«Toc, toc».
¿Qué es eso? ¿El vecino de arriba sigue son sus obras?, eso parece. Aunque sea domingo de mañana. . «Toc, toc». El repiqueteo de algo contra la pared retruena en su salón como si estuviera en él mismo. Más en concreto como si estuviera dentro de su cabeza. Como un dolor de cabeza hecho metáfora.
—Solo una pequeña reforma —le dijo hace unos meses. Pero de pequeña nada.
«Toc, toc».
Se incorpora del sofá. Lleva aún la ropa del día anterior que, casualmente, también es la de hace dos días, o tres, no recuerda muy bien cuándo se puso esa muda. Aunque eso no importa, o por lo menos, en este momento no. Ahora en su cabeza solo atruena esa maza reventando los tabiques. ¡Que es domingo!, piensa, ¡es que ya no se respeta ni el descanso obligatorio! Quizá debería subir y decirle algo, aunque no lo tiene claro:
—¿Sí? —preguntaría el vecino, si llegara a abrirle la puerta.
—Hola —contestaría él, un poco nervioso, sin siquiera pasar del dintel de la puerta, pero tratando de atisbar el progreso de la reforma—, soy el de abajo, esto…, a ver…, me preguntaba si podían descansar hoy.
El otro reiría.
—No tengo otro momento, entre semana trabajo.
—Pero es que yo pensaba que siendo domingo…
—Ya se lo he dicho, no tengo otra…
Luego seguiría un tenso silencio hasta que uno de los dos dijera una banalidad y diera por terminada la conversación.
Niega repetidas veces y sale del habitáculo con el ruido de fondo. «Toc, toc». Puede que en otro lugar los golpes lleguen con cierto mitigo, o eso o su cabeza va a reventar. «Toc, toc». En el pasillo todo sigue igual, y sospecha que en cualquier lugar de la casa también. Sí. Quizá sea mejor subir. Dejarse de lindezas, arrear para arriba y plantar bien las bases.
Se calza unos zapatos roñosos y se encarama hacia la puerta de salida. Hoy va a ser distinto. Hoy va a descansar sí o sí. Los pinchazos que siente en su cabeza ya son casi tan altos como los que produce la obra. Sin embargo, justo a pocos metros de la entrada, algo lo detiene: el timbre.
«Ding, ding».
Y lo más extraño es que el timbrazo ha venido con la detención repentina de los golpes del piso superior. Desorientado, se queda totalmente quieto. Quieto y pensativo. Demasiado casual; cuando decide ir a conversar con el vecino, todo se detiene, su avance y los golpes, y todo converge junto con unos timbrazos que se van prorrogando cada pocos segundos.
«Ding, ding».
Vienen con cierta insistencia y nuevos impulsos que repiquetean hasta llegar a sus sienes. Otro dolor de cabeza, en este caso más agudo e intenso. Sin embargo, no abre. Ni siquiera mueve un músculo. No lo recordaba. Es la sempiterna cita que irrumpe cada domingo por la mañana: el comercial de enciclopedias.
«Ring, ring».
Se queda quieto. Ni siquiera mueve un músculo mientras los timbrazos siguen sucediéndose. Sabe que el comercial muy inteligente,; solo aguarda a que haga un paso en falso para que combine el timbre con gritos. De hecho, no sabe por qué no ha empezado a gritar:
—¡Oiga! —suele decir—, señor, sé que está dentro, he oído sus pasos. Solo vengo a ofrecerle la necesaria virtud del saber impresa en una edición novedosa de enciclopedias moderna.
Él suele resoplar, pero no accede, no en primera instancia.
—¿Señor? —el comercial vuelve a la carga—. ¡Oiga! No me voy a ir hasta que abra.
Al final abre, no le queda otra.
—¡Por fin! —brama el comercial.
—Mire yo no... —Él siempre trata de defenderse.
Pero el comercial nunca le deja ni hablar.
—Primero escuche, porque lo que le traigo no es el acumula-polvo que suele languidecer en los salones viejos, esto es el nova más…
La conversación se alarga hasta que el comercial termina con el paquete de servicios incluidos, como el de renovación de material en función de nuevos aportes. Él permanece quieto tratando de no desfallecer, todo suele ser surrealista...
«Ding, ding».
Nuevo timbrazo. Él continúa sin abrir. Ni moverse. Aunque ese tampoco es un procedimiento a seguir. Lo sabe. Ha de escabullirse. Pero poco a poco. Sin hacer ruido. Casi siseando los pies. Se gira y, cual cervatillo asustado, vira hacia la cocina. Mientras los timbres siguen. «Ding, ding». Y siguen. Nunca van a parar. «Ding, ding». Casi forman parte de un dolor de cabeza que comienza a ser real.
Afortunadamente, llega a la cocina sin hacer su huida audible. Cierra la puerta y con ello, casi consigue mitigar el timbre. Aunque en su cabeza se ha instaurado una especie de pulso sincronizado con la memoria del pulso del mismo. Como una arteria dando la lata con sonido incluido. «Chac, chac». «Chac, chac». Un sonidillo demasiado audible para ser algo normal. Incluso suena con dirección impresa. «Chac, chac». Mira hacia un lado, hacia dónde parece que viene. La ventana de la cocina, la que da a un pequeño polideportivo. «Chac, chac». No es una arteria, es un ruido que entra desde afuera. Una pista de pádel. ¡Tan temprano y ya jugando! No se lo cree. Ni tampoco que vuelva a toparse con otro impedimento por mucho que trate de huir. Uno es casual, dos coincidencia, pero al tercero ya hay una causalidad impresa. Aunque que sea justo pádel tiene su gracia. A él le gustaba mucho ese deporte. Lo hacía semanalmente, hasta que sus colegas se hartaron de él:
—Tío, si vas a seguir así yo paso de jugar más —dijo uno. Fue la última vez que jugó.
—Y yo —contestó otro.
—Pues ya somos tres —complementó el que faltaba.
—Chicos —titubeé—, ya sabéis que esto es solo una mala racha.
—Ni malas rachas ni poyas, ya estamos hasta los huevos.
—Eso, ¡hasta los mismísimos huevos!
—Exacto.
No hace mucho de aquel fatídico día, de hecho aún tiene la bolsa de deporte tirada en el pasillo. Ni siquiera se ha dignado a recogerla.
«Chac, chac».
Nuevos bolazos que vienen desde afuera. Suspira. El reloj de pared le dice que son todavía las siete de la mañana. Las siente de la mañana de un domingo. Así no puedes continuar, se dice, como si hablara consigo mismo, corre, sal de aquí, haz algo. Y eso hace. Sale al pasillo. Allí se encuentra la bolsa de pádel tirada. Sería bueno recogerla, se dice de nuevo, por lo menos algo zanjarías. Suspira y la agarra.
Pesa mucho; aún tiene la ropa de cambio adentro, con la toalla y diversas cosas de aseo. Quizás deberías ducharte también, piensa, pero eso luego, primero guarda la bolsa. Reemprende la marcha y abre una puerta, la del despacho. Nada más hacerlo, una nube de polvo se adueña de sus ideas. Aunque no es polvo, más bien restos de la sempiterna obra que se propuso hacer en ese cuarto, una pequeña reforma que lleva meses atormentándole. No, piensa, eso sí que no, es domingo, y muy temprano, lo que necesitas es dormir. Venga, deja la bolsa, cierra la puerta y ve hacia tu habitación.
Se da la vuelta. Mientras lo hace, nuevos chispazos se le forman en la cabeza. Ahora el dolor de cabeza sí que es real, no el reflejo de un ruido molesto que le persigue. Acelera el paso y se adentra en su cuarto con la intención de tirarse en la cama, es lo mejor, sin embargo, no puede; primero tiene que desalojarla de los volúmenes que la recubren. Allí tiró esa puñetera enciclopedia que no puede vender. ¡Maldito trabajo de mierda!, se dice, no sé en qué estaría pensando cuando accedí, cuando me dejé lo ahorros para montarme esta mierda de negocio.
Ni siquiera lo intenta. Se da la vuelta y vuelve al salón. Eso será mejor. El sofá se ha convertido en tu guarida, ahora tírate y cierra los ojos. Solo estás pasando una mala racha. Venga, ahora duérmete. Y no vengas con que no puedes. Cuenta ovejitas. Sí, a veces funciona. Solo necesitas dormir. Duerme. Luego veremos qué hacemos. Seguro que si lo conseguimos se nos pasa el dolor de cabeza y encaramos esta mierda con la mente clara. Inténtalo. Piensa que, al menos, por unos puñeteros míseros minutos, olvido lo tanto que odio mi vida.