La Dama y el Poeta
Ahí aparecía la luna, como una gran bola blanca al
fondo del horizonte, iluminando el camposanto y llenándolo de una espectacular
luz que proyectaba las sombras de los cipreses, cruces, gárgolas y esculturas
que formaban parte del paisaje. Los nombres de los muertos tintineaban al
ocaso.
Ahí solo quedaba él. Ajeno a cualquier mirada.
Sus pasos eran firmes pero no rozaban el suelo.
Eran como un par de hojas que el otoño rendía a sus pies dejando que el viento las
meciera.
Surgía de entre las sombras atravesando las
calles del cementerio como un fantasma. Impertérrito al tiempo, fijo en sus
intenciones, hasta que llegaba al banco de piedra donde tomaba asiento y se sosegaba.
Inmóvil. Maravillado. Un Pigmalión ante su obra. Asentaba su mirada en la escultura del
lago. Esta se alzaba exuberante y envuelta en un halo de dulzura pero agreste al mismo tiempo.
De pie, con una mirada que se clavaba como una daga de doble filo, se erigía diosa, virgen a adorar, únicamente vestida por una túnica gentilmente enredada al cuerpo.
Los rayos de Selene se encauzaban entre las ramas de
los árboles, dibujando sombras perfectas sobre el cuerpo marmoleado,
acariciándolo y envolviéndolo en una magia única que no solo le había embriagado a él.
Su corazón palpitaba con tanta energía que jamás se había sentido
más vivo. Nunca antes habían tremolado sus entrañas como le vibraban ahora, ni su pálida piel, rasgada y abierta como parecía notarla.
Respiró profundamente. Sabía que era el momento. Se
puso en pie. Se arregló la levita, acomodó la alta chistera, tomó con
determinación su bastón, y se dirigió decidido hacia el pequeño lago, altar de la escultura.
Desde la orilla volvió a observarla. La recorrió con mirada vidriosa, de pies a cabeza, con el
deseo enjuagándole en un sudor frío.
Caminó sobre la pasarela flotante hasta situarse a su altura.
Extendió la mano, nívea como el mármol
del cuerpo de mujer. La deslizó suave desde la cintura hasta la cadera, hasta el remate que vencía la falsa tela. Percibió una especie de fuego en sus yemas. Se estremeció por completo, atrapado en esa extraña sensación.
- Sauala… -la llamó desde sus adentros-. Amada mía- musitó.
Su ser simuló eviscerarse y, al instante, zozobrar
en una cadencia que le hizo postrarse de rodillas.
Solo en ese momento, la luna parecía iluminarse más, como si se hubiera producido un milagro que la convirtiera en mujer.
Sintió que la piel le ardía y, de
pronto, volvió esa gélida caricia que le hizo tiritar. Inspiró. Dejó salir el aire tan lentamente y con tanta intensidad que se convirtió en un suspiro de amor.
Los primeros rayos de sol se levantaban anaranjados
desde la colina, arañando los eriales y recorriéndolos hasta romper contra… No… ya no chocaban contra la figura
de piedra del Poeta de los versos diamantinos.
Una joven depositaba unas pequeñas ramas verdes a los pies de
la peana vacía, sin más trascendencia. Miró hacia el lago, casi por el rabillo del ojo. Desde ahí la vista era
directa sobre el centro. Le pareció indiferente que la Dama no estuviera
en su sitio.
Acomodó las ramas, apoyándolas en la piedra donde vagamente podía leerse la palabra "Poeta". Sonrió ante la avispada conversación de las dos señoras que se
acercaban hasta ella.
- ¡No puedo creerlo! ¿Qué clase de osado se atreviera a robar dos
estatuas?
- Qué canallas, ¿verdad, señorita? –le preguntó una
de ellas. La joven se encogió de hombros y, simplemente, mostró la mueca de una sonrisa complaciente. Unos pasos más allá, tras las mujeres, reconoció la figura masculina.
- Señoras… -saludó el hombre haciendo ademán de
quitarse el sombrero-. ¿Nos vamos, querida?
- Sí. Ya he terminado -respondió arreglándose la falda tras ponerse en pie.
- ¡Se parece al poeta! –susurró una de las mujeres
a la otra, viendo como la pareja, tomada del brazo, se alejaba por el paseo.
Hay quien dice que en algunas noches de luna llena el lago se seca, y sobre la tierra cuarteada puede verse a la Dama
del Lago junto al Poeta.
Tema 11/52: Inventa un relato donde des vida a dos objetos.