Mis pasos se hundían en la nieve virgen caída durante la noche. Mi aliento se confundía con la niebla y mis pensamientos se disipaban entre ella como ajenos a la realidad.
Día a día hacia el mismo camino… como por inercia, sin necesidad.
La mirada perdida y mis manos en los bolsillos. En una de ellas sujetaba mi camafeo como si fuera el mayor de los tesoros o la llave que abriera todas las puertas.
Sentado en el banco de piedra, enfundado en su capa negra, bajo su sombrero de copa alta y sujetando su bastón, aquel hombre, impertérrito, como si no padeciera el frío, como si fuera indiferente a todo…, como si me esperara… cada día…, fijaba su mirada en mí mientras un cuervo de alas plateadas respetaba su silencio como un perro guardián a sus pies.
Me impresionaba su mirada. Pareciera estudiarme de arriba abajo mas también por dentro. Y su inquietante sonrisa, una media sonrisa, me cortaba la respiración pero, al tiempo, no podía evitar dejar de observarle cuando cruzaba ante él. Entonces, respiraba profundamente y su aliento, como el mío, se convertía en humo… Creo que llegaban a mezclarse…, y yo sentía en mí una excitación que no podía explicar. Solamente, dejar que pasara.
Aquel día decidí que iba a ser diferente. Creo que él también lo sabía. Me detuve. Me giré y le desafié al mirarle. Bajé ligeramente la cabeza, luego la levanté y entorné la mirada para clavarla en la suya. Permaneció inmóvil y expectante hasta que avancé un paso y se puso en pie para empezar a caminar en la misma dirección que yo, alejándose, al tiempo que el cuervo emprendía el vuelo acompasado con su graznido. Me sobresaltó al sobrevolar sobre mí.
Regresé la mirada al banco… No quedaba rastro del hombre pero sí un papel sobre la piedra.
Antes de romper el lacre que lo sellaba, leí aquellas palabras:
Sonreid siempre mi bella Dama.
En el interior, un manuscrito cuyo significado no comprendí:
Grita mi alma
o acalla el silente
en tierra sacra bendecida por otras almas
alabadas en Pecado,
sin más penitencia que el infinito,
sacralizadas en lo fáctico
aun cuando no hay ojos para mirar
ni
corazón para sentir...
ni sonido para el silencio...
Mis pasos.
Mis alas.
Vos.
Me apresuré a seguir las huellas que aquel hombre de inquietante sonrisa y profunda mirada había dejado, pero apenas unos metros más allá desaparecían sin más. Respiré hondo. Alcé la vista y ahí, entre la bruma que se disipaba, dos cuervos de alas argentadas danzaban mientras se alejaban...
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