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Le llevaron al campo a los seis años. Tal vez no era por primera vez, pero es la que recuerda como tal.
Las nubes les habían ido siguiendo por la carretera, hasta que en un tramo de sol, tomaron un camino de tierra. Uno estrecho y con baches que salía hacia la derecha, que les acabó por dejar en una pequeña explanada, ante un casa solitaria. Álvaro la encontró inmensa y fascinante, pero sus padres hablaban de la dejadez de unos primos. Hablaban de óxido, de telarañas, de la muerte de alguien, (que él sintió, más que lejano, invención de mayores), hasta que su madre sacó del bolso un objeto de metal, que resultó que era una llave.
Cuando les vio discutirse con ella, que no lograba abrir una puerta con mucho polvo, le fascinó ese agujero vertical, tan negro, en una madera con pintura tan ajada y desgastada. Preguntó si podía ir a dar una vuelta. Había visto un caza mariposas apoyado en el suelo, cercano a unos geranios. Sucio, con la malla agujerada, pero tentador. En la ciudad no había visto ese artefacto, pero estaba seguro del uso que le podría dar.
Le dijeron que no se alejase, y contento ante un olor muy diferente a los que respiraba en la ciudad, se alejó de la casa. Con el palo en ristre, cazaba el aire, a falta de alguna mosca que se pusiera en el camino, hasta que unas gotas de lluvia sonaron rotundas en su pelo.
Se quedó inmóvil, ante un arco iris que relucía por encima de él, inundando el paisaje de olor a tierra mojada y luz, de un sol entre vellones de nubes grises.
Corrió hasta la base, que se alejaba según él iba hacia a ella. Parecía inaccesible, pero estaba ahí, al alcance de su mano. Se lastimó las rodillas al caer sobre la tierra dura, pero corrió un poco más, hasta que cansado, se detuvo. Quedó jadeante, para luego levantarse y quedar erguido, desafiando al viento.
Sacando valor del daño de sus rodillas, asió con las dos manos el palo de madera, lo sujetó con todas sus fuerzas, y haciendo tal giro que casi le hace caerse al suelo, atrapó el arco iris, que, en efecto, desapareció de su vista.
Sacando valor del daño de sus rodillas, asió con las dos manos el palo de madera, lo sujetó con todas sus fuerzas, y haciendo tal giro que casi le hace caerse al suelo, atrapó el arco iris, que, en efecto, desapareció de su vista.
Ya no llovía. Siguió jugando libre por entre la maleza y las piedras, hasta que sus padres le llamaron a gritos.
Le riñeron sólo un poco, porque parece ser que en la casa habían encontrado las cosas mejor de lo que pensaban. No preguntó nada, ni nada le preguntaron cuando, sin comer, se metieron en el coche y, entre baches, nubes y algunos aguaceros, regresaron a casa, entre el gris de las aceras, y los edificios como panales de nichos.
Nadie lo supo jamás, pero aunque dejó el caza mariposas tirado en el suelo, ante los gritos de sus padres, había tenido tiempo de guardar en su bolsillo los colores irisados.
Ahora, cuando el olor a tierra mojada le trae algún poso de incertidumbre, o algún pellizco de miedo hacia el futuro, mete su mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón, sacando el tesoro encontrado un día en el campo.