En el restaurante, Leila se sentó a mi lado, y sin que hubiera ningún pretexto para que lo hiciera, al terminar la cena comenzó a cantarme al oído: “El amor es un pájaro rebelde...”
Me dio un escalofrío y me quedé mudo. El pájaro del deseo se estaba poniendo de nuevo en mi mano. No había ninguna posibilidad de que fuera una canción de moda que las brasileñas en general canten al oído de quienes pongan a su lado en mesas o tinas. Todo era ridículo y fascinante. Me comenzó a invadir la certeza de que un hilo secreto, tal vez muy largo, estaba haciendo un collar muy extraño con mis emociones y flaquezas. Esa noche Leila hubiera podido hacer conmigo lo que quisiera. Pero yo no tomé ninguna iniciativa ni respondí claramente a las suyas, más por intimidación súbita que por falta de deseo. Me asustaba no sólo ella sino la idea misma de un destino secreto esperándome en su cuerpo. Y ella decidió entonces irse a dormir después de un día muy largo, excedido en fatigas.
jueves, 17 de junio de 2010
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