Siguiendo la propuesta de Molí del canyer, sobre los cambios, mi aportación es la que sigue:
Eso de emanciparse le había parecido una quimera. Por mil razones. Una de ella era que veía el mundo muy grande. Demasiadas opciones, tanto de estudios, paisajes, trabajos o relaciones, pensaba. Ser hija del notario del pueblo hacía que muchas miradas se dirigieran a ella, y lo toleraba mal. Las expectativas de sus padres eran muy claras, esperaban que estudiara derecho, si bien a ella no le atraía en absoluto eso de las leyes humanas. Educada en el catolicismo y permaneciendo en el colegio de monjas desde el parvulario, entendía más de las leyes divinas que de las tentaciones mundanas.
Aprobó la selectividad justita,
pero suficiente para cursar Derecho, y sin saber qué más hacer, empezó ir a
clase, cambiando el hogar por una residencia de estudiantes de Madrid. La capilla
del centro era para ella sola y era allí donde cada tarde rezaba un Rosario. Le
tranquilizaba y dejaba preparada para estudiar luego. No hacía apenas vida
social, ni frecuentaba el comedor, prefiriendo llevarse la bandeja a su
dormitorio.
Uno de los domingos en su pueblo,
(cada fin de semana iba con sus padres), pidió hablar con don Elías, el
sacerdote. No tenía problemas de fe, ni
de sexualidad u otros problemas de adolescencia, quería calibrar la opción de
servir a Dios.
Así las cosas, ese verano, en su
casa, planteó su deseo de seguir su vocación, para disgusto de sus padres. Claro, no sabía que destino le
depararía a quien le quitaría esos anhelos tan espirituales. Sí, Joaquín llegó
por vacaciones estivales, como ella. Era sobrino de una amiga de su madre, y
era la primera vez que iba al pueblo con la tía.
Fue un relámpago en sus ojos.
Notó cómo un calor súbito le trepaba por la cara. Él estaba tomando una cerveza
en uno de los bares de la plaza. Cuando fue presentada, se aturulló con el
simple “encantada” y el joven entendió que esa cara aniñada escondía un arsenal
incontable de amor bajo la falda.
Una vocación divina cambió a otra
vocación mundana, de encuentros en la chopera, con esos besos de tornillo que
les dejaba temblando, y esos despertares cuajados de ansiedad. Fue el verano de
su vida, quien descubría el poder de las
caricias, de los revolcones, de los levitares sin dejar el suelo.
Con el final de los estudios se
fueron a vivir juntos a Madrid, donde un apartamento pequeño y frío cobijó el
inicio de una historia de amor, que no llegó a durar mucho, pero que abrió la
veda del corazón de Cayetana, ya nunca más proyecto de religiosa.