondía. Y un día, mientras Ana paseaba a solas con las señoritas Musgrove, una de ellas, después de haber estado hablando del rango, de la gente de alto rango y de la manía del rango, dijo:

-No tengo reparo en observarle lo estúpidas que se ponen ciertas personas con la cuestión de su lugar, porque todos sabemos lo poco que le importan a usted esas cosas; pero me gustaría que alguien le hiciese ver a María cuánto mejor sería que se dejase de esas terquedades y especialmen­te que no anduviese siempre adelantándose para quitarle el sitio a mamá. Nadie duda de sus dere­chos a la precedencia por encima de mamá, pero sería más discreto que no estuviese siempre insis­tiendo en eso. No es que a mamá la preocupe en lo más mínimo, pero sé que muchas personas se lo han criticado.

¿Cómo podía Ana arreglar esas diferencias? Lo más que podía hacer era escuchar con paciencia, suavizar las asperezas y excusar a los unos delan­te de los otros; sugerir a todos la tolerancia nece­saria en tan estrecha vecindad y hacer que sus consejos fuesen lo bastante amplios para que al­canzasen a aprovechar a su hermana.

En otros aspectos, su visita empezó y continuó sin tropiezos. Su estado de ánimo mejoró con sólo haberse alejado tres millas de Kellynch y con el cambio de lugar y de ocupaciones. Las indisposi­ciones de María disminuyeron al tener una com­pañía permanente; y las cotidianas relaciones con la otra familia, como no tenían que interrumpir en la quinta ningún afecto, confianza o cuidado su­perior, eran más bien una ventaja. Dicha comuni­cación era lo más frecuente posible; todas las ma­ñanas se veían y era raro que pasaran una tarde separados; Ana creía que ya no se habrían hallado sin ver las respetables humanidades del señor y de la señora Musgrove en los sitios acostumbra­dos, o sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.

Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove; pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres em­belesados sentados delante de ella, nadie repara­ba en su habilidad más que por cortesía o porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma; pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca, desde la edad de ca­torce años, en que perdió a su madre, había co­nocido la dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cual­quier otra persona, le daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.

Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mun­do acudía a casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes oca­sionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.

Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a me­nudo le dirigían estos cumplidos:

-¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!

Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos de extraños; aquellas preciosas habita­ciones con todo lo que contenían, aquellas arbo­ledas y aquellas perspectivas empezaban a perte­necer a otros ojos y a otros cuerpos...
 
 
 
El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, ex­clamó:

-¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croft van a instalarse en Kellynch? Me alegra no haber­lo pensado antes. ¡Cómo me habría entristecido!

Los Croft tomaron posesión de la casa con un aparato completamente naval, y hubo que ir a visitarlos. Maria deploró verse obligada a aquello. Nadie podía imaginarse el sufrimiento que eso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Pero no estu­vo tranquila hasta que hubo convencido a Carlos de que la llevase cuanto antes, y cuando volvió estaba en un estado de agradable excitación y de alborotadas fantasías. Ana se congratuló sincera­mente de no haber ido con ellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y le encantó estar en casa cuando ellos devolvieron la visita. Cuando llega­ron, el señor de la casa no estaba, pero las dos hermanas se encontraban juntas. Sucedió entonces que la señora Croft se apoderó de Ana, mientras el almirante se sentaba junto a María, deleitándola con sus chistosos comentarios acerca de sus chiqui­llos. Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su modo de sentir y de expresarse.

La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a conse­cuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de los treinta y ocho que contaba. Sus moda­les eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más porque se tranquilizó pasado el primer medio mi­nuto, en el mismo instante de la presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna- muestra de estar en antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus intenciones. Estu­vo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:

-¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi hermano cuan­do estuvo aquí?

Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.

-Puede que no haya usted oído decir que se casó -agregó la señora Croft.

Ana pudo contestar entonces como era debi­do; y cuando las siguientes palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando, se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos. Al mo­mento comprendió cuán razonable era que la se­ñora Croft pensara y hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.

El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:

-Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.

Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.

La gente de la Casa Grande iba a pasar la tarde aquel día a la quinta, y como ya estaba la estación muy avanzada para que semejantes visi­tas pudiesen hacerse a pie, aguzaban el oído para percibir el ruido del coche, cuando la menor de las chicas Musgrove entró en la habitación. La primera y negra idea que se les ocurrió fue que venía a decir que no irían, y que tendrían que pasarse la tarde solas. Maria estaba a punto de sentirse ofendida, cuando Luisa restableció la cal­ma anunciando que se había adelantado ella a pie con objeto de dejar espacio en el coche para el arpa que transportaban.

-Y además -agrego- voy a explicarles la cau­sa de todo esto. He venido para advertirles que mamá y papá están esta tarde muy deprimidos; mamá especialmente. No hace más que pensar en el pobre Ricardo. Y acordamos que sería mejor tocar el arpa, pues parece que la divierte más que el piano. Y voy a decirles por qué está tan desani­mada. Cuando vinieron los Croft esta mañana (lue­go estuvieron aquí, ¿verdad?), dijeron que su her­mano, el capitán Wentworth, acaba de volver a Inglaterra o que ha sido licenciado o algo por el estilo, y que vendrá a verlos de un momento a otro. Lo peor de todo es que a mamá se le ocu­rrió, cuando los Croft se hubieron ido, que Went­worth, o algo muy parecido, era el apellido del capitán del pobre Ricardo un tiempo, no sé cuán­do ni dónde, pero mucho antes de que muriera, pobre chico. Se puso a revisar sus cartas y sus cosas y cnfirmó su sospecha; está absolutamente segura que ése es el hombre de que se trata y no cesa de pensar en él y en el pobre Ricardo. Tene­mos que estar lo más alegres posible para dis­traerla de esos negros pensamientos.

Las verdaderas circunstancias de este patético episodio de una historia de familia eran que los Musgrove tuvieron la mala fortuna de echar al mundo un hijo cargante e inútil y la buena suerte de perderlo antes de que llegase a los veinte años; que lo mandaron al mar porque en tierra era la más estúpida e ingobernable de las criatu­ras; que su familia nunca se había preocupado mucho por él, aunque siempre más de lo que merecía; y que rara vez se supo de él y poco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegó a Upper­cross la noticia de que había muerto en el extran­jero.

Aunque sus hermanas hacían por él todo lo que estaba a su alcance, llamándolo ahora “pobre Ricardo”, en realidad nunca había sido más que el muy mentecato, desnaturalizado e inaprovechable Ricardito Musgrove, que nunca, ni vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese digno de más título que aquel diminutivo en su nombre.

Estuvo varios años navegando y en el curso de esos traslados a que todos los marinos medio­cres están sujetos, y en especial aquellos a quie­nes todos los capitanes desean quitarse de enci­ma, fue a dar por seis meses a la fragata Laconia del capitán Federico Wentworth. A bordo de la Laconia y a instancias de su capitán escribió las únicas dos cartas que sus padres recibieron de él durante toda su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, pues todas las demás no habían sido más que simples pedidos de dinero.

En todas ellas habló bien de su capitán; pero sus padres estaban tan poco habituados a fijarse en tales cuestiones y les tenían tan sin cuidado los nombres de hombres o de barcos, que entonces apenas repararon en ello. El hecho de que la señora Musgrove hubiese tenido aquel día la súbi­ta inspiración de acordarse de la relación que guardaba con su hijo el nombre Wentworth pare­cía uno de esos extraordinarios chispazos de la mente que se dan de tarde en tarde.

Acudió a sus cartas y encontró confirmadas sus suposiciones. La nueva lectura de aquellas cartas después de tan largo tiempo desde que su hijo desapareciera para siempre y después que todas sus faltas hubieron sido olvidadas, la afectó sobremanera y la sumió en un gran desconsuelo que no había sentido ni cuando se enteró de su fallecimiento. El señor Musgrove también estaba afectado, aunque no tanto; y cuando llegaron a la quinta se hallaban en evidente disposición de que primero se escuchasen sus lamentaciones, y luego de recibir todos los consuelos que su alegre com­pañía pudiese suministrarles.

Fue una nueva prueba para los nervios de Ana tener que oírles hablar hasta por los codos del capitán Wentworth, repetir su nombre, rebus­car en sus memorias de los pasados años y por fin afirmar que debía ser, que probablemente se­ría, que era sin duda el mismo capitán Wentworth, aquel guapo joven que recordaban haber visto una o dos veces después de su regreso de Clifton, sin poder precisar si hacía de eso siete u ocho años. Pensó, sin embargo, que tendría que acos­tumbrarse. Puesto que el capitán iba a llegar a la comarca, le era preciso dominar su sensibilidad en lo tocante a este punto. Y no sólo parecía que lo esperaban y muy pronto, sino que los Musgrove, con su ardiente gratitud por la bondad con que había tratado al pobre Ricardito y con el gran respeto que sentían por su temple, evidenciado en el hecho de haber tenido seis meses al pobre muchacho Musgrove a su cuidado, quien hablaba de él con grandes aunque no muy bien ortografia­dos elogios, diciendo que era “un compañero muy vueno y muy brabo, sólo demasiado parecido al maestro de la ezcuela” , estaban decididos a pre­sentársele y a solicitar su amistad en cuanto supie­sen que había llegado.
 
Esta resolución contribuyó a consolarlos aque­lla tarde.

Continuará...

jueves, 5 de junio de 2014

PERSUASIÓN Capítulo V


CAPITULO V

 

La mañana fijada para que el almirante Croft y su señora visitasen Kellynch Hall, a Ana le pareció más natural dar su acostumbrado paseo hasta la casa de Lady Russell y quedarse allí hasta que la visita hubiese concluido. Aunque luego le pare­ciera igualmente natural lamentar haberse perdido la ocasión de conocerlos.

Esta entrevista de las dos partes resultó muy satisfactoria y con ella se dejó el negocio definiti­vamente resuelto. Ambas señoras estaban dispues­tas de antemano a llegar a un acuerdo y, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la otra más que buenos modales. Entre los caballeros hubo tanta cordialidad, buen humor, franqueza, sinceridad y liberalidad por parte del almirante, que Sir Walter quedó conquistado, aunque las seguridades que Shepherd le había dado de que el almirante lo tenía por un dechado de buena educación, gra­cias a las referencias que él le había entregado, lo halagaron y lo inclinaron a hacer gala de su mejor y más cortés compostura.

La casa, los terrenos y el mobiliario fueron aprobados; los Croft fueron también aprobados, y las condiciones y plazo, cosas y personas, queda­ron arreglados. El escribiente del señor Shepherd se sentó a trabajar sin que hubiese ni una mínima diferencia preliminar que modificar en todo lo que “este contrato establece...”

Sir Walter declaró sin vacilar que el almirante era el marino más apuesto que había visto nunca, y llegó hasta decir que si su propio criado le hubiera ordenado un poco el pelo no se habría avergonzado de que lo viesen con él en cualquier parte. El almirante, con simpática cordialidad, co­mentó a su esposa, mientras paseaban por el par­que:

-Estoy pensando, querida, que a pesar de todo lo que nos contaron en Taunton, nos hemos en­tendido muy pronto. El baronet no es nada del otro mundo, pero no parece un mal hombre.

Estos cumplidos recíprocos dejan a la vista que ambos hombres habían formado el uno del otro el mismo concepto poco más o menos.

Los Croft debían tomar posesión de la casa por San Miguel y Sir Walter propuso trasladarse a Bath en el curso del mes precedente, de modo que no había tiempo que perder en hacer los preparativos de la mudanza.

Lady Russell, convencida de que no se permi­tiría a Ana tener ni voz ni voto en la elección de la casa que iban a tomar, sintió mucho verse sepa­rada tan pronto de ella e hizo todo lo posible por que se quedase a su lado hasta que fuesen ambas a Bath pasadas las Navidades. Pero unos compro­misos, que la retuvieron fuera de Kellynch varias semanas, le impidieron insistir en su invitación todo lo que hubiese querido. Y Ana, aunque te­mía los posibles calores de septiembre en la blan­ca y deslumbrante Bath y la apesadumbraba re­nunciar a la dulce y melancólica influencia de los meses otoñales en el campo, pensó que, bien mirado, no deseaba quedarse. Sería mejor y más prudente, y por lo tanto la haría sufrir menos, irse con los otros.

No obstante ocurrió algo que dio a sus ideas un giro inesperado. María, que estaba a menudo algo delicada, siempre ocupada en sus propias lamentaciones, y que tenía la costumbre de acudir a Ana en cuanto le pasaba algo, se hallaba indis­puesta. Previendo que no tendría un día bueno en todo el otoño, le rogó, o mejor dicho le exigió, pues a decir verdad no podía llamarse a eso un ruego, que fuese a su quinta de Uppercross para hacerle compañía todo el tiempo que la necesita­se en vez de irse a Bath.

-No puedo hacer nada sin Ana -argüía María.

E Isabel replicaba:

-Pues, siendo así, estoy segura de que Ana hará mejor en quedarse, porque en Bath no hace la menor falta.

Ser solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al fin y al cabo, que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, con­tenta de que la considerasen necesaria y de tener que cumplir algún deber; segura además de que lo cumpliría con alegría en el escenario de su propia y querida comarca, accedió sin dilación a quedarse.

Esta invitación de María allanó todas las difi­cultades de Lady Russell; y, por consiguiente, se acordó que Ana no iría a Bath hasta que Lady Russell la acompañase y que, entretanto, distribui­ría su tiempo entre la quinta de Uppercross y la casita de Kellynch.

Hasta aquí todo iba a pedir de boca; pero a Lady Russell le faltó poco para desmayarse cuan­do se enteró del disparate que entrañaba una de las partes del plan de Kellynch Hall y que consis­tía en lo siguiente: la señora Clay sería invitada a ir a Bath con Sir Walter e Isabel en calidad de importante y valiosa ayuda para esta última en todos los trabajos que les esperaban. Lady Russell sentía muchísimo que hubiesen recurrido a tal medida; la asombraba, la afligía y la asustaba. Y la afrenta que significaba para Ana el hecho de que la señora Clay fuese tan necesaria mientras ella no servía para nada, era una agravante aún más pe­nosa.

Ana ya estaba acostumbrada a ese género de afrentas; pero sintió la imprudencia de aquella decisión tan agudamente como Lady Russell. Do­tada de una gran capacidad de serena observa­ción y con un conocimiento tan profundo del carácter de su padre, que a veces hubiera preferi­do no tener, se daba cuenta de que era más que probable que aquella intimidad tuviese serias con­secuencias para su familia. No podía creer que a su padre se le ocurriese por el momento nada semejante. La señora Clay era pecosa, tenía un diente salido y las muñecas gruesas, cosas que Sir

Walter criticaba severa y constantemente cuando ella no estaba presente; pero era joven y muy bien parecida en conjunto, y su sagacidad y asi­duas y agradables maneras le daban un atractivo muchísimo más peligroso que el que pudiese te­ner una persona meramente agraciada. Ana estaba tan impresionada por el grado de aquel peligro, que creyó indispensable tratar de hacérselo ver a su hermana. No esperaba grandes resultados, pero pensaba que Isabel, quien, si la catástrofe se pro­ducía, sería más digna de compasión que ella, no podría reprocharle en modo alguno el no haberla puesto sobre aviso.

Le habló, pero, al parecer, lo único que logró fue ofenderla. Isabel no pudo comprender cómo le había pasado por la mente tan absurda sospe­cha, y le contestó, indignada, que cada cual sabe muy bien cuál es el lugar que ocupa.

-La señora Clay -dijo acaloradamente- nunca olvida quién es; y como yo estoy mucho mejor enterada de sus sentimientos que tú, puedo ase­gurarte que sus ideas sobre el matrimonio son discretas, y que reprueba la desigualdad de condi­ción y de rango con más energía que muchas otras personas. En cuanto a papá, no puedo admi­tir, en verdad, que él, que ha permanecido viudo tanto tiempo en atención a nosotras, tenga que pasar ahora por esta sospecha. Si la señora Clay fuese una mujer muy hermosa, te concedo que no estaría bien que anduviese demasiado conmigo; no porque haya nada en el mundo, estoy segura, que indujese a papá a hacer un matrimonio de­gradante, sino porque eso podría hacerlo desgra­ciado. ¡Pero la pobre señora Clay, que, con todos sus méritos, nunca ha sido ni pasablemente boni­ta! Creo en verdad que la pobre señora Clay puede estar aquí bien a salvo. ¡Cualquiera diría que nunca has oído hablar a papá de sus defectos, y lo has oído cincuenta veces!, ¡con aquel diente y aquellas pecas! A mí las pecas no me disgustan tanto como a él; conocí a una persona que tenía la cara no del todo desfigurada por unas cuantas, pero papá las detesta. Ya debes haberle oído co­mentar las pecas de la señora Clay.

-Rara vez se encuentra un defecto personal -repuso Ana- que la simpatía no nos haga olvi­dar poco a poco.

-Pues yo no pienso lo mismo -replicó Isabel vivamente-. La simpatía puede sobreponerse a unos rasgos hermosos, pero nunca puede cambiar los vulgares. Sea como sea, y ya que estoy más ente­rada de este asunto que nadie, puedes ahorrarte tus advertencias.

Ana había cumplido con su deber y se alegra­ba de ello, sin desesperar del todo de su eficacia. Isabel se sintió molesta con la sospecha, pero en lo sucesivo estaría más atenta.

El último servicio de la carroza de cuatro ca­ballos fue conducir a Sir Walter, a la señorita Elliot y a la señora Clay a Bath. Los viajeros partieron animadísimos. Sir Walter dispensó condescendien­tes saludos a los afligidos arrendatarios y labriegos, a quienes se había avisado para que fuesen a despedirlo. Y Ana se encaminó con una especie de tranquilidad desolada a la casita donde iba a pasar su primera semana.

Su amiga no estaba de mejor humor que ella. Lady Russell sentía con gran intensidad el trasplan­te de la familia. Su respetabilidad le era tan cara como la suya propia, y su cotidiano intercambio con los Elliot se le había hecho indispensable con la costumbre. La entristecía verlos abandonar aque­llas tierras y más aún pensar que iban a dar a otras manos. Para huir de la soledad y de la melancolía de aquel lugar tan cambiado y no presenciar la llegada del almirante Croft y de su mujer, determi­nó ausentarse de su casa e ir a buscar a Ana a Uppercross. Acordaron las dos que partirían de allí, y Ana se instaló en la quinta que sería la primera etapa del viaje de Lady Russell.

Uppercross era un pueblo relativamente pe­queño que pocos años antes aún conservaba -todo el viejo estilo inglés.

Ana había estado allí varias veces. Conocía los caminos de Uppercross tan bien como los de Ke­llynch. Las dos familias estaban juntas tan cons­tantemente y tenían tal costumbre de entrar y salir de una y otra casa a todas horas, que se llevó una sorpresa al encontrar a María sola. Estar sola y sentirse enferma y malhumorada eran casi la mis­ma cosa para ella. Aunque de mejor condición que su hermana mayor, María no tenía ni el en­tendimiento ni el buen carácter de Ana. Mientras se encontraba bien y se sentía feliz y agasajada, estaba de muy buen talante y animadísima; pero cualquier indisposición la hundía por completo; no tenía recursos para la soledad; y habiendo heredado una parte considerable de la presunción de los Elliot, estaba muy dispuesta a añadir a sus otras congojas la de creerse abandonada y maltra­tada. Físicamente era inferior a sus dos hermanas, e incluso cuando estaba en lo mejor de su edad no llegó a ser más que regularcilla. Estaba tendida en el desvencijado sofá del amable saloncillo cuyo mobiliario elegante en un tiempo había ido deslu­ciéndose bajo la acción de cuatro veranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana la recibió, di­ciéndole:

¡Vamos! ¡Por fin llegaste! Ya empezaba a creer que no te volvería a ver. Estoy tan enferma que apenas puedo hablar. ¡No he visto a nadie en toda la mañana!

-Siento que no te encuentres bien -repuso Ana-. ¡Pero si el jueves me mandaste decir que estabas como una rosa!

-Sí, saqué fuerzas de flaqueza, como hago siempre. Pero no me sentía bien ni mucho menos, y creo que nunca en mi vida he estado tan mal como esta mañana. No estoy en situación de que se me deje sola. Supónte que me diese algo horri­ble de repente y que no fuese capaz ni de tirar de la campanilla. Lady Russell no debe salir de su casa. Me parece que en todo el verano ha venido tres veces a esta casa.

Ana dijo lo que hacía a propósito y preguntó luego a María por su marido.

-¡Ah! Carlos se fue de caza. No lo he visto desde las siete. Se ha querido marchar, a pesar de que le dije lo enferma que estaba. Respondió que no estaría mucho fuera, pero todavía no ha regre­sado y ya es casi la una. Es lo que te decía, no he visto un alma en toda esta larguísima mañana.

-¿No has estado con tus niños?

-Sí, mientras he podido soportar su bullicio; pero son tan traviesos que me hacen más mal que bien. Carlitos no obedece en nada y Walter crece igual de malo.

-Bueno; ahora te pondrás mejor -replicó Ana jovialmente-. Ya sabes que siempre te curo en cuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de la Casa Grande?
 
 

-No puedo decirte nada de ellos. Hoy no he visto más que al señor Musgrove, que se ha dete­nido un momento y me ha hablado por la venta­na, pero sin bajar del caballo. Por mucho que les dije lo mal que estaba, ninguno de ellos se me acercó. Me figuro que habrá sido porque a las señoritas Musgrove no les venía de paso y nunca se salen de su camino.

-Tal vez los veas antes de que pase la maña­na. Es temprano todavía. -

-Ni falta que me hacen, puedes estar segura. Encuentro que charlan y ríen demasiado. ¡Ay, Ana, qué mal estoy! ¿Cómo no viniste el jueves?

-Querida María, acuérdate de que me man­daste decir que estabas bien. Me escribiste con la mayor alegría diciéndome que te hallabas perfec­tamente y que no me diera prisa en venir. Por ello quise quedarme hasta el final con Lady Russell; y además del cariño que le tengo, estuve tan ocupa­da, y he tenido tanto que hacer que de ninguna manera hubiese podido salir antes de Kellynch.

-Pero, ¿qué es lo que tuviste que hacer?

-Muchísimas cosas, te lo aseguro. Más de las que puedo recordar en este momento, pero voy a decirte algunas. Hice un duplicado del catálogo de libros y cuadros de mi padre. Estuve varias veces en el jardín con Mackenzie, tratando de entender y dándole a entender a él cuáles eran las plantas de Isabel que debían apartarse para Lady Russell. Tuve que arreglar muchas pequeñas cosas mías: libros y música que separar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debido- a que no supe a tiempo lo que se había decidido acerca de los acarreos. Y tuve que hacer una cosa, María, más fatigosa aún: ir a casi todas las casas de la parro­quia en visita de despedida, pues así me lo encar­garon. Todas estas cosas llevan mucho tiempo.

-¡Sin duda!

Y después de una pausa:

-Pero no me has preguntado nada de nuestra cena de ayer en casa de los Poole.

-¿Conque fuiste? No te pregunté nada porque me figuré que habías tenido que renunciar a la invitación.

-Claro que fui. Ayer me encontraba muy bien; no he sentido nada hasta esta mañana. Habría parecido muy raro si no hubiese ido.

-Me alegro de que estuvieses lo bastante bien y supongo que pasaste un rato muy agra­dable.

-Nada del otro mundo. Siempre se sabe de antemano lo que va a ser una cena y a quiénes vas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no tener coche propio! Los señores Musgrove me llevaron en el suyo y anduvimos como sardinas en lata ¡Son tan corpulentos y ocupan tanto espacio! El señor Musgrove siempre se sienta delante. Yo iba aplastada en el asiento trasero entre Enriqueta y Luisa. No me extrañaría que toda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.

Con un poco más de perseverante paciencia y de forzada jovialidad consiguió Ana que María se restableciese prontamente. Al poco rato ya pudo incorporarse en el sofá y empezó a acariciar la esperanza de poder dejarlo para la hora de la comida. Luego olvidó su postración y se fue al otro extremo del salón para arreglar un ramo de flores. Se comió unos fiambres y se sintió tan aliviada que propuso ir a dar un paseo.

-¿Adónde iremos? -preguntó en cuanto estu­vieron listas-. Me imagino que no querrás ir a visitar a los de la Casa Grande antes de que ellos hayan venido a verte.

-No tengo ningún inconveniente -replicó Ana-. Nunca se me ocurriría reparar en esas formalida­des con gente como los señores y las señoritas Musgrove, a los que tanto conozco.

-Sí, pero son ellos los que deben visitarte a ti primero. Deben saber cómo han de tratarte por ser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muy bien y sentarnos con ellos un ratito, y cuando ya estemos satisfechas de la visita, nos distraemos con el paseíto de vuelta.

Ana siempre había considerado esa clase de trato como una gran imprudencia, pero desistido de oponerse porque creía que a pesar de que las dos familias se inferían mutuamente continuas ofen­sas, no podían estar la una sin la otra. Se dirigie­ron por tanto a la Casa Grande y estuvieron una buena media hora en el cuadrado gabinete deco­rado a la antigua usanza, con su pequeña alfom­bra y su lustroso suelo, al que las actuales hijas de la casa fueron dando gradualmente su aire pecu­liar de confusión, con un gran piano, un arpa, floreros y mesitas a diestra y siniestra. ¡Ah, si los originales de los retratos colgados contra el arri­madero, si los caballeros vestidos de pardo tercio­pelo y las damas envueltas en rasos azules hubie­sen visto lo que pasaba y hubiesen tenido conciencia de aquel atentado contra el orden y la pulcritud! Aquellos mismos retratos parecían estar contemplando boquiabiertos todo a su alrededor.

Los Musgrove, al igual que su casa, estaban en un estado de mudanza que tal vez era para bien. El padre y la madre se ajustaban a la vieja tradición inglesa, y la gente joven, a la nueva. El señor y la señora Musgrove eran de muy buena pasta, amistosos y hospitalarios, no muy educa­dos y nada elegantes. Las ideas y modales de sus hijos eran más modernos. Era una familia nume­rosa, pero los dos únicos hijos crecidos, excepto

Carlos, eran Enriqueta y Luisa, jóvenes de dieci­nueve y veinte años, que tenían de una escuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje de talen­tos, y que ahora se dedicaban, como miles de otras señoritas, a vivir a la moda, felices y con­tentas. Sus trajes tenían todas las gracias, sus caras eran más bien bonitas, su humor excelente y sus modales, desenvueltos y agradables; eran muy consideradas en su casa y mimadas fuera de ella. Ana siempre las había mirado como a unas de las más dichosas criaturas que había conoci­do; no obstante, por esa grata sensación de su­perioridad que solemos experimentar y que nos salva de desear cualquier posible cambio, no ha­bría trocado su más fina y cultivada inteligencia por todos los placeres de Luisa y Enriqueta; lo único que les envidiaba era aquella apariencia de buena armonía y de mutuo acuerdo y aquel afecto alegre y recíproco que ella había conocido tan poco con sus dos hermanas.

Las recibieron con gran cordialidad. Nada pa­recía mal en el seno de la familia de la Casa Grande; toda ella -como Ana sabía muy bien- era completamente irreprochable. La media hora trans­currió agradablemente, y Ana no se sorprendió en absoluto cuando al marcharse María invitó a las dos señoritas Musgrove a que las acompañaran en su paseo.

 
Continuará...