Y me dormí, haciéndome la misma pregunta: ¿Por qué las
olas, esas que van y vienen, parecen todas iguales y, sin embargo, ninguna es igual?
Y caminé por la arena, dejando hundir mis
pies en ella, dejando mis pisadas a la espalda, marcando un sendero que no sé
si volveré a andar,
hasta llegar al final, al pie de aquel acantilado. Una pequeña senda, todavía no
inundada, se abría pegada al agua…
Valiente
yo, sin más miedo que el de no saber volver, me adentré por ella… Y así, al
caer la noche, llegué a aquella cala amparada en los brazos de un impresionante
despeñadero de roca en el que se reflejaba la luna, la que desplegaba su faldón
sobre la mansa agua salada.
Una
hoguera encendida… ¿Abandonada?
Me
acerqué y me calenté. Me hipnotizaron los chisporroteos del fuego. Las llamas
parecían danzar, siempre ascendentes…
Algo
tiene el fuego que me encandila, algo que me hace perder la noción de todo. Los
ojos dejan de ver, el cuerpo se aletarga, la mente divaga… y el alma empieza a
danzar en torno a él, encima de él… como vestal sagrada y conjurada…
Un
viento empezó a danzar sobre el mar, a levantar la arena que comenzó a golpear
mi piel, a desdibujar las llamas del fuego… Y me alma se revolvió en ellas, sin
perderlas, siendo una de ellas…, o siendo todas, mientras mi cuerpo era
sacrificio del viento y de la arena, de gotas saladas empujadas por ambos.
Sonidos
ancestrales repicaban en mi mente, magnetizadores, sacramentales, mientras se
iba dibujando una figura al otro lado del fuego: Cabeza, hombros, pecho,
caderas, piernas… Cuerpo descubierto.
Cuerpo
desnudo.
Cuerpo
de hombre.
Cuerpo
que permaneció inmóvil mientras se proyectaba aquella otra imagen vaporosa que se introducía en el fuego.
Dos almas unidas, en una danza candente, fuego
con fuego, contrafuegos…
Y
el cuerpo se acercó. Lo observé de arriba abajo…, de abajo arriba, en silencio.
Vi
ojos, inmensos como la oscuridad del mar.
Vi
nariz, aguileña como los cortantes que morían en el mar.
Vi
unos labios, sellados, que, poco a poco, se fueron separando en la curva de la
sonrisa más bonita que he visto, como una luna en cuarto creciente…
Y
me dijo:
_Sé dibujar los susurros… Y sé pronunciarlos… Y
sé la respuesta a tu pregunta: ¿Por qué las olas, esas que van y vienen, parecen todas iguales y, sin embargo, ninguna es igual?
Me
tendió la mano. La tomé y me puse en pie. Lo hice sin dudar, sin titubeo alguno.
Mi
cuerpo floreció desnudo entre sus brazos. Me hizo mirar al fuego, donde aquellas dos almas seguían danzando, abrazadas.
- ¡Míralas!
Somos nosotros... Es tu alma... Eres tú... Soy yo... Es mi alma…
Su voz era como la calma. Sonaba clara y ligera, masculina... Hablaba como si me estuviera leyendo un poema.
Y en ese efecto hipnotizador de sus palabras, me besó.
Una
vez… Un simple roce de sus labios posados sobre los míos. Tan breve que apenas
pude apreciarlo.
Una
segunda vez… Un roce más profundo, más largo, donde su lengua tocó mi carne.
Una
tercera ocasión… Un roce de labios entre abiertos, en los que los míos parecían
dejar de serlos para ser suyos y viceversa.
Una
cuarta… Un roce de labios contra labios en el que éstos dejaron de pertenecernos para que
fueran protagonistas nuestras lenguas.
- ¿Puedes
decirme cuántos besos te he dado?
- Cuatro -le respondí. Negó con la cabeza.
- Te
he dado un beso… Solo uno… como las olas del mar.
- ¿Quién
eres?
- ¿Quién
eres tú?
- Yo... -sin llegar a pronunciar mi nombre.
- No -me respondió con rotundidad pero con ternura-, tú eres Yo. Y yo… Yo soy tú.
Y
dicho esto, colocó su mano en alto, a mi derecha, como a la altura de mis ojos, con la palma hacia
mí, ofreciéndomela. Iba a poner mi mano pegada a la de él y, justo en ese
momento, mi mano fue azul… como el color de mi alma. La suya, fuego… como su alma.
- Ahora nuestras almas confirman que se han vuelto a encontrar.
Y al juntarse, el fuego de la
hoguera desapareció. Sentí una sacudida muy fuerte, un dolor tan intenso que me
hizo caer de rodillas y abrazarme a mí misma. Fueron tan largos aquellos
segundos que cuando levanté la vista, casi amanecía y el agua cubría mis
rodillas.
Al
mirar al frente, mis ojos estaban, obviamente, todavía perturbados por el dolor y la confusión, vislumbré
aquella figura emergiendo de las aguas, perfilada en las luces de
un amanecer…
Y,
entonces, comprendí por qué las olas del mar no son iguales.... Porque los besos tampoco son todos iguales.