Arrastrando las botas,
desatados los cordones,
calcetines sin colores,
pantalones, cortos,
de pana y llenos de remiendos,
ellas con faldas de paño, todos con camisetas de algodón,
camisas de franela,
jersey de lana hechos por la abuela,
alguna bufanda y nuestro gorro.
Cualquier día,
de un noviembre frío,
entre las hojas,
marrones, sienas y ocres,
acumuladas en la orilla del camino,
estrellas muertas, que fueron verdes,
piel perdida por los castaños, ya desnudos,
que bordeaban la vereda hacia la escuela.
Ese es mi recuerdo, repetido y mágico, de cuando apenas tenía ocho años, el recuerdo de un niño.
El camino, enorme entonces y de apenas un par de cientos de metros, que nos llevaba de nuestras casas a la escuela, y que recorríamos a diario, mi hermano, mis primas, mis primos y yo.
Formábamos un grupo, una procesión de niños de entre seis y ocho años, que arrastraban los pies y sus libros, haciendo un inolvidable ruido entre la hojarasca, húmeda y mullida, alfombra siempre llena de pequeñas vidas, hacia nuestro común destino, la escuela.
Mi primera escuela, de piedra y pizarra, recién hecha entonces, hoy desaparecida, nos esperaba con las chimeneas encendidas, una enorme estufa de serrín en el centro de cada una de las dos clases, una con las niñas, otra con los niños.
Estudiábamos separados, solo nos juntábamos al entrar, al salir y en el recreo, hasta que cumplíamos nueve años y, los que se lo podían permitir, marchaban a la ciudad de las grandes campanas a estudiar su bachillerato, internos en algún colegio de curas o de monjas, para volver al pueblo algún fin de semana, pocos, en un autobús grande y lento.
Solo había un maestro y la maestra, un matrimonio de edad madura, encantadores, siempre mal pagados, pobres pero honrados, eran las personas que mas respetaba en mi pueblo y a las que les guardé siempre un reconocimiento profundo, el maestro fue casi como un padre, mejor aún fue mi maestro, el que me enseño a amar a los libros, a descubrir el mundo desde una enciclopedia, a verlo dibujado en aquellos mapas de colores, que colgaban junto a la pizarra, a escribir con bella caligrafía, a tener disciplina y respeto.
La maestra, era una mujer menuda e inteligente, que ayudaba a escribir, con mucho esmero, las cartas a casi todo el pueblo.
Recuerdo los pupitres de madera, de un banco con dos asientos, tapa que se levanta, portalápices y tintero de cristal, que rellenaba el maestro con tinta recién hecha, de un color azul intenso y espeso.
En los recreos salíamos al patio, escaso y pobre, de suelo de cemento y esquinas de barro. Si llovía, como era la costumbre, nos cobijábamos debajo de los porches, a jugar a los juegos de entonces, con piedrecitas, trozos de cuero, tiza pintada en el pavimento, aquellos cuadros en forma de cruz, saltar a la pata coja, risas, caídas, arañazos en las desnudas rodillas, manos sucias de barro, uñas negras, mofletes colorados, pelos alborotados, con piojos casi siempre, ya no recuerdo como se llamaba el juego...
Algunos días, casi todos, nos daban un gran vaso de leche, sin azúcar, agua caliente y leche en polvo, regalada, decían, por los americanos del norte, recuerdo los grandes recipientes de cartón con unas palabras escritas en un idioma desconocido entonces. Nunca me gustó, pero me la bebía, había muchos, demasiados niños que solo eso tenían , solo ese vaso tomaban, caliente, muchas de sus mañanas.
España era pobre entonces y más pobre un pequeño pueblo perdido en las montañas, solo unas cuantas familias con prados de alfalfa, vacas, algún caballo, mulas y ovejas en pocas cuadras, un poco de madera en cada casa, recogida en el monte, para la lumbre.
La conocí entonces.
Ella era una chica lista, buena estudiante, ojos y pelo negro, seria, poco risueña, delgada, alta, un encanto, un buen proyecto de mujer.
Solo nos veíamos en los recreos, luego nada, ella a su casa con sus padres, yo a la mía, algún domingo a la salida de misa, algún baile, de niños, en la fiesta mayor, a finales de Junio por San Marcial.
Un día me guardé una onza de chocolate que me dieron en casa para merendar, todo un lujo, con mas harina que cacao, lo comíamos, muy de tarde en tarde, con pan, ese pan de pueblo grande, generoso, del que ya no hay, que sabía a pan, que olía a trigo y a leña. Conseguí proteger mi tesoro de las ansiosas bocas de mis primos y por la mañana, cuando la vi en el recreo, se la di envuelta en papel de plata.
Toma, le dije, es para ti.
Me miró solo un momento, me sonrió y me dio un beso, mi primer beso, rápido, casi furtivo, precioso, se encendieron mis mejillas y mi corazón cambió.
Ese día me hice mayor, había conocido lo que era el amor, mi primer amor.
A las pocas semanas mi familia emigró muy lejos, al sur, junto a un mar desconocido y bello en busca de trabajo, de calor, de un futuro mejor y no volví a verla.
Pasaron los años, muchos años.
Después de vivir, estudiar, trabajar, recorrer mil caminos, navegar por casi todos los océanos de este universo de pobreza y desigualdad, he vuelto a mi pueblo de visita.
La semana pasada la volví a ver, vino al pueblo también de visita, de turista, con su marido, un buen hombre, que la quiere, y mejor padre, con sus hijas, hermosas e inteligentes como su madre, maravillosas estudiantes de perfecta educación.
Estuvimos hablando, me presentó a su familia que ya me conocía por lo que ella les había contado, siempre supo de mi a través de otros, conocía mi vida, siempre siguió mis pasos sin yo saberlo.
Con las bendiciones de su esposo y de sus hijas, nos fuimos a dar un paseo por el camino del río, y ella habló y habló, y me contó, en lo que para mí fue un momento, todo su vida desde que también se marchase del pueblo con su familia a buscar mejores pastos.
Ahora está enferma, con un doloroso tratamiento que acepta resignada, que supera con esa entereza, esa fuerza interior que siempre la acompaña, ha perdido peso, está muy delgada, se le ha caído el pelo y sus ojos son profundos y tristes.
Hablamos de nuestros recuerdos de infancia.
Siempre me acuerdo de ti, tú fuiste mi primer amigo, el que me dio aquella onza de chocolate, aquel fue el primer regalo de un niño y mi primer beso.
Siempre me acordé de ti, la dije, también fuiste mi primer amor, mi primer beso, la que cambió, para siempre, mi corazón.
Casi sin querer nos pusimos a llorar los dos, como dos niños, como dos amigos que se quieren, nos fundimos en un abrazo, largo, sentido, único, irrepetible.
Después de secarle las últimas lágrimas, nos volvimos en silencio, uno junto al otro. De vez en cuando nos dábamos la mano un momento, solo un instante, ella debió sentir mi calor y yo la falta de él que en su cuerpo había, estaba muy enferma y lo sabía.
Nos dijimos adiós junto a toda su familia, no quise casi mirar, se me rompía el alma.
Hoy la he vuelto a recordar.
Cuando paseábamos por la vereda del río, me contó su último deseo, reposar junto a sus padres, en el pequeño cementerio del pueblo, junto a unos chopos que plantamos cuando éramos dos críos.
Hoy han traído sus cenizas.
Tengo el alma rota.
Llueve, la tierra tiene hoy mil tonos ocres.
El cielo se llena de nubes grises, muy tristes.
Voy arrastrando las botas, entre las hojas muertas, en la orilla del camino que nos llevaba a la escuela.