La tecnología y yo no seremos
amigas nunca. Eso ya me consta desde hace mucho tiempo. Lo que no sabía, es que
por algún error informático, esta madrugada ha llegado un pequeño relato de
alguien, que sin duda sufre un dolor a ausencia, al que no podré contestar ni con una
mínima palabra de consuelo. Dejé el correo abierto, y andaba chateando con una
amiga lejana en los mapas, sobre la palabra joia. Comentaba con ella la maravilla
de que esa palabra catalana tenga dos significados, siendo alegría y joya dos
motivos para latir... latiendo.
Cómo se ha colado un internauta
no lo sé. Porque sin duda lo que ha llegado, a trompicones, era un relato.
Sobre el dolor de la vida, a través de
un gato.
Ha sido al cerrar la sesión con
mi amiga, dando por zanjada la bella similitud entre alegría y joya, cuando,
con fecha de entrada, y a golpe de verdaderas entradas de chat, se iba
escribiendo el relato que les paso.
Aquella primavera había sido especialmente
húmeda, más que lluviosa. La hiedra trepaba constante y vital, con su
imperceptible trepar sobre el canalado muro que dividía las dos cajas
solariegas, casi asomándose ya al canto
superior del muro, las hojas primeras , distanciadas levemente, dejaban un discontinuo
sol y sombra donde salamandras aturdidas se movían los breves espacios de actividad.
El pequeño gato que trajo Gustavo
a casa, a finales de octubre, encontrado en la calle, según él, pero
sospechosamente pulcro, miraba durante horas, con curiosidad e innato deseo
cazador, aquellos ínfimos reptiles. Así,
casi todas las mañanas de los últimos días que le recuerdo. Hasta tomarlo como una costumbre,
más que habitual, diaria.
Un día de aquellas fechas, volvió
en un permiso penitenciario el hijo de la vida colindante. Tenía un semblante
torvo, huaño y difícilmente definible en su expresión amenazante.
Oímos un chillido como si hubiera
estallado el aire. Seco, corto y envuelto en un silencio enmudecido. Al salir,
vimos el gato con una postura extraña, inmóvil y babeando un hilillo de sangre
roja, como las primeras rosas de la maceta de entrada al patio. Había junto al
gato, un ladrillo comido en los ángulos, por su uso, en
una tapia que soportaría un tejado que evitara las lluvias al grano. El
presidiario, había descargado su rabia contra aquella expresión de libertad
atemporal que veía en el gato.
Recuerdo su pelo corto aún, su
color, como el de esos barnices que suele darse a la madera de halla, con su
silencioso ir y volver a ningún sitio concreto. Y lo recuerdo vivo, ese es mi
dolor. Que el tiempo no calma, cuando veo la tapia donde un gato de Gustavo,
perseguía salamandras en su afán cazador de lo que se mueve.
Ahora, cómo decir al autor que la
vida no estaba en el gato que miraba salamandras, sino en los ojos del que
leía?.
Por si le ven, le dicen que me
llegó al alma el gato asesinado. Que la rabia del delincuente no bastó para
matar la gran ternura que generó su relato en mi alma recién levantada y de estreno
a día de hoy, viernes, seis de Junio. En Reus, España.
Por si le ven, mi caricia de voz
para sus frases, y mi aplauso para ese relato que se perdió dentro de su ordenador.