Brevísimo este relato de Adám Bodor que es sin embargo una obra maestra. Una historia construida con tanto acierto que, al llegar a la última línea, el lector lamenta no poder ir más allá.
En ella se narra el camino de Gizella Weisz hacia la sección, un lugar del que el lector lo desconoce todo, al igual que le ocurre a la propia Gizella, de tal manera que juntos irán descubriendo lo que el viaje les depara. Mientras al tiempo el lector permanece atento a descubrir quién es Gizella Weisz, de la que el autor va desvelando apenas pequeños rasgos que la revelan, rasgos magistralmente disimulados en la historia que el lector va recabando sin apercibirse, si bien con cada uno de ellos la imagen que se ha hecho de la protagonista y del motivo de su viaje va cambiando imperceptiblemente, mudándose, completándose, sin dejar no obstante de ser una imagen parcial e imperfecta.
La sección está lejos, según va descubriendo el lector con cada página, aunque eso puede ser algo que la protagonista supiese o adivinase. La distancia parece incrementarse además porque el camino transcurre entra el barro y la nieve, en medio de parajes desolados, y debe salvarse con medios rudimentarios: un carro, una vagoneta, a pie. Lo que la protagonista parece no saber es que el tiempo que deberá pasar en la sección no será breve, aunque cuando las cosas empiezan a indicar que su estancia será larga la mujer parece aceptarlo con toda naturalidad.
Con naturalidad también, rayana en la indiferencia, acoge las órdenes disfrazadas de consejos que las distintas personas que se cruzan en su camino le imparten. Y son precisamente esas personas quienes desvelan al lector pequeñas facetas de cuál era la vida de Gizella antes de ponerse en marcha hacia la sección, si bien cada revelación supone la pérdida de esa faceta para la protagonista. Los hombres que encuentra en cada parada de su camino hacia la sección son los encargados de desposeer a Gizella de su personalidad, de arrebatarle, con cortesía pero sin miramientos, cada objeto que pueda representarla. Pues son los objetos los que nos dan la clave de quién pudo ser Gizella antes de emprender su viaje, si bien a todos va renunciando la mujer sin asomo de tristeza, antes bien con sosiego y casi agradecimiento hacia quien se los arrebata.
A cambio de lo que deja, Gizella obtiene algunas otras cosas, cosas burdas que en un principio parece rechazar pero que igualmente acaba por aceptar con mansedumbre: una tosca pieza de jabón, licores, botas de goma, unas manoplas, embutidos correosos. Objetos que parecen prevenirla sobre cómo será su estancia en la sección.
En la sección sólo una persona aguarda a Gizella, aparte de las comadrejas. Un hombre que se niega a encender fuego para no comparar su calor con el frío que reina fuera y que tampoco desea probar los licores que la mujer ha llevado consigo. Un hombre que no desea destruirse, sino sobrevivir a los que le mandaron allí.
Puede verse en el relato una semblanza del comunismo, de su afán de igualar a todas las personas y de reeducar a aquellas que muestran algún deseo de ser diferentes. Pero lo que convierte a «La sección» en una magnífica obra es su capacidad de descender al nivel de la persona, de plasmarla como individuo único; si bien de una manera sencilla, sin imposturas literarias que desvirtúen la realidad de esa sencillez con la que, precisamente, cada ser afronta su propia vida.