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No se nota pero está separada del suelo, además |
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La mala racha se
inició con su pie derecho, dando un traspié contra una tapa rota y sobre-elevada que había entre el estacionamiento y las instalaciones. Creí que se había torcido el tobillo, pero
todo quedó en rescatar su zapatilla deportiva y en que se cogiera de mi brazo con fuerza, cojeando, pero alegre.
En
el vestidor todo correcto. Muy cara la entrada para tres horas, me dije, pero un día es un
día. Así que ataviados con albornoces blancos, el mío estrecho, casquete
para el pelo, y zapatillas de papel-tela, y cogidos de la mano, con una Julia temblando
pero con la cojera disminuida, subimos unas escaleras
y atravesamos el pasillo de cristales a ambos lados. Llegamos al torno de entrada. Se atascó con
ella adentro. Busqué al socorrista, pero no había pulsador que él pudiera
accionar. Se solucionó rápidamente con otro código de barras que bajé a pedir a
recepción.
Las
piscinas estaban estupendas, y todo iba bien entre jacuzzis de variados
estilos, con ese bañador que le estilizaba las piernas, y esos besos que me iba
dando agradecida por la sesión de relax. Todo iba como la seda hasta que tuvo sed. Como
no podía ser de otra forma fui a por un vaso de agua. Pero no había. El bidón
estaba vació, y sin vasitos.
- - No te preocupe, dijo, luego nos
hacemos un café o una cola, y me volvió a besar.
A
las dos horas estábamos con los dedos como garbanzos, saciados de relax y con
apetito de leones, así que decidimos ir al baño turco, para acabar luego con una buena
ducha fría que nos limpiara el cloro y cerrase los poros.
En
el baño turco había, en la entrada, unos azulejos sueltos que me hicieron temer lo peor. Pero tuvimos suerte
y no nos cortamos ninguno de los dos. Apreté el
pulsador de agua con eucalipto, pero no salió nada, así que nos fuimos a
las duchas. Pero no funcionaban.
Soy
de buen conformar, pero ya harto le dije al socorrista, que qué culpa tenía él,
pero ¿a alguien iba a quejarme?, que no era manera de tener las cosas. Me dio
la razón, por supuesto. Animándonos a comentarlo en recepción.
Al
llegar a ese mostrador, antes de cambiarnos, le dije a la señorita, quien ya me
tenía muy visto por ese día, que era un fallo enorme no poder beber agua, ni poderse
duchar en la zona de piscinas, ni al entrar, porque vaya a saber uno qué arena
o suciedades lleva la gente, ni al salir, y Paula, según el nombre grabado en su uniforme, mirando a Julia, un pollito tembloroso
en un albornoz enorme que cojeaba a esas alturas, nos hizo esperar un instante.
Llegó
la encargada de masajes, sí, hay una zona para masajes y otros tratamientos más
relajantes y caros, y ésta nos acompañó a la zona VIP con su garrafa llena de agua y
vasitos, y hasta tumbonas ante una piscina pequeña de aguas medicinales.
Nos
ofreció ducharnos en unas duchas de aguas termales de esa zona exclusiva y ahí me olvidé del leve
enojo por el gasto excesivo ante una Julia desnuda, que me tendía las manos
bajo la cascada de temperatura perfecta, y la abracé sin poder evitar una
erección no planificada.
Estábamos
solos. Sus pechos lucían esos pezones de fresa con la plenitud de su boca en un
beso de tornillo, y no pudimos, ni quisimos dejar pasar la oportunidad de
amarnos contra el alicatado, impecable y con aroma a eucalipto que nos desbordó
el deseo.
Silenciosos
bajo el rumor del agua, advertimos tarde unos pasos de zuecos, y casi sin tiempo
de ponernos los albornoces, una señora con moño y uniforme azul cielo hacía su
entrada en la zona. Saludamos y fuimos al vestidor a cambiarnos, cómplices de
miradas y risas en voz baja.
Para
todas las taquillas, unas cincuenta, hay dos secadores de pelo. No sé qué
pasaría, porque luego no pudo explicar qué había hecho. Oí un grito. Julia, con
su melena empapada, sujetaba un secador cuya base dejaba ver unos cables
pelados.
- Nada, un pequeño susto. Otro
día- me dijo riendo, mientras se soplaba en un dedo y cojeando levemente- me
llevas a la playa.
La había recogido en la estación, donde su tren había llegado puntualmente, por una vez, y mi ilusión era llevarla a esos baños termales porque andaba muy estresada con su trabajo de traductora, y siendo tan friolera, supe que pasaríamos una mañana inolvidable. Como así fue.
Su tren salió de la estación con cuarenta minutos de retraso, cosa habitual, pero la relación había avanzado por caminos de aguas inexploradas que ahora sabíamos surcar, en complicidad.